ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 8 Marzo 2010

He comentado antes la indiferencia ante el marxismo de un amigo alemán arquitecto y profesor con el fin de ilustrar en tono ligero las diferencias de perspectiva entre el mundo europeo y el nuestro, viejo tema del cual tanto se ha ocupado la “intelligentsia” latinoamericana y que hoy me da pie para otra reflexión. Para mi amigo, marxismo es cosa del pasado.

Pero sabemos que en la superficie de la discusión pública promovida por nuestro régimen militar flota un revivir del marxismo, y más aún, del marxismo-leninismo, una discusión que vemos en términos de pesadilla, de absurdo, de surrealismo inducido. Aderezado además con la exaltación pública, diaria y reiterada del sistema político cubano presentado como modelo, como paradigma, como objetivo a alcanzar. El fracaso y la mentira urdida en torno a él, presentado como objeto de imitación.

Comprender cómo tal cosa es posible no es fácil. Uno piensa en el atraso o en la ignorancia, pero hay mucho “ilustrado” que se suma al empeño de revivir fantasmas ideológicos. Europeos, norteamericanos de renombre escriben, declaran, hacen visitas publicitadas, encantados con el regreso (o para ellos la resistencia) de ideas que siempre los atrajeron. Nuestro mundo precario y limitado, en muchos sentidos aislado y al margen, termina dándole nueva vida a esquemas derrotados en la historia y en el debate. Y los ilustrados insatisfechos se sienten bien, los contratan como asesores o exégetas del milagro (como hace poco al británico marxista-leninista Alan Woods en Venezuela) Y hasta hablan de dignidad en el caso cubano, dando forma a una lamentable ironía precisamente en un marxista: encontrar dignidad en la aceptación pasiva y sufriente de lo indigno.

Relanzar con nuevo impulso.

Hace unos años leí el Velásquez de Ortega y Gasset y me interesó mucho su tesis del relanzamiento que las periferias hacen, engrandeciéndolo, del legado de los países centrales. Y se me ocurre decir que en el terreno ideológico se produce una situación análoga pero en un sentido perverso: se toman los despojos ideológicos del basurero de los países centrales y se les da nueva vida, no engrandeciéndolos sino caricaturizándolos.

Jugando un poco con esta idea me acerco al tema del pensamiento posmoderno que tanto afectó a la arquitectura.

No el discurrir filosófico durante las décadas más recientes sino las consecuencias de su vulgarización nos llegaron como un despojo, como el subproducto del desencanto sobre los sueños modernos que en esas sociedades centrales había surgido desde la reconstrucción de Europa y Japón y el acceso a la riqueza compartida por los países del Primer Mundo. Algunos decretaron la muerte del “moderno” acusándolo de fracaso que obligaba a plantear las cosas de un modo diferente, menos creyente en las transformaciones radicales, más abierto hacia el transcurrir de los procesos históricos “débiles”.

Pero ese desencanto no podía tener el mismo sentido para nosotros. Ni hemos llegado a disfrutar de la riqueza “globalizada” ni vivido el fracaso de los esfuerzos modernos, que en algunos de nuestros países ni siquiera han empezado. Vemos entonces la ironía (repito, análoga a la que se ve en el terreno político) de que aceptamos un pensamiento separado de las realidades de contexto que debían soportarlas. Nos volvimos posmodernos de pacotilla, porque nunca llegamos a realizar una modernidad.

Vulgarización posmoderna.

La aceptación de la ideología construida a partir de la vulgarización posmoderna, pareció pues entre nosotros más artificial de lo que ya era en los países centrales. Recibimos un despojo, porque ya en el momento en que aquí se hizo popular había comenzado su decadencia. Y la aceptamos en clave caricaturesca como lo demuestra mucha arquitectura comercial de los ochenta.

Bastaba reflexionar sobre el deterioro urbano de Venezuela para dejar claro que aquí no había fracasado un modo de ver la arquitectura sino la voluntad de utilizarla o promoverla. Aquí seguía vigente una esperanza en las capacidades transformadoras de la arquitectura, uno de los puntos de vista “del moderno” que fue devaluado con más fuerza, porque lo poco que se realizó a partir de él hace más de cinco décadas, marcó época y sigue siendo referencia clave. Si después del desencanto posmoderno algunas ciudades europeas re-encontraron en la arquitectura del éxito globalizado un camino de trasformación, nosotros lo vivimos hace medio siglo, de modo incompleto es verdad, con una arquitectura fuertemente anclada en la tradición moderna.

Por eso podríamos ser más libres frente a la arquitectura del éxito planetario. Entenderíamos que caer en la imitación de lo que brilló antes de la crisis económica actual no sólo es insensatez sino superficialidad.

En un medio como el nuestro la arquitectura pública tiene una enorme capacidad para convertirse en punto de partida hacia una mejor calidad de vida. Si eso no es del todo cierto en una ciudad formada y consolidada como cualquier ciudad europea o de la América del Norte, en nuestro caso lo es.

Hay que insistir en el efecto renovador que pudo haber tenido en nuestra ciudad informal la construcción de módulos de atención médica primaria que aparte de una arquitectura de calidad, compensatoria de carencias, hubiera ganado espacio público como parte de una estrategia de transformación. Pero no fue así. Los “módulos de Barrio Adentro” construidos por el gobierno militar se hicieron como eventos aislados carentes de toda capacidad promotora y ellos mismos nacieron como ruinas y ahora lo son más. Dinero despilfarrado en lo provisorio, en lo improvisado, carente de pensamiento renovador. Son despojos, tal como lo es la “revolución”.

En Las Minas de Baruta, Caracas, una Alcaldía no militar, democrática, usó la arquitectura para transformar. Tuve el privilegio de ser el arquitecto: un servicio de atención médica primaria en medio de un barrio humilde, ofrece espacio público y calidad de vida.