Oscar Tenreiro
Con frecuencia el personaje central de muchas historias infantiles o de antiguas fábulas dice estar en busca de un lugar prodigioso. Siguiendo ese empeño se entrega a toda clase de peripecias buscando respuestas que son siempre más o menos ambiguas, semiocultas en falsos mensajes que debe hacer a un lado. Cuando era niño veía esa “búsqueda de la felicidad”, o de “la verdad” en tierras míticas como un asunto incomprensible; no sé si porque me parecía que ya era feliz, o porque carecía de suficiente capacidad de razonamiento abstracto.
El caso es que ahora, muchos años después, se me ha convertido en una especie de obsesión indagar sobre las razones por las cuales seres entrañables, personas que fueron y son parte de nuestras vidas, de manera análoga a lo que le ocurría a los protagonistas de aquellas historias, se van hacia otras tierras para encontrar sosiego, nuevos horizontes y algo que podría también verse como una idea personal de felicidad. Que les estaría negada si se resignan a estar donde nacieron, donde empezaron a vivir.
Es inútil que trate de decirles, en tono de predicador, que las fábulas enseñan que lograr el sosiego no exige otro desplazamiento distinto al que nos lleva hacia nosotros mismos. Porque se impone en la conversación la sensación generalizada en el venezolano de hoy de que lo que entendemos por “nuestro país” es un inmenso fracaso. Que en él ya no la felicidad porque no se es tan ambicioso, sino el más modesto y simple bienestar, se hace imposible y es necesario ir a buscarlo fuera, en otro lugar del mundo, emigrar. Un bienestar por cierto que se resume en algo tan simple como la estabilidad, como no depender de la arbitrariedad sino de un orden institucional, insertarse en una estructura social y económica más o menos predecible. Formar una familia en un contexto libre de amenazantes sobresaltos, Tener acceso menos arduo, más estable, a un mínimo indispensable.
Buscar calidad de vida
Esa noción del bienestar está asociada estrechamente a la búsqueda de la calidad de vida en la ciudad. El venezolano emigrado habla insistentemente, si ha vivido en Caracas, del caos del tráfico, de lo inhumano de los tiempos de traslado vivienda-trabajo, del enorme costo de la vivienda, del pésimo transporte urbano, de los incivilizados patrones de conducta, de la falta de espacio público, de la basura que lo invade todo. Y de la terrible y diaria violencia criminal. Que no es sólo de Caracas sino de toda Venezuela.
Razón numero uno para “salir de aquí” como en el cuento de Kafka.
Nada puede acallar la legitimidad del rechazo a vivir en ciudades en las cuales la violencia criminal es norma. Ese no es solamente nuestro principal problema según las encuestas sino el que motiva la emigración de enormes contingentes humanos de alta calificación en su mayoría, que han decidido dejar atrás raíces, lugares y afectos escapando del riesgo de ser víctimas o del funesto recuerdo que ha dejado en ellos una agresión o una tragedia personal.
No sé si los que acompañan el absurdo político que vivimos se sienten ajenos a ese reclamo y caen en las simpleza de achacarlo a una visión aburguesada o cómoda, pero la realidad supera toda calificación interesada. Es dramática.
Una realidad que debería tener un peso definitivo en el debate político y ha sido reconocida por los que estudian la realidad venezolana fuera de los esquemas congelados del pasado: el principal problema venezolano es el problema urbano. Rescatar nuestras ciudades de un abandono generalizado, de una falta de acción en términos ambiciosos, de la ignorancia de un liderazgo que sigue viendo al país con ojos ajenos a los cambios que la urbanización ha impuesto, es urgente.
Un Régimen ciego y sordo
Que eso no haya sido entendido por un régimen militar que concibe la sociedad venezolana en términos simplistas, obsesionado por el culto a un Caudillo rural, es asunto que no debe extrañarnos. Pero lo que sí debe exigirse a quienes aspiran a modificar ese estado de cosas, a una oposición política que a veces parece carente de ideas, es que se decida a asumir con seriedad a partir de un programa legislativo y el diseño de estrategias adecuadas, la responsabilidad de colocar a la cuestión urbana en el centro del debate político venezolano.
Una tarea que exige un cambio en la orientación del discurso, demasiado calcado hasta hoy de las generalizaciones sobre derechos democráticos y paternalismo de Estado que caracterizó el discurso de mediados del siglo pasado. La cuestión de la calidad de la vida urbana en Venezuela debe ser un asunto central para hacer patente a todos los venezolanos la inmensa equivocación que ha sido la concepción de la acción pública a lo largo de la última década.
El que nos hayan abandonado decenas de miles de familias agobiadas por el peso del deterioro generalizado de la vida urbana es un motivo de alarma con muy diversas repercusiones. Una de ellas es la que toca fibras personales vinculadas a nuestros afectos. Y todas las demás se conjugan en el reclamo para que emprendamos la enorme tarea de cambiar radicalmente la situación disminuida de las ciudades venezolanas. Y sobre todo la de quitárselas de las manos al crimen, que se ha apoderado de la ciudad como consecuencia directa de un modo de ejercer el Poder Público ciego e irresponsable. Quienes luchamos por la democracia estamos obligados a recordarle al liderazgo político que cambiar comienza por entender mejor lo que somos. Y somos una sociedad urbanizada. Más del 80% de los venezolanos vive en ciudades. Nuestras ciudades exigen un programa de acción cuyo diseño debe convertirse en tarea nacional. Planes concretos que superen los lugares comunes. Hay que dar forma a un modo de actuar que se nutre del conocimiento de la ciudad.