Por Oscar Tenreiro
Desde que hace treinta años irrumpieron en el mundo de la arquitectura los japoneses de la generación inmediata a la de Kenzo Tange (1913-2005), tuve la impresión de que el más riguroso de ellos era Fumihiko Maki (1928). Riguroso en el sentido de distanciarse de las modas que el posmodernismo ponía en circulación por esos años. Su obra construida es importante, pero no tuvo el éxito de marketing de Arata Isozaki (1931) quien hasta construyó un edificio para el Team Disney, hoy ya casi en el olvido, del cual destacaba, como le oí en una charla, una marquesina con las orejas del Ratón Mickey.
Maki fue más discreto dentro de un perfil de todos modos exitoso y ha construido mucho; menos que Isozaki pero más que otros compañeros de generación como Hiroshi Hara, algo más joven (1936) y de obra muy interesante o Kisho Kurokawa, muy publicitado también y fallecido joven (73 años, 1934-2007).
Sí, un arquitecto de setenta años es joven, hay que recalcarlo.
Porque no hace mucho estuvo en Venezuela y fue entrevistado a página completa en El Nacional, el profesor argentino-japonés Alberto Sato. Sato, a quien conocemos por haber vivido aquí durante largos años, se expresó evitando cualquier referencia a la asfixia política que vive Venezuela, asunto extraño en alguien que siempre insistía en el contexto, pero me llamó la atención que ubicó en un pasado ya sin vigencia a los recientemente fallecidos Jesús Tenreiro y Jorge Rigamonti.
Pues bien, Jesús era más joven o de la misma edad que todos los japoneses que acabo de nombrar y Jorge lo era aún más, cuatro años menor. Ninguno de los dos pertenece al pasado; y más bien resulta lamentable que no hubieran construido mucho más. Murieron, eso es importante recalcarlo, en plena madurez como arquitectos. Jóvenes. Su obra tiene mucho que decir hoy en términos actuales.
Cautela y desmemoria.
¿A qué viene entonces que un crítico sea por una parte tan cauteloso y por la otra declare como borrosas figuras cuyo legado está plenamente vigente? A que la crisis cultural en la que vivimos lo permite. Reflejo directo de la estupidez política que ha pretendido reiniciarlo todo. Y de la crisis de una sociedad que ha permitido esa destrucción y aplaude un discurso que germina en la ignorancia. Eso que nuestro crítico evitó decir. Cautela bienvenida por sectores sin la madurez del ejercicio sostenido, del conocimiento a través de la experiencia, génesis de cualquier tipo de cultura.
Teniendo eso muy presente, lo he recordado con frecuencia, Luis Kahn dijo una vez; él, que construyó su obra seminal (Las Torre Médicas) cuando tenía más de sesenta años, que «la arquitectura es un arte de viejos»
Y al visitar hace poco el último edificio de Maki, el Laboratorio de Nuevos Medios, parte del Centro de Artes Visuales List de Instituto Tecnológico de Massachussets, constaté de nuevo la veracidad de la frase. Porque Maki no trata de subyugar a base de efectos y realiza una obra quieta, disciplinada, sirviente de las actividades que aloja, de ejecución impecable y sobre todo amable, cálida pese a la blancura dominante en su interior, tal vez demasiado nítido. Y a raíz de que me detuve a ubicarlo mejor en el Campus por Internet, me doy cuenta que el edificio de Maki es la continuación de una tradición que ha permitido construir allí, a lo largo de cinco décadas, a figuras importantes de nuestra disciplina. Algunas de ellas centrales, como Alvar Aalto, José Luis Sert o Eero Saarinen, y otras que fueron actuales y merecían construir como Gordon Bunshaft, Romaldo Giurgola, Kevin Roche, I. M. Pei, Eduardo Catalano, Steven Holl, Pietro Belluschi o Frank Gehry, sus edificios pespunteados por obras de muchos extraordinarios escultores y pintores. Sin que esté demás recordar que MIT es una institución privada.
Atmósfera de Luz.
Tal vez lo que más me interesó fue el imperio de la luz natural en los grandes atrios del edificio. Que los convierte en lugares de contemplación de los talleres de trabajo, que se entreven a través de grandes superficies vidriadas. Lugares en los que, tal vez como política de la institución, uno es bien recibido e invitado a observar. En los atrios, escaleras de baja pendiente diseñadas (¡el tema de las escaleras expuestas tan presente siempre!) como bandas diagonales de colores intensos en los bordes del atrio, ramalazos abstractos sobre espacios blancos, a la manera de uno de esos ejercicios bidimensionales del De Stijl holandés de hace casi cien años.
El exterior del edificio está cubierto por una red de tubos de acero inoxidable que filtran la luz como una cortinilla, un recurso que nos planteamos a menudo para regular el resplandor, y se hace casi imposible imponer frente a la solución expedita del vidrio entintado de color, que altera la luz natural y además irradia calor. Recurso bien visto por el ojo comercial local, hasta llegar a la locura de usarlo en Maracaibo, Valencia o Margarita. Que suscitó en Luis Kahn una crítica dura a propósito de la torre de la Naciones Unidas, cuyo muro cortina de vidrio fue especificado por los arquitectos (Harrison y Abramovitz) con tinte azul.
Y si uno pudiera preguntarse por qué Maki gusta tanto de fraccionar los planos de fachada, lo subyuga sin embargo la eficacia de la piel en la conformación del la atmósfera interna, cálida y apacible. Maki tuvo aquí un acierto que es casi un manifiesto de resistencia ante el vendaval de novedades efímeras como el fracaso del Stata Center de Gehry, a cinco cuadras de distancia. Y lo hace en uno de los centros tecnológicos del mundo. Una buena moraleja.