Oscar Tenreiro / 28 Noviembre 2010
Teniendo la oportunidad de estar en Roma peregriné hasta el recién terminado edificio del Museo de Arte del Siglo XXI de Roma (MAXXI) de la arquitecta británica-iraquí Zaha Hadid (1950), muy celebrado y reconocido hace muy poco con el premio James Stirling por el generalmente circunspecto Instituto Real de Arquitectos Británicos (RIBA). Se construyó durante diez años a un costo de 190 millones de dólares, con 10.000 m² de área de exhibición y un área total de 29.000 m².
Pese a su singularidad formal, su presencia es discreta, sus grises superficies de concreto de altura similar a los edificios circundantes serpentean en un lote antes ocupado por instalaciones militares, de las cuales un pequeño fragmento se integra a lo nuevo, destacando por encima de él uno de los volúmenes ciegos de las nuevas salas.
Porque el principio seguido es cerrarse totalmente hacia el exterior mientras se capta la luz cenitalmente a lo largo de todo el edificio entre los espacios que dejan grandes vigas de concreto muy profundas, de trayectoria sinuosa, (condición de sinuosidad que es el «leit motiv» del edificio), que en algunos lugares llevan quiebrasoles metálicos para regular a voluntad el paso de la luz solar, y en otros se cierran, casi, buscando la oscuridad cuando la exhibición lo requiere. En el canto inferior de estas esbeltas vigas, que tienen presencia constante en todo el edificio, corren las instalaciones para la luz artificial complementaria. Las áreas de exhibición ocupan los dos niveles superiores, accesibles por rampas y escaleras.
El segundo piso se «disuelve» hacia un tercer nivel mediante un hábil recurso de ascensión en pequeños saltos de nivel que dejan rendijas que permiten atisbos de la Planta Baja, un modo muy ingenioso e interesante de resolver la continuidad espacial de las áreas de exhibición.
Alta Costura.
La circulación es fluida porque las áreas de exhibición no están divididas en salas sino discurren de modo continuo. Esto impulsa a visitar todo el edificio dejando poca opción a un recorrido selectivo, asunto que puede ser más propio de un pabellón de exposiciones que de un museo. Poco puedo decir del arte que se muestra, que luce perdido en la amplitud del recinto, tal vez porque aún no se ha organizado todo el material disponible o simplemente por la irrelevancia de las obras frente a la potencia del espacio que las alberga.
Como las áreas de exhibición son de altura considerable, por lo menos cuatro metros hasta el canto inferior de las vigas, y de un ancho también importante, se impone en ellas una «escala» propia de los grandes formatos, como si el arte de este tiempo estuviera siempre ávido de algún nivel de desmesura, asunto que dará no pocos dolores de cabeza a los curadores. A pesar de la abundancia de captación cenital de luz solar, a las paredes pareciera no llegarles la necesaria, tal vez por los tintes de los cristales y las a veces innecesarias precauciones que los museólogos imponen respecto a los rayos UV; por lo cual su blancura la acentúa una antipática cinta de luz blanca que al subrayar la sinuosidad y la «fluidez espacial», termina dándole a todo el museo un irritante toque de sección de «haute couture» de tienda por departamentos. Esta estética de alta moda se hace excesiva en ciertos lugares, como ocurre en los núcleos de escaleras, de negras barandillas envolventes (porque el edificio va de riguroso negro y blanco) muy apropiados para una sucursal de Donna Karan.
Moretti – Hadid
Más que la tìpica discusión sobre si el edificio del museo se esfuerza por ser más importante que el arte que alberga, me parece que vale la pena recordar cuestiones que parecen hoy avasalladas por el vendaval de «estilos personales» que trata de llenar el panorama de la arquitectura del éxito. La simple y básica enseñanza de Luis Kahn, por ejemplo, acerca de la necesidad de reflexionar sobre el «deber ser», sobre el origen de las instituciones, más allá de las exigencias del uso coyuntural, es una de ellas. Así, un museo de arte debería proponerse guardando una prudente distancia hacia modos tempestivos de ver el arte, para aspirar a algún grado de intemporalidad. También la insistencia del «último maestro» en que la arquitectura, en virtud de su discreción, de su neutralidad, promueva el «silencio psicológico». Esa disciplina, esa ascesis intelectual, fue en Kahn discurso y obra. Y no vemos razones para que deba ser olvidada.
Y ese olvido, sumado a la arrogancia propia de un modo de ver la arquitectura en la que hasta los mostradores del cafetín llevan el sello de las diagonales y los picos que identifican a la señora Hadid, es lo que termina por hacer del edificio algo así como un ambiente tutelar de una determinada estética. Estar en él es como integrarse a una feligresía identificada con esa atmósfera, con ese talante. Como si uno fuese cliente habitual en uno de esos hoteles o restaurantes que funcionan como escenarios y promueven conductas. El efecto es en definitiva abrumador y para mí, asunto personal, absolutamente insoportable.
Y de eso se salva, porque se encuentra oculta del impacto general, la sala de exposiciones temporales, a resguardo de la fiesta de sinuosidades, negros y blancos, luces fluorescentes y ambiente supersónico que es el resto del edificio. Como el MAXXI es también un Museo de Arquitectura, en ella Luigi Moretti (1906-1973) arquitecto romano de la segunda modernidad, es el centro de una excelente exposición que nos permitió conocer una obra valiosa. La excesiva altura de la sala fue manejada en este caso colocando suspendidos unos paneles con grandes fotografías de algunos de sus edificios. Y Moretti allí, desde la memoria, se me antojaba como una refutación de Hadid.