Oscar Tenreiro / 12 Diciembre 2010
El teatro de ópera, la sala de conciertos, de espectáculos, es tema seductor para cualquier arquitecto. Es además muy difícil porque el sitio donde se confronta el arte escénico con el público, el espacio central que es su razón de ser, la audiencia (el público) y su correlato el escenario, está atado a un sinfín de servicios de apoyo, de preparación y de soporte técnico, las «entrañas» del teatro, que son un verdadero reto para la capacidad de organización de quien concibe el proyecto.
Esa complejidad se refleja de modo siempre arduo en el edificio. Por ejemplo, todos los dispositivos técnicos que van suspendidos sobre el escenario (la tramoya), muy importantes en la sala de ópera y necesarios aunque en mucho menor grado en la sala de conciertos, terminan, junto a todo lo que los acompaña y los sistemas de circulación e intercambio, siendo una asociación de áreas y volúmenes dispares que se superponen o adicionan a la audiencia-escenario en una forma difícil de manejar, planteando además delicados problemas estructurales. Es así como lo que podríamos llamar «desproporción aparente» entre la dimensión del espacio neto ocupado por el sitio de la representación y todo lo necesario para llegar a él o hacerlo funcionar, ha sido siempre un dolor de cabeza para los arquitectos.
En el siglo diecinueve, tiempo en el que se edificaron muchos de los grandes teatros de Europa, la solución más común era incluir la audiencia-escenario en un volumen prismático mucho mayor, que contenía todo lo necesario y desde su condición compacta y profusamente ornamentado, dialogaba con el espacio urbano imponiéndose como monumento, como «templo de la música», siendo su expresión más acabada, o al menos la más conocida, la Ópera de Paris, terminada en 1875 y bautizada «Palais Garnier» en honor a su arquitecto Charles Garnier, ganador de un concurso que lo envió a la fama a los 35 años de edad.
Otro modo de ver.
Pero la modernidad quiso plantear el problema de modo distinto. Evitar que las demandas de los servicios del escenario se impusieran demasiado en el conjunto para lo cual se buscó reducirlas a volúmenes que querían ser puros, diferenciados de las exigencias de la audiencia y de los espacios que pudiéramos llamar «de servicios sociales» (el lobby, los vestíbulos, las escaleras. los accesos principales y secundarios) que también se buscaba diferenciar. Se hizo popular así el esquema que asociaba tres prismas, uno correspondiente a la audiencia y el escenario, otro a la tramoya y anexos y un tercero, envolvente de los anteriores, de menor altura, para el resto. Las aproximaciones modernas al tema manejaron con frecuencia ese esquema, pero siempre resultaba esquivo un resultado unitario y parecía inevitable que el teatro se expresara como un volumen «impuro». Lo cual no impedía que se produjeran obras maestras, como es el caso, para poner un ejemplo nuestro, del Aula Magna de Villanueva, o más lejos el Finlandia Hall de Alvar Aalto. Y hay muchos más. Para estudiarlos recomendamos esa enciclopedia de teatros que es el libro «Theater Design» de George C. Izenour, asesor de nuestro Teresa Carreño.
Todas estas cosas han podido influir en mi perplejidad cuando en Mayo de 1961 entré a la estructura inconclusa del Teatro de Brasilia de Oscar Niemeyer. Allí el maestro brasileño, siguiendo su obsesión por los volúmenes puros, «comprimió» el programa en una enorme pirámide truncada de base rectangular que completó creando hacia el lobby y los accesos sucesión de vigas inclinadas bastante desafortunada. Esa «compresión» voluntarista y unos interiores sin grano fino que pude recorrer mucho después, terminan convirtiendo el edificio en una de sus obras menos logradas.
Los envoltorios.
No pude darme cuenta en ese momento que esa tendencia a forzar el programa en contenedores formales iba a convertirse en moneda corriente cincuenta años después. Y en el caso de los teatros, un ejercicio reiterado. Parece que la experiencia de Luis Kahn en su Teatro para Fort Wayne, Indiana (1965-74), caracterizada por la aceptación sin atenuantes del impacto del programa en la configuración formal fue una enseñanza que decidió olvidarse. Y a pesar de que Renzo Piano trabajó con Kahn precisamente en 1965, no parece que en el Parque de la Música de Roma (2003), edificio que pude visitar hace muy poco, haya tomado en cuenta a su antiguo jefe.
Porque Piano, a quien, dicho sea de paso, considero uno de los arquitectos más consistentes del Star System, después de haber resuelto de manera muy correcta, contenida, sin efectismos, el vestíbulo principal, las circulaciones y las mismas salas (pude conocer sólo la más grande y la mediana, de 2700 y 1300 puestos; hay otra de 600) que son realmente hermosas y de excelente acústica, resolvió la forma externa de cada una de ellas cediendo a la tentación del envoltorio como recurso unificador. Del que hoy se abusa («la piel»), tal vez por el éxito de sus más notorios promotores, los arquitectos suizos Herzog y De Meuron. Y surgen entonces cada uno de los volúmenes de la parte superior de las salas, la zona compleja, desde un podio-plaza-parque, para recibir una especie de armadura (el techo metálico) que los cubre, apoyada en el perímetro en vigas de madera laminada soportadas por estructuras tensiles de acero que pese a su virtuosismo técnico terminan definiendo unos espacios semi-cavernosos dentro de los que se encuentran las salidas de emergencia, que ya acusan abandono y descuido y hasta intimidan.
El conjunto merece muchos comentarios positivos que espero hacer, pero por lo pronto divierte decir que los tres enormes escarabajos podrían, con alguna imaginación y efectos especiales, echarse a andar para triturar los edificios circundantes.