ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 09 de enero 2011

Durante los días de Navidad y Año Nuevo sin tener que escribir la página semanal de TalCual, tarea que da origen al contenido de este Blog, estuve redactando unos apuntes sobre distintos asuntos de mi preocupación. Haciéndolo pude adentrarme un poco, por ejemplo, en una reflexión acerca de la condescendencia y el papel que juega como tentación permanente en muchos aspectos de nuestra realidad personal. Como el tema por su complejidad me pareció que lo ameritaba, incluyo aquí una versión extendida de lo que apareció en TalCual este Domingo 9 de Enero de 2011.

I

En mi último texto del pasado año hablé sobre las altas personalidades del Régimen (los encumbrados, los llamé) que profesaron lo que ahora ignoran. Pero dejé fuera un asunto importante: la dificultad que tenemos para domesticar nuestros impulsos, atisbar el papel que en ellos tiene nuestro inconsciente. Y en el esfuerzo para evitar que los arranques no nos desvíen de lo que nos ha importado, aceptar nuestras limitaciones al comparar expectativas y logros. Si ese reconocimiento se hace engañoso, alimentado por una visión inmadura del sí mismo, se abre la puerta hacia lo que llamamos mediocridad. Desconocimiento del espacio que nos corresponde, sobreestimación de lo que somos capaces de hacer. Y en consecuencia ansiedad por aferrarnos a la oportunidad.

Muchos de esos encumbrados son en realidad personalidades mediocres que tal vez pasaron años viviendo de las apariencias o de un inmerecido rango otorgado por la condescendencia que los rodeó y les sirvió de refugio. Y el mediocre se asocia al Poder que se le ofrece, cualquiera que éste sea (y si se aproxima a modelos que cultivó en tiempos juveniles, mejor), oprimido como está por el deseo de la revancha, de tomar venganza de un «status» que lo obstaculizó, para él injustamente. Y así, obtendrá el reconocimiento que requieren sus méritos.

A muchas «figuras» intelectuales de tiempos democráticos se les otorgó un papel que no les correspondía. Buena parte de los encumbrados de hoy, venidos del mundo de la intelligentsia de tiempos anteriores al drama actual, se beneficiaron de las debilidades críticas de la sociedad venezolana, de la condescendencia que prospera en la amistad de los mundillos.

Y es que un país atrasado. provinciano, como puede ser calificado el nuestro dejando de lado cualquier visión sentimental, los mundillos de amistad abrigada en cordialidad y convivencia fácil, en simpatías o preferencias, en mutuo reconocimiento, en coincidencia en la búsqueda del abrigo del poder social, en afinidades profesionales, son los que determinan los prestigios. No son los obstáculos de un medio exigente. El rastro del prestigio de muchos de los encumbrados del Poder público actual venezolano nos llevará fácilmente hacia alguno de esos mundillos alimentadores de prestigios falsos.

II

Pero también es cierto que no todos los que deciden servir a un régimen político que oprime y excluye, manteniéndose indiferentes frente a los abusos porque se los permite el refugio de su prestigio intelectual o artístico, son mediocres. Está entre nosotros el caso de Carlos Raúl Villanueva, silente frente a las dictaduras de Gómez y Pérez Jiménez, un aspecto de su personalidad que ha sido muy poco explorado más allá de elogios y celebraciones que a veces parecen fatuas, tan ausentes están de espíritu crítico genuino.

Pero hay casos muy importantes del mundo internacional que forman parte de la historia de las claudicaciones o los espejismos. Como el Heidegger simpatizante nazi, el Neruda de la Elegía a Stalin o el Carpentier fidelista, para no nombrar sino tres muy notables.

Sin duda el caso de Heidegger (1889-1976) es el que parece más importante. Y los intentos que hizo en vida por situar en perspectiva, o justificar, su postura «blanda» en relación con el nazismo son igualmente blandos. Leyendo la entrevista que la revista Der Spiegel le hizo en 1966 (publicada sólo después de su muerte en 1976) uno tiene la impresión de que los muy discretos movimientos y posturas de «resistencia» que Heidegger comenta para justificarse, son insignificantes frente a los abusos del nazismo en tiempos de pre-guerra, que tenían que ser bien evidentes para alguien de la posición del filósofo. Y de allí en adelante la tibieza frente a los horrores de la represión (sobre todo la antijudía) y la destrucción producida por una guerra insensata, resulta insoportable. Sobre todo si fantaseamos sobre cual pudo haber sido el destino del filósofo si en lugar de su puesto cómodo en la Universidad de Friburgo hubiera debido exiliarse, como debió hacerlo Thomas Mann por ejemplo, figura de valor comparable. Con gran facilidad hubiera podido encontrar espacio para continuar y elaborar sus preocupaciones filosóficas, como lo encontraron muchas figuras de la intelectualidad alemana que no sufrieron directamente la represión violenta.

Queda entonces la pregunta sobre las tentaciones del ego, de la arrogancia producida por una superioridad intelectual que termina deshumanizando y convirtiendo al hombre en figura de cera. Y hasta cabe pensar, e insistir en ello, sobre si no hubiera tenido mucho más sentido histórico humano e intelectual que el autor de Ser y Tiempo (obra escrita en 1927) hubiera asumido el silencio obligado impuesto por el régimen político e incluso hubiese corrido el riesgo de que su trabajo quedara reducido a su obra fundamental. Silencio, que dicho sea de paso, pudo haber sido hasta conveniente, al menos a la luz de los puntos de vista de su contemporáneo Ludwig Wittgenstein (1889-1951), cuyos planteamientos ignoró, quien sostuvo que los problemas filosóficos no eran en realidad problema alguno. Y Heidegger dedicó su vida a resolver los problemas filosóficos.

La posición de Alejo Carpentier (1904-1980) tiene para mí una explicación más terrena. Carpentier encontró en la revolución cubana la respuesta a muchas de sus inquietudes juveniles y se encuentra con ella a una edad (sesentón) en la que tenía mucho sentido dejar atrás el desarraigo de su vida anterior (de viajes constantes entre Francia y Cuba durante su juventud, once años en Francia, quince años en Venezuela desde 1945) y disfrutar de una especie de retiro en Francia, su segunda patria, con eventuales conexiones con Cuba para celebraciones, homenajes o actividades oficiales. Un retiro dorado que comenzó en 1962, cuando se encargó de la Embajada de Cuba, hasta su muerte en 1980. Su condición de militante revolucionario era ejercida a prudente distancia de los acontecimientos, alejado de cualquier presión política inmediata, requisito de su papel de símbolo intelectual. Y lo más significativo: las novelas que son el verdadero soporte de su prestigio de escritor fueron anteriores a ese período confesional y confortable durante el cual lo que escribió no está a la altura del prestigio que tenía como figura literaria.

Lo de Neruda (1904-1973) casi tiene un contenido provinciano en el sentido de la afirmación de su posición política en el medio chileno, para cuyos sectores más establecidos fue siempre militante activista del Partido Comunista (fue Senador), además de poeta, con toda la carga de agresión a la estabilidad y la convivencia que ello acarreaba. Desde ese rol asumió la intensa y apasionada discusión política de su país, en tiempos muy contradictorios y difíciles, hasta llegar a sufrir persecución y exilio. Y no sólo su militancia política sino su independencia frente al talante conservador del medio chileno, lo llevó a polémicas duras y estridentes, como en el caso de sus fuertes y hasta desagradables enfrentamientos con poetas contemporáneos como Pablo de Rokha y Vicente Huidobro. Pero es la Elegía a Stalin que publicó en 1954, meses después del la muerte del Dictador, su verdadero pecado mortal. Podría verse sin demasiado esfuerzo como parte de ese «caldo» polémico propio de su circunstancia chilena, pero de todos modos resulta repulsivo que haya sido escrita en homenaje a quien ha quedado en la historia como un genocida, expresión de la dimensión falaz del comunismo soviético. Homenaje innecesario por lo demás.

Sin embargo, estas tres figuras pertenecieron a un tiempo en el cual la cuestión ideológica y la dificultad de acceso a la información terminaban arrojando sombras a veces muy densas que impedían conocer el verdadero alcance de los hechos. Una situación radicalmente diferente a la actual.

De todos modos, ninguno de estos tres hombres excepcionales estuvo vinculado al Poder como beneficiario. Si Carpentier fuese la excepción, desde su cargo oficial ejerció con dignidad. No tuvo, que se conozca, ninguna participación en disposiciones o propuestas políticas asociadas de modo directo, o expresadas en términos de adulación pública, al poder dictatorial de Fidel Castro.

En todo caso, lo más significativo que nos deja este examen apresurado es que hasta las personalidades de mayor brillo son tentadas a ser condescendientes con el Poder político. Y si lo son, no es ese rasgo el que les concede grandeza. Es el que la disminuye.

III

Creo que una de las mejores películas que he visto es Carácter, del holandés Mike Van Diem, muy premiada, incluyendo un Oscar, en 1997.

Un padre lejano que lo abandonó, desconocido para el hijo, se convierte en su desconcertante y terrible enemigo lejano, desencadenando o propiciando eventos que le producen terribles tensiones, sufrimientos; y terminan desarrollando en él lo que llamamos «carácter»: madurez, coraje, reciendumbre, lo que resulta, es el epílogo de la trama, ser el objetivo de la inexplicable y trágica conducta del padre.

Me he referido con frecuencia a ella en conversaciones; y la he citado ante mis estudiantes para destacar los extraños caminos que puede seguir el proceso formativo de cada quien. Y en cierto modo para distanciarme de algunos conceptos pedagógicos que sugieren que al estudiante debe tratársele con respeto obsequioso.  Porque pienso que el profesor puede y debe recurrir a métodos pedagógicos que induzcan dificultad, que enfrenten al estudiante con sus limitaciones, que hagan tambalear sus certezas. Las dificultades modelarán y harán madurar su carácter. Ese es el papel que atribuimos al arquetipo del profesor, al Maestro.

Ese era el modelo que seguía nuestro Maestro de Dibujo a Mano Suelta en la Facultad de arquitectura de la UCV, Charles Ventrillon, quien presionaba selectivamente a los estudiantes buscando despertar en ellos el esfuerzo para superar problemas, la pasión por lo que les correspondía hacer.

Ese ejemplo fue para mí una guía inestimable cuando adquirí más seguridad como profesor universitario. Creí siempre en el estímulo que no prescinde de un cierto tipo de presión por enfrentar al estudiante con su propia responsabilidad como forjador de sí mismo. Y siguiendo una tendencia personal sumada a la influencia que en mí tuvieron las experiencias de tiempos de la llamada «Renovación Universitaria» post Mayo 68, le dí siempre una enorme importancia a la relación personal. El Taller que fundé en 1983 en mi Facultad, con el nombre de Taller Firminy (se originó, de allí su nombre, en una exposición que organizamos sobre el último proyecto de Le Corbusier, la Iglesia de Saint Pierre de Firminy en el sur de Francia), fue, en virtud de la primacía de lo personal por encima del ritual estrictamente docente, una experiencia humana, afectiva, tanto para los estudiantes como para los profesores que me acompañaban. En línea con el principal legado docente de Jesús Tenreiro, busqué siempre, y lo estimulé en mis colegas, suscitar, promover un compromiso por la arquitectura como disciplina, pasión por ese oficio, por la construcción de la ciudad. Ámbito en el cual la política tiene una palabra fuerte, decisiva. Y por ello hablábamos allí, a lo largo de casi dos décadas, como hago siempre en este espacio, de política junto a muchas otras cosas, además de arquitectura. Insistí como asunto central y recurrente en que la crítica de la ciudad presuponía la vigencia de la democracia. Una visión que creía compartida por los profesores que me acompañaban y suficientemente clara para los estudiantes.

Pero ese mensaje quedó oculto cuando se presentó la oportunidad de prosperar en el Poder. Mis compañeros colegas por varios años la consideraron motivo suficiente para abandonar convicciones. Se sumaron a una situación de contexto antagónico al que proponían como ideal. Por qué lo hicieron es asunto que me afectó por mucho tiempo. Y me he esforzado por encontrar respuestas que he comentado a través de la escritura. La última de ellas al comienzo de este texto.

Pero ¿y los estudiantes? ¿por qué cedieron algunos de ellos, los más jóvenes y por eso mismo los más desinteresados? Pocos, es verdad, pero en fin de cuentas personas que despertaban expectativas.

Parte de la respuesta me la da la película de Van Diem.

El carácter se forja en el esfuerzo difícil que implica con frecuencia sufrimiento. Más que la cercanía insistente de quien «predica» principios, vale la disposición personal a no desviarse de un camino pese a los obstáculos. Y en los tiempos de universidad debe comenzar el manejo de la dificultad, asunto en el que el profesor juega un papel clave.

La importancia que le dimos a la relación personal terminó opacando nuestro deber docente de utilizar la exigencia con el rigor necesario para hacerla instrumento formador del carácter. Una cierta lasitud se hizo presente en la relación profesor-estudiante.

La disposición a aprender no sustituye al aprendizaje, siempre arduo y problemático. Las aulas universitarias no son más que un escalón pequeño en el proceso de ir ascendiendo en lucidez, pero un escalón que debe ser difícil. La relación personal, la apertura hacia un espacio de comprensión de la circunstancia vital del estudiante, no debe moderar la demanda severa de respuestas, convertirse en atenuante. Lamento haberlo entendido algo tarde. La condescendencia fue aquí, de nuevo, una tentación. Y cedí a ella.

IV

Un diccionario define la amistad como «afecto y cariño entre las personas». A ella debe referirse Felipe González cuando escribió hace poco en El País de Madrid un texto que tituló «Homenaje al amigo» a propósito de la muerte de Carlos Andrés Pérez. Pero a un líder político como él se le pide que vaya más allá. Algo debía saber Felipe desde el Poder español, a través de sus embajadores, sobre el clima de locura nuevo-rica que se vivió en Venezuela con CAP-1 en tiempos del embargo petrolero árabe. Y de la corrupción desenfrenada ante la cual el líder fallecido poco dijo. Y años después debía tener noticias de que en CAP-2 (segundo mandato) las contradicciones entre sus intenciones renovadoras y un partido corrupto y manejado por los peores, junto a tantas cosas acumuladas en tres décadas de errores gruesos, tenían que culminar como ocurrió, en un fracaso ético que destruyó la institucionalidad democrática. No es mucho pedirle al ex-Jefe de Gobierno de España que haga una reflexión seria, como las que él sabe y puede hacer, sobre el papel instrumental que todas estas omisiones desempeñaron en los acontecimientos que han llevado a Venezuela hacia el abismo actual.

Pero hay más. González narra en su texto cómo CAP lo llevó desde Suiza a España en el avión presidencial venezolano «de contrabando» cuando apenas asomaba la democracia española. No es de extrañar ese gesto generoso, muy venezolano-petrolero, en quien se veía como campeón democrático universal. Pero cabe preguntarse si Felipe ha apoyado con la misma apertura confiada la lucha que libramos por impedir el naufragio de la democracia venezolana a manos del autoritarismo militar. ¿Ha criticado la veneración boba a nuestro Caudillo que prodigó el primer Embajador de Zapatero en Venezuela? ¿La relamida neutralidad  de Moratinos? ¿La obsequiosidad de los dignatarios de allá (hasta del Rey) para proteger la vigencia de contratos? A la España del Poder, obsesionada por preservar el bienestar, poco le importan nuestras contradicciones. Somos un inmaduro pueblo que de algún modo debe, tiene, que pasar por lo que está pasando. Para que aprendamos. Condescendencia.