ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 24 de septiembre 2011

En los tiempos en que estudié arquitectura (mi primer año fue en 1955) abrazar la causa de una arquitectura renovada, continuadora tardía de los impulsos de la primera modernidad, era casi como participar de una ideología y hasta de una militancia de fuerte contenido ético. Los estudiantes de arquitectura podíamos sentirnos parte de un movimiento, una comunidad que en muchas partes del mundo hacía propaganda a favor de un modo de ver la ciudad, con la arquitectura como instrumento de superación social, de acercamiento al arte, de vinculación a la memoria histórica, de ubicación frente a lo que ocurría. Medio siglo después, el estudiante de hoy no creo que tenga esa misma sensación de pertenencia a una suerte de milicia transnacional. Las afinidades ahora tienen mucho menos que ver con principios de orden ético y más con preferencias que exagerando un poco pudiéramos llamar «estéticas», y asumiendo el papel de censor, modas. Pero en mi generación, cuando el sujeto se tomaba las cosas en serio, afirmaba sus puntos de vista con dureza, se hacía excluyente, actuaba siguiendo un guión de rebeldía.

Algunos de nuestros profesores promovían esa actitud. Los había quienes recalcaban la justificación política, pero la mayor parte insistían en sesgos de conducta y nociones culturales que desarrollaban en el estudiante un talante de anunciador de nuevos tiempos que podía ser antipático. Bienvenido sin embargo por parte de gentes mayores con ideales más o menos utópicos. Educadores por ejemplo. O sacerdotes como el que conocí en Chile en 1960, el padre Ernesto Durán, ya fallecido, que decía simpatizar con los «de arquitectura» porque le parecían abiertos al cambio.

Juan Cardón

Aquí en Venezuela, entre el 58 y el sesenta, era el Padre Juan Cardón, belga, también fallecido y fundador de la Parroquia Universitaria de la UCV, un personaje extraordinario que también veía con simpatía la atmósfera de nuestra Facultad. Y a quien invitamos a celebrar una misa donde hay ahora un cafetín, con el altar situado en una especie de concha  acústica de madera de «zapatero» (dura y de color morado) que Villanueva instaló y sigue allí con la esperanza de que el sitio fuese para reuniones informales, sin saber que las cosas irían, como siempre aquí, en dirección distinta a los deseos del arquitecto. Eran tiempos en que un acto así podía enfrentar violencia, burlas o saboteos, pero no pasó nada y sólo se confirmaron las razones del marxismo violento para desacreditar la Facultad, que gustaban llamar Guantánamo.

Cardón nos llevaba a hacer recorridos al barrio donde vivía, en las colinas de El Valle, y la mayoría éramos de arquitectura, preocupados por lo que era necesario hacer en esas zonas que hoy llamamos marginales y en ese entonces comenzaban.

Hasta ahora, en esos cerros donde Cardón nos hacía notar la difícil cara de la miseria, el único verdadero cambio ha sido el de la «solidificación» del barrio, gracias al esfuerzo individual que cambia cartón por madera, madera por bloques, zinc por «platabanda» y así por el estilo. Y han surgido estudiosos, colegas que han hecho de ese fenómeno asunto central de su vida profesional y académica hasta hacerse expertos. De resto todavía se espera un esfuerzo de dignificación que refleje siquiera un poco las expectativas de los adolescentes que  acompañaban a este cura nacido lejos, capaz de encarnar motivaciones y razones para crear una conciencia.

Mirada Ideológica

A gentes formadas así, deseosas de abrir nuevas vías a una profesión que apenas conocían, en sintonía con preocupaciones que nuestro cambio político de 1958 atizaba y conectaba con la tensa atmósfera universal de esa época, no podían ver con simpatía los valores tradicionales de la arquitectura histórica. Esa mirada hacia un pasado del cual era necesario aprender, podía ser pretenciosa, insolente y hasta ignorante, como toda mirada demasiado ideologizada.

En lo personal digo un tanto avergonzado que yo veía a la Catedral de San Pedro, por ejemplo, como muestra de una visión contaminada de los valores del cristianismo, cerrándome a mucho de lo imperecedero que hay en ella y su historia. Y en mi primer viaje a Italia en 1959, aún estudiante, la grandiosidad del prodigioso templo me despertaba una antipatía casi insuperable. El exceso (de tamaño, de profusión decorativa, de doradinas, de deseos de impresionar) me impedía ver con frescura (no siempre hay frescura en el joven) la maravillosa cúpula o la contención de la primera planta de Miguel Angel. Y el desfile ansioso frente a La Pietá me parecía un convencionalismo turístico. Asociaba el brillo renacentista a jerarquías palaciegas o eclesiásticas que sólo podía olvidar en la contemplación de las obras maestras que avasallan hasta aplastar toda defensa.

En cambio, el gótico en su búsqueda de liviandad, cuyas mejores versiones refutaban la necesidad del ornamento superpuesto, del refinamiento en segunda etapa que los manifiestos arquitectónicos tanto condenaban, era para nosotros una referencia de primer orden. Desarrollo superior de la maravillosa austeridad románica que era posible ver como enseñanza de vida, como muestra de un modo de hacer. En un diálogo que Paul Claudel incluyó en su obra teatral «La Anunciacíón hecha a María», se resumía esa especial relación entre las medidas del hombre y el modo de construir que uno admiraba. Y es que Claudel también era parte de esa búsqueda hacia las verdades humanas más esenciales que la modernidad quiso convertir en estandarte. Lo «moderno» tenía una condición auroral, no cabe duda. Hoy semi-olvidada, para, como tantas cosas, aspirar a ser redescubierta ante el agotamiento de la desmesura, el espectáculo y el cinismo.