ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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A las personas suscritas a este blog les debo una explicación. Estuve en efecto en receso un tiempo bastante largo, algo más de ocho meses. Las razones fueron tres: una la de separarme un tanto de la necesidad de escribir impuesta por la periodicidad que por un tiempo se me hizo problemática en medio de mi supervivencia como arquitecto; otra la de resolver un temita de salud, menor pero fuerte, la dificultad para caminar tranquilamente que me imponía mi rodilla izquierda; y finalmente responder a la pregunta (que me asediaba) acerca de la pertinencia de este ejercicio semanal de comunicación.

La última razón fue la que más persistió en las semanas recientes, porque el escribir es un ejercicio que parece carecer de sentido si uno no se sabe conectado de alguna forma con posibles lectores. Y la verdad es que en la situación venezolana da a veces la impresión de que a nadie le importa el discurrir sobre otra cosa distinta al deseo de superar la crisis política que estamos viviendo. Un asunto que me lleva a un cuento de Kafka del cual tomé un fragmento como epígrafe para un texto que presenté en Galicia, hace muchos años, en un coloquio al cual fui invitado. Se trata de un jinete cuyo angustioso galope es interrumpido por guardias que le interrogan ¿qué pretende el señor? – salir de aquí, responde – ¿y cual es su meta? – salir de aquí, esa es mi meta.

Y esa es también nuestra realidad. A los venezolanos pareciera que lo único que nos importa es salir de este atolladero político que nos agobia. Que cuando atañe al Poder en un país donde el Estado resume todo el Poder, como corresponde a un Petroestado, el atolladero se traslada a todos los ámbitos, lo afecta todo. Así que nos ocupamos esencialmente en «salir de aquí» como en la historia de Kafka, con lo cual se me reafirmaba la idea de que no valía la pena hacer reflexiones sobre temas que parecen preocupar sólo a una minúscula minoría oculta detrás de la cortina de artículos de prensa, alegatos públicos, entrevistas, análisis, conversaciones y chismes que sólo se ocupan de esa meta.

Pero supe, directa o indirectamente, lo que pensaban sobre esto de escribir que, repito, me asediaba, un puñado de generosos lectores, no siempre cercanos. Y creo haber entendido que escribir sin aspirar a convertir ese ejercicio en nada parecido a un modo de vida, buscando más bien comunicar el «sesgo» personal de un arquitecto inmerso en un medio difícil, sito en un lugar del mundo que modela una específica manera de ver las cosas, puede ser necesario para cumplir el mandato de nadie en particular pero que a muchos nos subyuga, que es el de dar testimonio, decir una palabra que estimule el pensar, como decía uno de mis santos privados.

Por eso aquí estoy de nuevo. Y me doy cuenta, a medida que se van perfilando los temas que iré tratando, que de todos modos la obsesión por alcanzar un nivel político en el que el debate pueda aunque sea rozar a quienes toman decisiones, lo que no es otra cosa que ejercicio democrático, tiene todo el sentido del mundo en sociedades como la nuestra y en cualquier sociedad que luche por lograr una mayor lucidez en los modos de proceder colectivos. Termino así entendiendo mejor que superar el cerco, el «salir» como meta, es un asunto esencial para nosotros los arquitectos. Que no podemos separarnos nunca del tema de Poder y sus repercusiones.

SOBERBIA
Oscar Tenreiro / 30 de junio 2012

Pensaba que había pecados peores cuando leí de niño que había sido la soberbia lo que llevó al ángel al abismo. Pero ahora con la edad entiendo mejor el papel envilecedor de esta debilidad humana, uno de los siete pecados capitales según la tradición católica.

La soberbia es el rasgo distintivo de los poderosos cuando se hacen adoradores de sí mismos. Eso ocurre en el mundo político con el autócrata y en el mundo económico cuando se hace del dinero un ídolo. Pero no es posible arrojar la primera piedra. Todos podemos ser seducidos como lo fue el Ángel Caído.
El arquitecto por ejemplo, en virtud de la naturaleza de su disciplina, que le permite seguir impulsos íntimos que podrían responder a desequilibrios de su mundo psíquico, es particularmente vulnerable. Y hay que agregar que la arquitectura ha sido modo de expresión de un Poder no siempre asociado a las mejores cosas. Los emperadores, justos o injustos, los dueños de las riquezas, siempre han visto en la arquitectura un modo privilegiado para dejar su huella en los tiempos. Y hasta para causar ciertos efectos. Impresiona por ejemplo leer el testimonio de Albert Speer (1905-1981) sobre la Cancillería del Reich, cuyos enormes pórticos y pasillos se prolongaban entre mármoles y desproporciones para que el dignatario extranjero se sintiese pequeño cuando llegara por fin a las estancias del Führer.

La arrogancia es una manifestación de la soberbia. En las empresas arquitectónicas de los últimos años originadas en la opulencia de promotores y financistas sumados a ejecutores seducidos por los brillos del espectáculo y la tontería periodística de «poner en el mapa» alguna ciudad, o hacer trascender el nombre de alguien, ha habido mucho de este perverso ingrediente.

Crisis y Arquitectura
Se ha dicho bastante que la actual crisis económica de los países ricos es consecuencia de que el mundo financiero, ensoberbecido, se creyó por encima del bien y del mal. Y como en el mundo del pensamiento es donde primero se detectan los síntomas de lo que caracterizará un tiempo histórico, no parece insensato decir que el «todo vale» posmodernista de la década de los setenta del pasado siglo permitía suponer que, siguiendo ese mismo desdén hacia todo fundamento ético, tomaría forma la fiesta irresponsable de los altos mundos de las finanzas dos décadas después. En el mundo de la Arquitectura, el rechazo a los postulados de la primera modernidad, marcados por la búsqueda de un modo de proceder disciplinario que hacía un llamado militante a un sistema de valores, permitía suponer que vendrían tiempos de revancha para un modo de ver la arquitectura en el que lo fundamental sería la representación del Poder, aunque no se pudiese entonces predecir el enorme espacio que ocuparía el Poder Mediático, decisivo para orientar las preferencias de las sociedades más evolucionadas.

Los petroestados han proporcionado al mundo abundantes muestras de la soberbia estimulada por el dinero sobrante asociada a la que ha marcado la ansiedad de sus gobernantes por ofrecer espectacularidad arquitectónica al mundo. El rascacielos Burj Khalifa, en Dubai, de más de ochocientos metros de altura, es la más notoria entre muchas de las muestras del viejísimo pecado, casi todas (hay excepciones) de un absurdo y artificialidad que por supuesto ha hecho que su realización esté respaldada por varios arquitectos del espectáculo.

Y aquí también
Y nuestro petroestado, no ha tardado en sumar la arquitectura al arsenal de manifestaciones de soberbia que lo han caracterizado: allí junto a nuestro modestísimo «Panteón Nacional» pequeña iglesia reconstruida dos veces, la última a comienzos del siglo pasado, modesta, casi humilde, un poco caricaturesca como corresponde a los tiempos en que se edificó, se yergue esplendoroso y apabullante, aún no concluido pero ya cerrado y acabado externamente, el nuevo Mausoleo del Libertador.

Muy bien construido, con materiales impecables, cerámica y acero «corten», muestra de un oficio que no dudamos manejan sus arquitectos cuyos nombres son todavía semi-desconocidos. Se aprecia la enorme masa, límpida y seductora en sí misma, pero desmesurada y absurda, ajena al contexto, poseída del mismo pecado del sistema político que le dio origen.

Destinada a perdurar sin embargo. Pese a todo lo que digamos ahora apasionadamente en favor o en contra, la desmesura quedará allí por muchos años y será fotografiada y comentada. O celebrada incluso, tal como se celebran tantas cosas que se alejan espiritualmente de nosotros. Gran paradoja de la arquitectura que se hace monumento como ocurre con el Memorial que Mussolini ordenó construir a Vittorio Emanuele en Roma, ciudad que confiere eternidad a lo que en ella se construye. Aunque se trate de un horrendo ejercicio de repostería que tendría que avergonzar a la cultura italiana.

Por eso es que no vale la pena decir demasiadas cosas.
Me resta recomendarle a los autores, cuando por fin sean revelados, lo que me hacía notar un arquitecto gallego cuyo discurso de entonces se me pierde en el recuerdo, al mostrarme las imágenes de Santa Comba de Bande, en Orense, una minúscula iglesia románica llamada la «joya visigoda de Galicia» que escasamente supera los cien metros cuadrados. Insistía ese arquitecto en que la monumentalidad no está en el tamaño sino en las proporciones, en el espíritu de una arquitectura. Una lección que atesoro y que se me convirtió en permanente referencia.

Porque no era necesario tanto despliegue, tanta altura, tanto cliché formal. Lo que se necesitaba era un mínimo de humildad. Conectarse con lo que el viejo Panteón tenía que decirnos a los de hoy. Y guardar distancia (¡qué difícil es!) de los delirios megalomaníacos.