Estamos en los días santos, aunque en un país como Venezuela las manifestaciones externas de esa santidad no se vean por ninguna parte, fuera de las iglesias, sus alrededores y las rutas de las procesiones. O tal vez se ve, siempre que uno piense que el deseo general de salir a las playas y a disfrutar de la naturaleza, junto con la ansiedad por estar junto a parientes y amigos durante unos días de ocio, es en fin de cuentas un modo de homenajear a quien creó todas las cosas.
Son tiempos en los que la cultura cristiana propone una reflexión sobre lo que ocurrió antes y después del fin de la vida terrenal de quien fue su iniciador. Se rememora el sufrimiento que conduce al aparente y duro final de la crucifixión, superado o trascendido por quienes han creído y creen en una Resurrección.
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Una de las cosas fundamentales que trae el recordar lo que sucedió históricamente con la Crucifixión, se tenga Fe o no en la vida eterna, es la dimensión del drama de enfrentarse a la muerte. Del miedo, de la duda, de la pequeñez del ser humano ante lo inevitable. También de la paradoja del Rey sufriente e implorante, humillado y abandonado. Nada hay en los relatos evangélicos que sugiera un triunfo o invite a la celebración. Y menos aún de que el tránsito hacia el final puede ser superado y transformado a base de simple voluntad de vivir.
Contrasta ese mensaje con la idea muy en boga en el mundo occidental (¿cristiano?), extendida por todos los medios y todos los niveles en esa búsqueda permanente de la banalidad, de que al enfermo se le propone una lucha con la enfermedad. Es un lugar común, uno más de los que se han extendido en ese constante torneo de vanidad que caracteriza lo que desde los medios nos llega a todos en forma constante. A eso responde Christopher Hitchens, sobre quien hago hoy algunos comentarios, con una de las pocas frases felices de su libro póstumo: «No lucho ni combato contra el cáncer: el lucha contra mi»
MORTALIDAD
Oscar Tenreiro
(Pudo haber sido publicado -si hubiera habido edición- en el diario TalCual de Caracas, el Sábado (de Gloria), 30 de Marzo de 2013)
En mi última visita a una librería tropiezo con un librito, «Mortalidad» firmado por Christopher Hitchens. Leer la solapa me informa del tema: el autor escribe sobre sus últimos días de vida aquejado por un cáncer de esófago y sus secuelas que termina con su vida a los 62 años en Diciembre de 2011.
Después me entero del éxito de Hitchens como periodista, polemista y escritor (una veintena de libros muy leídos) en el mundo anglosajón. Nacido en Inglaterra se hace ciudadano americano y escribe hasta poco tiempo antes de su muerte en Vanity Fair, revista de edición mensual muy leída por el mundo liberal americano. Hizo de su ateísmo militante una referencia, lo cual junto a su posición política muy crítica dentro de la izquierda contestataria le dio gran notoriedad.
Lo que me movió a la lectura nada tuvo que ver con el prestigio del autor sino con ese poco común esfuerzo de hacer de los días postreros un tiempo de reflexión ajeno a cualquier sentimentalismo o consuelo religioso. Me embarco en la lectura (no llega a cien páginas de pequeño formato) y salgo de ella con una impresión ambivalente.
Relata con agudeza y desparpajo su paso del mundo de los sanos al de los enfermos de cáncer que llama irónicamente Villa Tumor, respecto a quienes, en esa misma clave irónica, dice sentirse superior debido a la gravedad de su diagnóstico. Y habla de las distintas etapas del tratamiento que lo va consumiendo físicamente, apoderándose ávida e inexorablemente de su masa muscular (y no de su tejido adiposo, hace notar con humor). Sufre por supuesto y mucho. Es un sufrimiento que quiere ser trasmitido haciendo gala de estoicismo, casi de indiferencia, la frialdad de un observador no comprometido. Frialdad o distancia que termina resultando, me parece, tan ajeno a la realidad personal del sufriente como cualquier arranque cargado de auto-compasión. Hitchens se esfuerza por vivir hasta el final con la perspectiva que le da su ateísmo, cuya insistente militancia termina acercando su actitud a la de quien quiere convertir su religión en pedagogía hacia afuera. Se tocan de nuevo los extremos.
II
Era casi inevitable que el libro me llevara hacia nuestra reciente experiencia venezolana. La de ver a un hombre aparentar que la enfermedad terminal no podía apartarlo de la tarea superior que creía haber recibido de la historia. Su discrecional uso del Poder y las aclamaciones que inflaron su visión de sí mismo, que le confirieron la máscara arrogante, desafiante, que lo caracterizaba, le exigían reaccionar a la amenaza de la enfermedad como un luchador invencible.
Esa postura y la del escritor exitoso que también responde a una exigencia del mundo mediático en el que se movía, la de mantener el glamour irónicamente evocado por el nombre de la revista de la que era columnista, Feria de Vanidades, son claramente análogas. Ambos se sienten obligados a superar el lógico desasosiego de quien ve su vida amenazada, arropándose, uno por la objetividad intelectual y el otro del papel de aspirante a héroe, a ser parte de un mito que se esforzó en fabricar y que sus seguidores cultivan como sostén de sus privilegios. Y ambos olvidan, como decía Wittgenstein, que la muerte no es un acontecimiento de la vida. La muerte no se vive. Y que por ello mismo es y será siempre un misterio.
En ambos casos hay pérdida de humanidad. El que pretende ser ejemplo, precisamente por pretenderlo en una situación límite, se convierte en caricatura, se entrega a su máscara, se aleja de nosotros y se revela incapaz de comprender el miedo al sufrimiento, a la derrota del cuerpo, reconocimiento esencial de las limitaciones de ser hombre, expresada en la frase que por estos días se repite: aparta de mí este cáliz.
III
Y cuando, en el caso del aspirante a héroe que reinó aquí, la muerte termina diciendo su palabra, siguen oficiando quienes se empeñan en utilizarla para su provecho siguiendo el guión de los tiempos de enfermedad y agonía que la convirtieron en un nuevo espectáculo de la galería de adefesios del autoritarismo. Resaltan entonces las verdaderas dimensiones del teatro montado sobre los últimos tiempos de la vida de un hombre. Si él fue responsable directo de la primera parte del engaño, la que ocultó razones, orígenes, circunstancias en nombre de la imagen de omnipotencia que quería trasmitir engañándose a sí mismo y engañando a los demás, no tiene por qué seguir siendo así cuando el protagonista se ha ausentado definitivamente.
Encubrir hasta hacerlo irreconocible el mensaje humano de la enfermedad y su sufrimiento como anuncio del misterio de la muerte revela en toda su dimensión perversa el ejemplo de pedagogía negativa que se escenificó para el pueblo venezolano. En lugar de acercar a quienes sentían una ansiedad genuina por el destino de quien se había hecho parte de sus afectos, de ayudarlos a abrirse a las verdades de la existencia humana, se los manipuló en busca de la creación del mito. Un mito fundado en el engaño y la simulación. Ajeno al dolor que tiene que haber sido parte de los últimos días de quien se ausentó definitivamente. Escandaliza incluso que la familia se haya prestado a ese juego. Tal ha sido el alcance de todos estos años de espejismo.
Es esa una reflexión esencial para todos nosotros en este momento en el que nos enfrentamos a un escalón más en nuestro proceso de avance hacia un futuro más auténtico. En el cual tenga presencia abierta la aceptación de nuestras limitaciones. Se trata de rescatar la transparencia como valor colectivo, de dejar atrás la noción de que el poderoso puede manipular sin consecuencias.
Vuelvo a quienes he llamado gente genuina ¿No perciben que se acabó las embriaguez? ¿No se dan cuenta que hay algo que terminó y se ha convertido en alimento de advenedizos y mediocres? Mediocres, sí, aunque les horrorice serlo.