ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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En Venezuela hay elecciones este Domingo y desde hoy sábado no es posible tocar el tema electoral en ningún medio público. Eso me dio la oportunidad de que la nota que hoy se publica en TalCual se refiera a cuestiones más universales sugeridas desde la lectura de ese libro esencial para nuestra cultura occidental, quiérase o no aceptarlo, que es la Biblia. Aunque aprovecho por supuesto, como es siempre mi preocupación, de conectar esas cuestiones con nuestra realidad inmediata.

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Mi cuñada me invita a asistir en Semana Santa a la ceremonia del fuego pascual, la noche del Sábado de Gloria. Venzo la resistencia inducida por mi estado de ánimo actual respecto a las prácticas religiosas y acepto ir porque siempre he guardado en mi recuerdo la vez en la que el cura Juan Cardón, belga que se acababa de encargar de la recién fundada Parroquia Universitaria en 1958, cuya sede funcionaba en una capilla provisional en plena Plaza Venezuela, la había escenificado para un grupo de estudiantes entre los que me encontraba una noche de 1959. Tiempo después, siguiendo también las trazas de ese recuerdo asistí a la misma ceremonia en la Abadía Benedictina de Getsemaní donde estuvo como monje Thomas Merton (1915-1968), cercana a Lexington, Kentucky, EUA, donde me encontraba como profesor invitado del College of Architecture. Estaba solo y había manejado durante más de una hora desde el poco atractivo apartamento donde vivía en Lexington para llegar allá. Antes de la ceremonia trataba de imponerme a la soledad, esa especie de ángel caído que vuela por casi todos los rincones de los Estados Unidos de América, escribiendo algunas cosas en una pequeña libreta que no conservo, o hablando conmigo mismo. Porque siempre me ha sido difícil estar solo y en ese momento me hacía mucha falta mi familia, mi mujer, mis hijos, mi ambiente, casi todo lo que estaba lejano. Poco tengo memoria de los momentos en que me ha aprisionado la soledad, y ese fue uno de ellos. Pese a eso, la ceremonia no estuvo mal aunque la Abadía con tan hermoso nombre es un edificio sin interés alguno, asunto difícil de pasar por alto para un arquitecto.

Así que la escenificación del fuego que Cardón (así lo llamábamos, sólo por su apellido) preparó y dirigió esa medianoche ha quedado en mi memoria como una vivencia ejemplar, y ello sin duda gracias al entusiasmo y la energía que parecía a veces inagotable de aquel cura venido a estos países a realizar en nuestro trópico incoherente y contradictorio su vocación de hombre.

Acepté pues la invitación y allí fuimos mi mujer, mi hijo menor y yo a la ceremonia de Semana Santa. Seguí pacientemente su desarrollo, interrumpido varias veces con esa musiquita cuyas melodías provienen sin duda del sur de América, ejecutadas con guitarra y cantadas de un modo generalmente desafinado, que me resultan insoportables y me hacen lamentar el populismo eclesiástico con la misma insistencia con la que rechazo el populismo político. Pero me hice de paciencia y pude llegar sin demasiada cara de fastidio hasta el final.

Y he aquí que ocurrió lo que dice con frecuencia la gente muy creyente: en las lecturas siempre hay algo que tiene que ver contigo. Entre musiquita insoportable y una homilía sin pena ni gloria, se filtraron pues los relatos bíblicos con su carga de sugerencias que me llevaron hacia el Génesis.

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Repentinamente alguien dice algo, se posa la vista fugazmente en una línea impresa, se impone una imagen sobre otra, y uno es conducido a una especie de nuevo capítulo, se abre un espacio, se presenta lo que no es nuevo como enteramente nuevo. En música ocurre mucho: has oído la misma pieza una y otra vez cuando, repentinamente, hay un pasaje que oyes por primera vez.

Esas cosas deben tener muchas explicaciones y la religiosa es una de ellas. Por razones que me es largo explicar, he creído durante toda mi vida que descubrimientos así (que son más bien redescubrimientos) se producen porque debe ser así. Le asigno pues al hecho un contenido, digamos, sobrenatural, con lo cual puede ser que me conecte con perspectivas que no quiero llamar supersticiosas sino más bien cuasi-religiosas, que circulan por el mundo y hoy en día se han hecho bastante populares. Soy pues lo que algunos llaman «providencialista», creo (¿o creo que creo?) que nuestra vida transcurre siguiendo un Plan y que las cosas que nos van ocurriendo son incidencias en sintonía con él. Es como si dijéramos «nací por algo y voy viviendo de este modo también por algo». Es el último espacio donde me queda una Fe bastante intacta.

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Es suficientemente sabido que Le Corbusier no era un hombre religioso. Pero como dueño de una cultura profunda se conectaba respetuosamente con las múltiples manifestaciones humanas. Aparte de eso, en el espacio cultural francés, gracias a la larga tradición laica de ese país y a su historia republicana, es imprescindible situarse en el mundo intelectual abriéndose al intercambio y dejando atrás los prejuicios. Entre ellos los religiosos, por lo cual ha sido tradicional que los intelectuales franceses católicos o de otras religiones sean aceptados como interlocutores válidos sin las aprensiones propias de ambientes menos universales.

En relación a su experiencia de Ronchamp, Corbu no se refirió nunca a la cuestión de su fe personal sino a lo que es realmente imprescindible para cualquier hombre de cultura y más aún para un arquitecto que debe diseñar y construir un templo: tener un sentido de lo sagrado («sens du sacré») lo cual él evidentemente tenía. Es esa apertura facilitada por el espesor de su visión del mundo lo que le permitió cultivar una relación muy especial con el Padre Couturier, cuando se trató de construir La Tourette, y fue garantía de su larga amistad con Claudius Petit quien era católico, si no practicante riguroso, al menos sólido y consecuente, tal como lo testimonia su hijo Dominique, gran promotor de la terminación de la Iglesia de Firminy y más recientemente de las adiciones de Renzo Piano a la colina de Ronchamp.

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Mi hermano Jesús Tenreiro (1936-2007) mencionaba con muchísima frecuencia lo del «plato de lentejas». Supongo, no lo sé, que él conocía que el dicho tenía que ver con la historia de Jacob, pero en todo caso era uno de sus preferidos, seguramente porque, como digo en la nota de hoy, ese asunto de venderse por migajas más o menos grandes se ha hecho muy popular en la Venezuela de estos días. Y está muy a la mano entre arquitectos.

A nuestro plato de lentejas lo pueden componer ingredientes bastante diversos. La posibilidad de construir es uno de los principales. Y no puede ser la misma para un exitoso con centenares de empleados que defiende un «flujo de trabajo» y se hace adicto a las lentejas chinas, que para la mayoría de los colegas que sólo desean realizar un modesto sueño. Pero las tentaciones nunca van hacia lo modesto, si no, no serían tentaciones. En el caso de un régimen autoritario-totalitario como el nuestro las dispensaba el Ausente. Y condimentaba sus lentejas con el supremo Poder de, en un país bañado de dinero petrolero, no rendir cuentas sino a los amigos. El requisito principal para entregar el plato era presumir de revolucionario (con disfraz rojo incluido), ser incondicional y ejercitar una muy activa adulación. Pero como aquí se han dado los extremos más insólitos, un alto funcionario de muy buen nivel de lentejas llega hasta tomarse fotos para consumo de su público electrónico en pose de luchador (o de Modulor con el puño cerrado) junto a dos enormes imágenes del Ausente y Simón Bolívar, a quienes califica en la leyenda explicativa del happening como «los dos libertadores». Máxima cursilería si no fuese una muestra más de que al renunciar a la dignidad la racionalidad pierde el rumbo.

Llegará el Domingo y veremos.

LECTURAS BÍBLICAS
(Publlcado en el diario TalCual de Caracas el 13 de Abril de 2013)
Oscar Tenreiro

LECTURAS BÍBLICAS
Dijo Dios: «Júntense las aguas de debajo de los cielos en un solo lugar y aparezca el suelo seco.» Y así fue. La tierra produjo pasto y hierbas que dan semillas y árboles frutales que dan fruto con su semilla adentro según la especie de cada uno. Y vio Dios que esto era bueno. (Génesis (1,9).

Hace poco oí ese pasaje del Antiguo Testamento en un ritual de Semana Santa. Ese muy repetido relato sagrado sobre la creación del mundo, abre mucho espacio para pensar, no ya en el sentido religioso sino en el que atañe por igual a creyentes y no creyentes sobre el obrar humano. Hay una muy evidente, el misterio del descanso de Dios, que se aplica a las dificultades de actuar y está en el origen del conocido adagio Dios no creó al mundo en un día. Pero esta vez la frase final, Dios reflexionando sobre su impulso, quedó en mi memoria dándome vueltas. Pensaba que más allá de todas las interpretaciones basadas en un saber teológico había allí un mensaje extraordinario sobre la creación, sobre la tarea de dar forma a una obra, sobre el proceso que se sigue antes de llegar al resultado. Al nivel que sea, desde lo más sencillo a lo más lleno de dificultades.

Encuentro allí una luz inesperada sobre el complejo proceso de dar forma a una tarea personal, a un aporte singular. A lo que llamamos pomposamente crear y que a todos en algún momento se nos exige.

Cualquier persona en el modestísimo ámbito de sus deseos de hacer, puede darle paso a una intuición que le propone un gesto, que alimenta un impulso que sin embargo necesita ser considerado después. Lo hecho habla a quien lo hace y le pide un nuevo juicio, le exige decidir si el impulso fue bueno. Lo que nace de un gesto, de un arranque, de una decisión alimentada por la intuición o la reflexión, se muestra para un nuevo examen. Es precisamente de eso de lo que hablan todos los artistas cuando dicen que la obra les habla. Se toma una decisión general, amplia, fundamental. Se quiere que aparezca el suelo seco pero después se hace un alto para ver si eso era bueno.

Jacob y el Ángel
Nunca han dejado de ser los textos sagrados estímulos del pensar. Están sin duda entre las raíces culturales de Occidente y no puede prescindirse de ellos en la búsqueda de profundidad.

Hace años me impresionaron dos alusiones de Le Corbusier a pasajes bíblicos en el texto que escribió poco antes de su muerte, publicado como un Testamento.

Después de comenzar diciendo «Tengo 77 años y mi moral puede resumirse en esto: en la vida es necesario hacer», frase que recuerda la enseñanza que he citado varias veces del psicólogo cubano-venezolano Rafael López Pedraza sobre el hacer como instinto humano, escribe un poco más adelante: «en fin de cuentas es este el debate: el hombre sólo frente a sí mismo, la lucha de Jacob y el Ángel en el interior del hombre…»

Se refiere al relato, también del Génesis, de la lucha de Jacob con Dios (21-30), representado como un Ángel en la iconografía de los siglos. Es una lucha, un forcejeo, y dura hasta el amanecer quedando Jacob cojo a consecuencias de un golpe en la ingle. Corbu dice que es una lucha «en el interior del hombre», podría uno decir también que es el esfuerzo del hombre para decir su palabra en la marcha general de las cosas, la Providencia. Lucha con lo que se presenta inmenso, lo que es más fuerte que nosotros. Después de la cual, como a Jacob, nos es concedido el sosiego: la bendición en el texto bíblico.

Toda vida es lucha decía en una conferencia José Luis Vethencourt (1924-2008), venezolano sabio. Una lucha que termina siendo el sentido más profundo de nuestro estar en el mundo porque se trata de construirnos en disputa con lo que parece superarnos. Un forcejeo en el cual puedes salir herido.

Más adelante regresa Corbusier al mundo bíblico refiriéndose al Apocalipsis (8.1) y escribe: «al encontrarme solo. pensé en esta frase admirable del Apocalipsis: «se hizo un silencio en el cielo como de media hora» …. «Si, nada es trasmisible sino el pensamiento». Entre las dos frases hay como un hiato, como si se tratase de una alusión al silencio de Dios, a esa constante contradicción entre nuestras expectativas y la realidad, que termina resolviéndose con lo que está a nuestro alcance, con lo que tenemos en nuestras manos: sólo podemos trasmitir lo que pensamos. Lo demás sólo se muestra.

Un plato de lentejas.
Y el paseo bíblico nos fue llevando en el mismo libro del Génesis hasta este pasaje (25,29): «Cierta vez estaba Jacob cocinando cuando su hermano llegó del campo muy agotado pidiéndole del guiso rojizo que preparaba pues venía hambriento…Jacob le respondió: «Véndeme ahora mismo tus derechos de primogénito» Esaú le respondió: «Estoy muriéndome de hambre, ¿qué me importan mis derechos de primogénito? Jacob insistió: «Júramelo ahora mismo» Este lo juró vendiéndole sus derechos. Jacob entonces dio a su hermano pan y un plato de lentejas. Este comió y bebió y luego se marchó. No hizo mayor caso de sus derechos de primogénito».

Ese es el antiquísimo origen de otro adagio mil veces repetido: venderse por un plato de lentejas.

Y es que la primogenitura era un valor extraordinario en el mundo judío, una concesión superior, una distinción. Deshacerse de ella para simplemente saciar el hambre para vender por muy poco lo que nos distingue como seres humanos, deshacerse de lo que nos hace únicos. Perder la soberanía sobre sí mismo. Esa venta tiene rango de tentación primordial, por algo pertenece al libro del Génesis. Tentación que nos asalta a todos en algún momento y sólo nos permite resistir a ella el valor que le demos a nuestra dignidad.
Se han ofrecido muchos platos de lentejas en la Venezuela de estos años. Y han saciado su hambre quienes creíamos capaces de resistir: uno se engaña con frecuencia.
Pero no dejamos de creer que siempre sigue amaneciendo.

La lucha de Jacob y el Ángel, de Alexandre Louis Leloir (1843-1884)

La lucha de Jacob y el Ángel, de Alexandre Louis Leloir (1843-1884)