Se acentúa con la muerte de Gustavo Legórburu (1930) ese proceso inexorable, si no de olvido, sí de alejamiento, de distancia, de un momento generacional de la arquitectura venezolana que no dudo en calificar de excepcional. El que le correspondió vivir a quienes iniciaron su vida profesional en los primeros años de la década de los cincuenta del siglo pasado, casi todos discípulos directos o indirectos de Carlos Raúl Villanueva, pero también en grado menor pero como consecuencia de su febril actividad de constructores, de Tomás Sanabria, José Miguel Galia, Guido Bermúdez o Julián Ferris, nacidos justamente en la década anterior.
Y digo lo de excepcional porque, si me guío por la impresión que me causaban sus realizaciones en tiempos de mis estudios, los caracterizaba un talento que es necesario calificar como desbordante. Talento que además pudo expresarse en un momento venezolano de extremo dinamismo en el que construir la arquitectura parecía un asunto absolutamente natural como final obligado de todo intento, de toda promesa, expresada desde las primeras líneas sobre el papel. Una situación radicalmente diferente de la que venimos viviendo desde hace ya varias décadas y que en conversación entre amigos hace unos días calificábamos como de carencia de opciones, de puertas casi cerradas que sólo dejan pasar por sus rendijas al oportunismo o las buenas relaciones.
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Si a los amigos extranjeros yo tuviera que explicarles hoy la arquitectura venezolana de esos tiempos (primerísimos sesenta del siglo veinte) sin usar palabras, les mostraría a Gustavo Legórburu trabajando en su oficina del edificio Mata de Coco, en Chacao, Caracas, proyecto de Tomás Sanabria, la cual menciono en la nota de hoy y que también era una especie de sitio de encuentros de gente más bien disímil salida por esos mismos años de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela. Les diría que presten atención a las conversaciones, que notaran el ambiente dinámico, abierto, un tanto confuso, una mezcla de juventud con deseos de hacer cosas y ninguna aparente preocupación por el peso de las circunstancias, salvo las que se referían al trabajo que cada quien había decidido hacer. Les haría notar que las referencias digamos intelectuales que podían citarse en las conversaciones sobre lo que debía hacerse o lo que hacían otros eran mínimas y se daban por sabidas, es decir, no se mencionaban hasta el punto de que parecía que estaban allí mismo o muy cerca, en lo más inmediato, que incluía un conocimiento demasiado leve de lo que se hacía afuera, en otras latitudes. Auto-referenciada sería la palabra adecuada para esa «atmósfera» que resulta excesivo llamar intelectual. Y por supuesto destacaría que todos confiábamos en que construir era asunto de todos los días, que nos tocaría el turno en cualquier momento. Un ambiente «light» sin duda alguna. Completamente distinto al que en los años inmediatamente anteriores había podido calibrar en un viaje a Chile y Argentina, como estudiante deseoso de conocer.
Era una liviandad que desesperaba un poco, por ejemplo, a mi hermano Jesús, cuatro años mayor que yo y muy motivado por la lectura, por la reflexión, por la discusión de asuntos que en general le parecían demasiado graves a la fauna de Mata de Coco. En ese ambiente parecía que lo único importante, lo decisivo, era el talento, la destreza, la capacidad de proponer cosas suficientemente atractivas. Si exagero y altero un poco las cosas tal vez podríamos hablar de un talante festivo, muy actualizado, que pasaba por alto cualquier lectura un poco más pausada sobre antecedentes más remotos, más ilustrados, más alimentados de pasado. Un ambiente «moderno» sería una manera de adjetivarlo, de calificarlo, en el sentido que le asignamos a la palabra los arquitectos.
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Veo a Gustavo en el recuerdo, parte importante de esa especie de modernidad tropical, sentado frente a uno de esos hermosos escritorios-mesas de dibujo que Cornelius Zitman diseñó para la empresa venezolana de muebles Tecoteca (desaparecida con el inicio de la democracia post-pérezjimenista) en su cubículo, siempre sonriente, con lápiz y marcadores a la mano, trazando sobre papel de croquis la planta de una casa de las muchas que construyó en sus años iniciales, mientras conversaba con un amigo que lo visitaba. Yo seguía de lejos el modo de manejar el lápiz, o la pluma, con seguridad, precisos noventa grados, usando el escalímetro sólo ocasionalmente. Avanzaba así la definición del proyecto que tenía entre manos, con naturalidad, atributo de todo lo que hacía. Y apenas unos meses después le decían a uno: Gustavo terminó una casa en tal parte y allí iba a uno a verla, así por encima, sin detallar mucho, tal como era el talante de esos años venezolanos: vivir, hacer, compartir, echar hacia un adelante impreciso pero positivo.
Yo no fui muy cercano a él, pero su presencia era clara en esos años tempranos. Estaba allí y llenaba un espacio. Y no sólo como arquitecto muy activo sino porque era de los pocos que no tenían problemas en un tiempo de mucha controversia política y con muchísima presencia de prejuicios venidos del populismo marxista, en identificarse como cristiano y acercarse a nosotros, más jóvenes, a tratar de iniciarnos en temas de la filosofía que según se decía le interesaban especialmente.
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Ya desde hace un buen número de años, he pensado que Legórburu es un arquitecto cuyas realizaciones merecían atención y comentarios. Fui instrumental en pedirle a Rosángela Yajure, de origen larense, que escribiera las notas sobre el Politécnico de Barquisimeto que aparecieron en mi página del Diario de Caracas en fecha que en este momento se me escapa. Me impresionó mucho ver que en la entrevista en video que reseño en la nota de TalCual de hoy, Gustavo se haya referido a la nota de Rosángela como una referencia importante sobre su obra. Y me impresiona porque revela cuán necesitados estamos en un medio como el nuestro de que lo que hacemos los arquitectos sea considerado con un mínimo de seriedad, de apego, concediéndole el peso de un testimonio.
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Él era muy amigo de Américo Faillace, su condiscípulo y además compañero de trabajo, y con Américo siempre me ha unido una cercanía cuyo origen se me hace difícil señalar. Tal vez porque estuve junto a él, en el Taller que dirigía, como novel profesor en la Facultad, tal vez por su simpatía, no lo sé bien. Pero de lo dicho puede deducirse ya con cierta claridad que «Américo y Gustavo» eran referencias ineludibles en el pequeño mundo de 1955 al 57, en mis primeros años de estudiante. Tan es así que estuve bastante consciente de la Tesis de Grado que hicieron juntos, un Centro Penitenciario que entregaron en algún momento de 1957, y a cuya discusión asistí porque era pública, presentada en reproducciones fotográficas impecables montadas en pequeños paneles haciéndose merecedora de una nota sobresaliente para después convertirse en fundamento para la cárcel de La Pica que el Estado construyó poco después, no sé si muy fiel a la propuesta de ellos.
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A propósito de lo anterior, hay que decir que la fidelidad al proyecto es una mercancía muy escasa en el mundo arquitectónico venezolano, especialmente cuando quien construye es el Estado. Es precisamente por eso que la imagen cuya fotografía hoy publico, la de la «Espiga» monumento proyectado por Gustavo Legórburu y construido parcialmente en 1980, una hélice de concreto que eleva sus cuarenta metros de altura en medio de una zona verde en Acarigua, la traté con Photoshop para darle una cierta irrealidad. Porque no se concluyó como debía, y está allí esperando que algún día se respete la integridad de un proyecto que sería, al concluirlo, el mejor homenaje que una Venezuela menos absurda podría rendirle a Gustavo Legórburu.
GUSTAVO
Oscar Tenreiro
(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 27 de Julio de 2013)
Legórburu era un gustavo amigable y extremadamente cordial. Particularmente dotado en todas las destrezas requeridas por un arquitecto en el sentido clásico. Tenía un excelente dominio del dibujo que le permitía expresar una idea en pocos y precisos trazos. También era dueño de una enorme capacidad para la organización de los elementos de un programa, lo cual le permitía dibujar una planta, un corte o una fachada, a mano suelta, mientras atendía distraídamente las rutinas de oficina. Fui testigo, yo apenas salido de la Facultad, de esa facilidad, de la cual se hacían lenguas los amigos diciendo que Gustavo era capaz de dibujar todo un Anteproyecto mientras hablaba por teléfono con algún amigo. Nosotros los admirábamos mucho y aprendíamos de ellos en silencio, sobre todo en épocas en las que aún la vana y sobre todo irrelevante ideologización política populista que tanto daño ha hecho a Venezuela, aún no había dividido las voluntades y los consensos.
Con la muerte reciente de Gustavo Legórburu (1930) se abre de nuevo un espacio para pensarnos mejor, para saber de nuestras raíces, para insistir en la búsqueda, en la identificación, de lo más permanente de nuestra tradición como arquitectos.
Y ayuda a hacerlo comenzar diciendo que él guardaba silencio respecto a lo que hacía, por qué lo hacía, dándole sólo entrada ocasional al cómo lo hacía. Silencio que ha sido característico del proceso de lo que pudiéramos llamar el pensamiento arquitectónico venezolano. Ha habido aquí en la comunidad arquitectónica, en efecto, una especial ausencia de argumentos y razones expresadas en palabras que ha sido comentada y hasta denunciada. Pareciera que los arquitectos nuestros tuvieran aversión al discurso verbal o escrito. Y Gustavo compartía sin duda ese sesgo, ese modo de ser, ese rasgo que puede llamarse ¿por qué no? cultural, idiosincrático, específico.
II
Sólo hace poco, cuando la Casa del Artista hizo entrevistas a los Premios Nacionales (le correspondió el de 1989) se pudo ver a Gustavo expresarse sobre su arquitectura. Y recurre a lo que le fue propio: describe aspectos de algunos de sus edificios, habla de saber construir, de la economía, se explaya en algo que me parece distintivo: responder al clima, protegerse del sol, el rechazo a la adopción de vestiduras venidas de otras latitudes (el vidrio como receptor y trasmisor de calor), la ventilación natural, cosas que utilizó con acierto en el Politécnico de Barquisimeto. Habla también de mezclar imágenes como alimento para darle forma al edificio y recomienda el estudio, la observación. En esas pocas palabras se pudiera resumir su tarea pero haciendo un énfasis que me parece fundamental: hay en él, incluso en su escasa referencia a conceptos o ideas más generales, su renuencia a hablar de orígenes, una cierta resistencia a atravesar la superficie e ir hacia lo más hondo, un rasgo que se me ocurre típicamente venezolano. Que acabo de llamar idiosincrático y que tiene tanto de defensivo como de temeroso de revelar carencias. Sin embargo en la entrevista Gustavo es asertivo y preciso, algo casi contrario a lo que era su modo natural: dice por ejemplo que es drástico al rechazar la imitación de modelos foráneos, ignorantes de nuestra realidad ambiental. Y es que Gustavo nunca fue drástico, al menos hacia afuera. Tenía tendencia a la contemporización, hacia adaptarse, a no ser conflictivo.
III
Insisto en que se mostraban en él dos aspectos difíciles de conciliar: por un lado apertura hacia una realidad que exige utilizar las destrezas personales del oficio; y por el otro desdén ante la posibilidad de comunicar cómo se utilizan. Respuesta rápida a exigencias y renuencia a indicar los caminos seguidos que pudiéramos ver también como modestia, deseo de no exponerse, antipatía hacia el discurso.
Modestia valiosa en alguien que como él llenó un importante espacio en la arquitectura venezolana de las décadas de los sesenta a ochenta del pasado siglo. Recibió numerosos encargos del Estado, que construyó, y siempre estuvo presente en el campo privado, hasta el punto de que, por ejemplo sus casas, pueden contarse por varias decenas.
Si un investigador (por ejemplo de un Museo de Arquitectura) se propusiese indagar sobre las cosas más significativas de su obra, encontraría numerosas claves de interés. Creo, por ejemplo, que fue un intérprete inteligente de muchas cosas venidas de Villanueva (protagonismo de la estructura, sombra, protección climática) que mezclaba con un gran rigor estructural y constructivo, muy eficaz, desprovisto de refinamientos. Algunas de las casas de sus años juveniles pudieran relacionarse con Aalto y a la vez son la repetición de principios de organización y construcción (techos de madera de dos aguas, desniveles internos, continuidad espacial en una senda análoga a la de Fruto Vivas) cribados por un modo personal no exento de originalidad. Originalidad derivada precisamente de su naturalidad, de su distancia de las formulaciones intelectuales que le permitían situarse en una cotidianidad muy propia de los tempos en los que su obra fue más abundante, los de una Venezuela en la que podía ser posible (lo relata con sorpresa en la entrevista) que un par de jovencísimos arquitectos (él y su socio de esos años Américo Faillace, treintones tempranos entonces) buscaran un terreno, sugirieran al Estado su compra y además se encargaran de la planificación física de la Universidad de Carabobo.
Una dinámica que marcó a esa generación, para bien y para mal. Marca que en fin de cuentas viene a ser lo que define a una cultura, lo que la caracteriza, lo que muestra lo que somos. Y en mí y en muchos, como parte de esa escena estará Gustavo Legórburu.
Leyenda de la fotografía:
El Monumento La Espiga, en Acarigua, Estado Portuguesa, Venezuela, de Gustavo Legórburu.