Macuro es un pequeño pueblo costero en el Oriente venezolano. Está frente al Golfo de Paria, definido por la península del mismo nombre que lo separa parcialmente al Norte con el mar Caribe, la isla de Trinidad hacia el Este (con la famosa Boca del Dragón como comunicación entre el Golfo y el mar abierto entre Trinidad y el continente), y el resto del territorio venezolano hacia el Sur y el Oeste. Es la única zona costera de Venezuela donde ver hacia el mar es mirar al Sur.
Ocurre que Macuro es famoso porque Cristóbal Colón se dice que pisó tierra allí en el curso de su Tercer Viaje. Sobre eso hay diversas versiones. Lo único que puede asegurarse es que, en efecto, el Almirante pudo haber recalado en Macuro (alrededor de Agosto de 1498) tal vez sin siquiera bajar de su nave por razones que se deducen de la documentación histórica. En todo caso, Macuro ha sido recordado a lo largo de los años a raíz de esa ilustre visita, llevando una vida muy bucólica y productiva desde el punto de vista agrícola y pesquero hasta que en 1902, para esquivar las imposiciones que a Venezuela se le hicieron para el pago de su deuda externa, el Dictador Cipriano Castro lo llevó al grado de puerto internacional con el nombre de Puerto Cristóbal Colón. Así, gracias a una aduana que fue instituida y construida, además de facilidades de puerto y almacenamiento, podían ingresarse productos de importación escapando a la confiscación de aranceles pautada en los acuerdos internacionales. El siguiente Dictador, Juan Vicente Gómez lo clausuró en 1908 y el petróleo, que ya asomaba, le permitió pagar la deuda.
Se inició a lo largo de esos seis años un proceso de mucho interés para lo que pudiéramos llamar la historia del desarrollo urbano venezolano, porque no solamente se realizaron las obras de infraestructura sino que en cierto modo se reconstruyó todo el pueblo siguiendo las pautas del asentamiento pre-existente e insertando un número importante de viviendas en ese tejido, organizadas según la tradición republicana, algunas de las cuales (suficientes como para intentar una recuperación ambiciosa) estaban hace veinte años en aceptable estado de conservación.
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Nada de la historia de Macuro sabíamos cuando en torno a 1990 empezó a decirse que con motivo de la conmemoración de los 500 años del Descubrimiento el gobierno español había establecido un ambicioso programa en el cual se incluían fondos para la restauración urbana y arquitectónica en diversos puntos de la América hispana. En Venezuela pese a la agitación que todo acceso a ese tipo de financiamiento promueve, muy poco ocurrió, por no decir nada, pero quedó pendiente la celebración del mítico «desembarco» de Agosto de 1498. Así que se hicieron anuncios, se movilizó la opinión y terminamos, nosotros los del Taller Firminy de la UCV, Unidad Docente que habíamos fundado unos años antes, proponiéndoles a nuestros estudiantes en 1991, un estudio que duró hasta el 92, el cual buscaba aprovechar las expectativas despertadas por las eventuales celebraciones de 1998, que ya habían movilizado ciertas iniciativas. El curso entero viajó hasta allá al menos un par de veces y por varios días; y se hizo un trabajo muy completo que suscitó el interés del Ministerio de Desarrollo Urbano gracias a circunstancias del todo fortuitas que nos llevaron finalmente a fines de 1991 ante el Ministro Luis Penzini quien decidió contratarle a la Facultad de Arquitectura a través de una empresa que había sido creada para poder contratar con el estado o privados, Insurbeca, lo que llamaríamos el Plan Especial Macuro que incluía varios sub-proyectos.
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El Taller Firminy, bajo mi dirección, quedó encargado de la tramitación del proceso. Se definió la responsabilidad de autoría entre distintos profesores: Joel Sanz a quien invitamos a participar, tendría a su cargo el Centro Artesanal y Cultural en el edificio recuperado de la vieja Aduana; Luis Guillermo Marcano, también invitado, asumió la restauración de la Casa Balduz, un ejemplo muy interesante de arquitectura «antillana» en estado casi de ruina; Isabel Sanchez la hospedería anexa a la Casa Balduz; Carlos y Lucas Pou la sede de los Poderes Públicos en el edificio restaurado del antiguo Resguardo Marítimo; los alumnos del Taller Firminy dirigidos por el Instituto de Urbanismo de la UCV, harían un levantamiento completo del pueblo, el Plan de Mejoramiento de las viviendas y el diseño de las áreas públicas. Y mi persona los servicios del Muelle de Macuro, la Plaza Colón (existente, frente al mar) y el Espacio Conmemorativo de los 500 años. A todo esto se sumaría un nuevo Liceo que la Gobernación del estado Sucre encargaría al Arq. Fruto Vivas además del nuevo muelle y el Plan de Protección del Litoral de Macuro, que la Gobernación del Estado encargaría al ingeniero de Costas Ricardo Muñoz Tébar.
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Ya una vez escribí, el 5 de Julio de 1992, que este proyecto se presentaba «como una de esas acciones que se sueñan en los recintos universitarios. Que son la deuda lógica del Estado con una población desasistida, pero que nunca se han hecho…» Continuaba mencionando a todos los que desde sus cargos habían sido favorables a lo que deseaba hacerse: los arquitectos David Gouverneur y Nestor Herrera. Pero también en las líneas finales anunciaba el naufragio de toda la iniciativa: «…no puede haber dinero para este pueblito perdido. Ya se verá. Se hará la remodelación de la Plaza. Se pintarán las casas. Se regalarán láminas para reparar techos. Se hará alguna inauguración…» Tuve razón y por exceso. Nada se hizo, todo quedó en palabras y si mal no recuerdo hubo algún acto para no dejar de cultivar nuestra tendencia al jolgorio.
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Con Joel, acompañado de su hija Daniela, Isabel Sanchez, Luis Guillermo Marcano, y otros más de nuestro Taller, hicimos una visita a Macuro que terminó en un incidente en el que estuve a punto de perder la vida. Tenía a mi lado a la hija de Joel, Daniela, a quien él había llevado al viaje, cuando una bala salida del arma que un irresponsable quería «probar» mientras conducía la embarcación que nos transportaba, convirtió el paseo a Uquire, que habíamos preparado después de las sesiones de trabajo de Macuro el día anterior, en un difícil incidente que nos llevó buscando auxilio médico hasta Trinidad. Otro día lo narraré con más detalle pero basta decir que Uquire, del lado Norte de la Península de Paria, pasando la Boca del Dragón, hermosísimo lugar que hace pensar en La Tierra de Gracia mencionada por Colón, es un lugar donde dudosos contrabandos destinados a Trinidad (distante una hora en peñero) permiten traficar con armas.
Así quedó interrumpida una visita de trabajo que por otro lado había sido muy satisfactoria para todos. Corría Enero de 1992 y unos meses después, en Agosto, ya recuperada mi salud y los Proyectos terminados y entregados, regresé a Macuro con embarcación propia teniendo como pasajero a Joel Sanz, a quien había recogido en Gùiria después de haber por mi parte ido a Trinidad para agradecer al médico y enfermeras que me habían atendido.
La noche del día de nuestra llegada a Macuro dimos una charla en la escuela del pueblo destinada a mostrar a la gente de la comunidad lo que habíamos propuesto. Fue interesante; como siempre la gente se entusiasmó y también como siempre fueron escépticos. Y en esto último tuvieron razón.
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La imposición de una rutina antagónica con toda gestión creadora, la inacción como el saldo final de una continua y tenaz manera mediocre e improvisada de asumir la acción pública terminó esa vez golpeándonos. Y es lo que ha venido afectando a todo aquel que sueña con la transformación física como herramienta para un cambio más profundo. Gente del mundo de la arquitectura, sobre todo. Muy pocas cosas logran salvarse de una manera de ver lo público para la cual toda ambición si bien modesta es un despropósito. La consecuencia: desmoralización siempre al acecho, la tendencia a no seguir luchando. Y la tristeza podría ganarnos la partida.
TRISTEZA
(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 21 de Septiembre de 2013)
Oscar Tenreiro
Dejo aparte otros temas y me centro en la tristeza. Tristeza por no ver más ciertas caras y oír ciertas palabras, pero tristeza también de constatar cuanto resentimiento, cuanto reclamo, cuanto increpar reprimido marca la pauta de las relaciones humanas entre nosotros. Carga difícil de llevar porque deforma todas las intenciones, pervierte las imágenes que nos hacemos del otro o de los otros. Y nos vemos obligados a resolverla, a causa precisamente de las deformaciones y perversiones, no en el intercambio facilitado por una instancia en la cual las ideas valgan por encima de las asperezas personales, sino en una especie de monólogo como el que me ocupa en estas líneas. Pero así tendrá que ser durante un tiempo hasta que las aguas bajen. Cuando se asuma la disidencia, la oposición de puntos de vista, la distancia crítica, como una herramienta para avanzar, para corregir, para hacer de nuestras instituciones instrumentos de superación. Y para que el peso de las rencillas, desacuerdos, objeciones, no nos obnubile el juicio.
Rencillas y desacuerdos por cierto, alimentadas hasta un grado muy alto por la escena general, política sobre todo, que en un país con la estructura económica del nuestro termina por tener un peso demasiado grande, excesivo, inconveniente, pero muy real.
Esa situación de incomunicación inducida, de fragmentación que casi ha llegado a ser estructural que viene prevaleciendo en la Venezuela que hemos conocido, se ha hecho aún más aguda en estos años de distanciamiento, de exclusión artificial estimulada por una agenda ideológica que se ha querido imponer en todos los niveles. Y se ha ido acumulando una rabia que se manifiesta de la forma más inesperada. Hasta el punto de sorprendernos y tendernos una emboscada que nos entristece aún más.
II
Me entristece la ausencia de personas que fueron estímulo porque vivieron algún tipo de pasión, de entrega o compromiso. No importa si coincidía o no con ellas, si las sentía cercanas o lejanas. Lo importante es que estaban siempre como alertas, con imagen precisa, bien recortada en la escena espiritual en la que nos hemos movido. Es lo que me ocurría con Jesús Tenreiro, hermano y por ello mismo podríamos decir que de cercanía obligada. Pero nos hermanaba, aparte de la sangre, el esfuerzo de acercarnos a la arquitectura y a todas las cosas que en ella y desde ella se nos convertían en preocupación y ocupación. Y el diálogo que podía ser difícil, con separaciones y encuentros, continuaba queriendo abrirse paso. Algo análogo me pasaba con Joel Sanz. Había en él un caminar que me parecía orientado en la misma dirección que me he empeñado en sostener, entre ellas una muy fuerte convicción de que en lo que hacemos e intentamos hacer todos los que concurrimos en la tarea de abrirle paso a la construcción de la arquitectura, nosotros los de aquí, los que compartimos esta geografía, está la fuente más importante del conocimiento disciplinario, el fundamento de lo que podrá ser un vigoroso transcurrir. No en balde entró a dar clases viniendo del Departamento de Historia de la Arquitectura, núcleo esencial de la docencia.
Y digo entonces como lo dije cuando se fue William Niño, como lo he sentido con mucha fuerza al partir mi hermano de sangre, que lo que más me hará falta, es ese estar alerta. Un estar alerta que era también estímulo. El que ofrece quien pese a sus impedimentos, sus tropiezos y los eternos peros que nos acompañan era capaz de registrar lo más importante y hacerlo notar en una frase, hasta en un rechazo o un silencio. No fuimos cercanos y sin embargo en cierto modo lo fuimos. Y vivimos juntos una experiencia que algo tuvo de extraordinaria y narré en otra parte. Decir que era afectuoso con mi persona sería demasiado. Más bien lo veía cauteloso y hasta distante, pero de todos modos existía un vínculo, acaso demostrado entre otras cosas por su llamada anual en mi cumpleaños, una semana antes del de él.
III
A propósito de lo que publiqué la semana pasada alguien mencionó que me había sumado a la tradición de hacer del fallecido sólo objeto de elogios. Y pienso que es perfectamente natural que sea así. Aparte de cualquier perspectiva religiosa que tengamos de la muerte, quien muere pasa a vivir en el recuerdo hasta hacerse objeto de una evocación en la que su dinamismo se desvanece, deja de interferir en la apreciación que tenemos de él. Se hace sereno, nos observa podría decirse, pasivamente, estimulando en nosotros la amplitud en el juicio, el esfuerzo de matizar. Pero más allá del recuerdo y la evocación, se nos hace presente, a ratos y de modo mucho más profundo y duradero, haciendo valer todos los atributos que le eran propios, en su legado. Que puede resumirse en el afecto que cultivó en sus cercanos, en lo que, proponiéndoselo o no, hizo florecer en ellos. Y en su obra, si disfrutó del don de la invención o la creación. El escritor por ejemplo revive al leerlo. Se muestra, en el cuento y la novela, como si hablara con nosotros por boca de sus personajes; o en el ensayo señalándonos lo más importante y haciéndonos pensar. Tal como es posible oír hablar a Joel Sanz en sus Cinco Lecciones de Carlos Raúl Villanueva, texto que incluí en mi Blog la semana pasada. Leerlo me devolvió hacia el momento en el que hace ya un buen número de años, en Lima, donde estuvimos juntos durante un coloquio convocado por Juvenal Baracco, asistí a su conferencia. Y unos años más tarde en Santiago de Chile donde convivimos por quince días. En ambos casos mostrando fotografías de otros arquitectos (se esforzaba siempre en definir un territorio común), trasmitiendo un modo de entender el país y su cultura: y quejándose, como nos quejamos todos, de la dificultad de construir aquí.
Siguen una serie de fotografías tomadas en 1992.