ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Otras veces he escrito sobre la película de hace muchos años, con Gary Cooper en el rol principal, que llevaba en español el título «Uno contra todos», basada en la novela «El Manantial» de Ayn Rand (1905-1982) exitosa escritora estadounidense nacida en Rusia. Siempre tengo en la memoria la escena en la cual el arquitecto (Cooper) dinamita un conjunto de edificios en construcción de un proyecto suyo que había sido adulterado. Creo que en el juicio que se le siguió el arquitecto salió absuelto, y lo que me interesa destacar aquí es su actitud frente a la obra y su desprecio por el valor material de ella, frente al enorme valor que tenía para él su integridad como producto de su arte personal.

Me impresionó esa actitud desafiante que colocaba la estima del arquitecto sobre su capacidad «creadora» por encima de todos los argumentos utilitarios y económicos que habían justificado el atropello al Proyecto. Una visión heroica muy a tono con la época (los años treinta), atractiva para cualquier joven deseoso de romper esquemas, ansioso por darse a sí mismo una imagen liberadora y arriesgada.

Se ha dicho siempre que el modelo que Rand tomó para su personaje era Frank Lloyd Wright, pero si no lo hubiese sido, de todas maneras era común en ese tiempo, si se veía la vida con espíritu de vanguardia, suponer que el arquitecto era parte de una avanzada cultural que le confería, incluso, el derecho a ser implacable en el soporte de sus puntos de vista hasta todos los extremos.

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Se trataba en fin de cuentas de ficción, pero no está demás decir que a lo largo de mi vida profesional he tenido experiencias que bien hubieran merecido una actitud similar. Y lo mismo dirían muchos de mis colegas, con variaciones de intensidad y consecuencias pero con idénticas razones: el trabajo del arquitecto rebajado a simples pautas básicas que pueden ser intervenidas a voluntad.

Porque forma parte de la experiencia de todo arquitecto en nuestro medio, sufrir interferencias, ver alteraciones, asistir impotentes a la arbitraria modificación de un proyecto a partir de la autoridad del cliente o del administrador del dinero público, todo ello sin que exista un estatuto jurídico que defienda derechos y proteja de arbitrariedades en nombre del dinero o del Poder. Y sobre todo (es lo que motiva mis reflexiones de hoy) un fundamento cultural que actúe como limitación, una visión de la arquitectura con raíces profundas en una tradición capaz de dar al oficio la dignidad que tiene, por encima de las peculiaridades personales y los impulsos de autoridad. La carencia de regulación es en definitiva una consecuencia de la levedad de la tradición arquitectónica, produciéndose una ausencia de soporte que viene a ser generalizada pese a que, por supuesto, existen espacios tanto en el área pública como en la privada, donde la situación es mucho más positiva. Nichos, podría decirse, en los cuales se procede de modo diferente.

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Esos nichos, lo he comentado otras veces, fueron muy importantes a mediados del siglo pasado cuando Venezuela se encontraba en un proceso de modernización acelerado y una situación política en la que, a pesar de las restricciones que marcaron la etapa dictatorial, el populismo no había echado raíces. Y, siendo cierto que había muy pocos arquitectos en ejercicio, las iniciativas públicas y las más importantes a nivel privado hacían por insertarse en una perspectiva «moderna» que incluía a los arquitectos como una profesión necesaria, gentes dignas de ser escuchadas según lo señalaban las pautas de los países de mayor tradición.

Pero si la profesión en los años siguientes se expandió enormemente en términos numéricos, no fue así en términos cualitativos, manteniéndose un modo de proceder generalizado muy incompleto, en medio de una especie de avasallamiento populista que marcó la acción del Estado y fue progresivamente erosionando la noción de calidad, y como consecuencia, la necesidad de guardar una visión integral y completa de la disciplina. Y hoy seguimos padeciendo las consecuencias. Entre ellas, la casi imposibilidad de que se asuma la construcción de edificios tomando en cuenta todos los aspectos del proceso. Se sigue considerando que construir es definir un continente, un envoltorio, sin asumir las consecuencias de su inserción urbana, de sus «prolongaciones», como se decía en la jerga de los años cincuenta.

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Ayudar a superar esas limitaciones, luchar porque eche raíces una visión de la arquitectura más completa, madura, consciente de las implicaciones a largo plazo de la construcción de la ciudad, podría ser el papel, por ejemplo, de un Museo de Arquitectura: ubicar en contexto e intenciones la labor de los arquitectos, establecer vínculos con esfuerzos similares, saltar distancias geográficas y culturales para situar mejor, ayudar a entender mediante el documento, la crítica y el debate, las motivaciones del autor, revelar lo que permanece oculto en la maraña de lo utilitario y circunstancial. Pero no es así como lo han entendido los funcionarios «revolucionarios». Lo ven como un organismo de propaganda empeñado en trasmitir una visión unidimensional, única, excluyente, de la arquitectura. No es que una visión así no pueda tener lugar en sus esfuerzos divulgativos, sino que estarían obligados a documentar y apoyar otras visiones para poder ser considerada una institución culturalmente completa, universal, consciente de que su escenario es múltiple.

Eso sabemos que no es posible en el actual contexto político venezolano, pero tendrá que serlo para que la institución justifique su existencia.

ARQUITECTURA-ARTE 2
Oscar Tenreiro
(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 19 de Octubre de 2013)

Decía la semana pasada que la arquitectura cabalga entre lo utilitario y lo poético y que esa condición que pudiera llamarse híbrida hace que calificar de artista a un arquitecto por el hecho de serlo resulta extraño, pese a que a cualquier escritor, poeta, músico o pintor, malo o mediocre, se le da ese título, porque se supone que hace arte, aunque carezca de méritos artísticos.

A la inversa, si un arquitecto convencido del valor artístico de su obra se opusiera con fuerza a su adulteración, transformación, mutilación o abandono, lo más probable es que no logre ningún apoyo, pues la gente lo vería más bien como malcriado, poco realista, o como alguien conflictivo y problemático. Porque esa obra, tan importante para él, tan digna de ser conservada, respetada y hasta venerada, no es importante para casi nadie, a menos que se conjuguen factores que motivados por sus mejores virtudes permitan verla desde un punto de vista no rutinario, la saque de la simple cotidianidad. Cosa que a veces ocurre; cuando ya ha muerto el arquitecto (por eso decía Le Corbusier que el reconocimiento llegaba siempre tarde); cuando se le confiere valor mediante la crítica o un consenso entre gentes del oficio; cuando sus propietarios son gente influyente que además la promueven; cuando por su dimensión, su carácter simbólico, el hecho de ser sede de alguna institución de prestigio, es admirada por mucha gente; o finalmente, si su autor es un personaje muy celebrado. Condiciones que se dan poco, si tomamos en cuenta la cantidad de arquitecturas meritorias que se construyen frente a las muy pocas que son respetadas. Respeto que se debe a que se la reconoce como parte del patrimonio colectivo, una cualidad que da categoría de arte a una arquitectura concreta, y la hace trascender sus atributos meramente utilitarios.

II

Y esa dificultad de reconocimiento se debe a la condición híbrida de la arquitectura, a lo cual se suma su valor material facial, su simple valor en dinero invertido, siempre mucho más alto que el de un libro, un cuadro o, incluso, una escultura. Todo ello sin considerar el valor agregado por el mérito artístico. Y en el caso del edificio, se trata de un costo que no es sufragado por el arquitecto sino por un propietario, exige un laborioso proceso de construcción donde participan muchas personas, y tiene una presencia destacada en el escenario urbano, aparte de ser utilizado, usado, frecuentado, por muchísimas personas durante mucho tiempo, a veces siglos. Condiciones completamente singulares de la arquitectura, no compartidas con ninguna otra expresión artística.

Por todas estas razones la obra de arquitectura puede ser y es transformada a lo largo de toda su vida útil, y aunque disfrute de la ventaja de haber sido bien construida y siguiendo cuidadosamente las pautas de su autor y el beneplácito de un cliente, sufre cambios que a veces la desfiguran totalmente. Por ejemplo las Case Study Houses (16,17 y 18) del Arq. Craig Ellwood que mencioné la semana pasada, fueron todas modificadas hasta ser irreconocibles, pese a su valor como experiencias pioneras. Pero eso no es sino un detallito comparado con las decenas de miles de obras de arquitectura de valor patrimonial que han sido trasformadas, mutiladas y modificadas de la forma más radical a lo largo de las últimas décadas, para no hablar de la historia universal, que está llena de agresiones irrespetuosas y degradantes a importantes monumentos.

III

Pero vayamos a lo que nos afecta de modo directo. ¿Qué pasa cuando además de lo dicho ocurre que la sociedad en general se caracteriza por el desprecio del pasado construido y, en general, por una manifiesta incapacidad para la conservación de su patrimonio urbano? ¿Qué pasa en una situación como la venezolana?

La Ciudad Universitaria de Caracas, por ejemplo, fue declarada «Patrimonio de la Humanidad» por la Unesco hace casi dos décadas pero su estado general de mantenimiento es lamentable. Con la excepción de lo que se viene haciendo en el Conjunto Biblioteca-Aula Magna, el resto de los edificios del conjunto exigirían una inversión no menor de un centenar de millones de dólares para hacerle el honor que merece su condición patrimonial, que, lo he dicho otras veces coincidiendo con muchos otros, la ha convertido en la obra de arte más importante de Venezuela. Y nuestra revolución de opereta en quince años, disponiendo de dinero de sobra, no sólo no apropió fondos a este fin sino que se los niega junto a todo lo que niega a la Universidad Central de Venezuela. Parece un accidente, un detalle, pero demuestra con toda claridad el ínfimo valor que se le otorga en Venezuela, desde la política, a la arquitectura. Lo cual en un petroestado es lo mismo que decir desde las más altas jerarquías del poder social y económico.

Esa actitud descubre un sesgo cultural específicamente venezolano: carecemos de una tradición urbana y arquitectónica suficientemente sólida como para reconocer la prioridad de la conservación de lo más valioso de nuestro patrimonio construido. Ni siquiera la presencia en estos últimos quince años, en los altos niveles del gobierno, de algunos arquitectos, pudo corregir esa estrechez de miras, con lo cual queda demostrado que ni esos arquitectos conceden verdadero valor a la arquitectura, ni dentro de nuestra insincera retórica política de avance social hay espacio para las exigencias de la vida urbana. Esto define de manera clara la diferencia entre nosotros y otros países del mundo, incluyendo muchos de los latinoamericanos, en los que el desarrollo institucional y cultural, nunca hubiera permitido que un supuesto avance cualitativo en términos sociales incluyera tanta indiferencia, tanta ceguera irresponsable.

Leyenda de la fotografía: Variación sobre "La Mano Abierta" de Le Corbusier.

Variación sobre «La Mano Abierta» de Le Corbusier.