ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 30 de Noviembre 2013

Hablaba de la traición de la imagen (Magritte) la semana pasada. Porque uno se queja de la tendencia a convertir la imagen en asunto esencial que en cierto modo sobrepasa a la realidad, a la complejidad a veces agobiante del proceso de producción del edificio. Pero de todos modos sucumbe a su embrujo. Todos somos culpables.

Porque la imagen es importante. Nos hemos formado rodeados de imágenes entre las cuales las de la arquitectura construida o imaginada ocupan lugar principal.

Recuerdo cuando tuve a mi alcance por primera vez uno de los volúmenes de las Obras Completas de Le Corbusier. Lo había llevado a la casa mi hermano Jesús, que estudiaba cuarto año cuando yo comenzaba, a comienzos del año 56. Se trataba del volumen V, 1946-1952 donde aparecieron las primeras informaciones sobre Ronchamp. Recuerdo nítidamente el impacto que tuvieron en mi las imágenes de la maqueta de alambre y papel que permitían anticipar las complejas formas del techo y las paredes. No entendía, me intrigaban, me dejaban sin defensa y me preguntaba cual era la lógica detrás de esas formas, buscaba el por qué para sentirme más seguro y tal vez llegar hasta el gusto por lo que veía. Se lo decía a mi hermano con perplejidad, pero aún así no tuve interés en examinar las fotos del proceso de construcción, incluidas en el libro, tan importantes para entender la génesis formal de aquella obra que me intrigaba. Las pasé por alto y sólo muchísimo después fui capaz de dedicarles la atención necesaria para ir más allá de lo puramente visual, de lo plástico, y conectarme con lo que ese momento inicial más hubiera contribuido a mi conocimiento. El tema esencial de la dimensión técnica y sus múltiples caras moderadoras o impulsoras de la síntesis formal quedó fuera de mis reflexiones. Me subyugó la imagen y en cierto modo me invitó a quedarme en ella.

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Esa tendencia a quedarse en la imagen es una permanente tentación para nosotros los arquitectos, aparte de que lo sea también, como es obvio, para la gente en general. Pero somos nosotros los que deberíamos defendernos de ella en la búsqueda de una concepción de la arquitectura más completa y sobre todo menos superficial.

Durante nuestros años de estudio, tal como me ocurrió al encontrarme con Ronchamp, la imagen es un estímulo permanente que en cierta manera rige nuestro desempeño. Lo que hacemos en ese tiempo de formación tiene una relación estrecha con las imágenes de arquitectura que vamos asimilando. Lo que proponemos se parece, se conecta, se refiere, a imágenes que han hecho impacto en nuestra sensibilidad y que se abren paso a través de nuestras insuficiencias o favorecidas por alguna particular destreza para expresarlas filtradas por nuestro trabajo. Lo que hacemos en esos años siempre se parece a alguna de las imágenes que han anidado mejor en nuestra sensibilidad personal. Y se considera más aprovechados a los estudiantes que logran aproximarse mejor a ella. Más hábilmente.

Porque el método universal de enseñanza de la arquitectura, el de la prueba y error en el cumplimiento de la tarea de dar forma a un edificio o un fragmento de ciudad, o cualquier simple ejercicio de carácter más abstracto, siempre se refiere a esas imágenes anidadas.

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Hace algún tiempo escribí en otra parte que el estudiante de arquitectura se encuentra, por decirlo así, ante una suerte de panoplia de imágenes que solicitan su adhesión, que lo llaman, que quieren seducirlo. Y él se acerca a algunas movido por afinidades para decidir como aproximárseles, cómo lograr reproducir en su trabajo lo que ellas le sugieren. Pero la condición que usualmente le exige el contexto académico es que no lo reconozca abiertamente, que oculte su intención tras una retórica ad-hoc de cosecha personal. Se le prescribe, o lo sugiere la dinámica docente, podría decirse, un autoengaño. Y si era verdad, en tiempos en los que yo estudié, que se insistía en una búsqueda de originalidad negándose a reconocer esa tarea que pudiéramos llamar mimetizadora, tal como lo prescribía Gropius al rechazar la enseñanza de la Historia de la Arquitectura en los años iniciales, hoy en día se entiende mucho mejor, aunque sigue sin reconocerse abiertamente, que no hay invención ex-nihilo sino repetición en términos de analogía de lo hecho por otros, de lo descubierto a través de la historia lejana y reciente.

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Y llegamos al punto que me interesaba destacar. Si bien es imposible negar que en nuestra disciplina la imagen es ídolo y por eso mismo instrumento privilegiado de difusión, hasta el punto que podríamos decir que es un aspecto constitutivo de ella; si reconociendo eso deseamos sin embargo ir más allá de ella para lograr una visión más completa que incluya la búsqueda de raíces más profundas, que considere la repercusión en el contexto social y cultural, es decir, todo aquello que se le pide a una visión crítica madura y orientadora; si eso es así, repito, se impone la necesidad de revisar el peso que la imagen por sí sola tiene en la formación del juicio de valor. Es lo que se le pide a la crítica, lo que podría ayudarnos a superar la presión de los mecanismos del mundo mediático que hoy definen preferencias y proclaman el éxito.

He dicho otras veces que esa mirada diferente debe partir de una mejor capacidad para entender lo que se es, en el sentido de identidad respecto a un lugar y a una cultura. Lo que caracteriza a un contexto y lo hace singular e irrepetible. Podría decirse en cierta manera que estoy adhiriéndome a lo que Kenneth Frampton postuló hace unos años y bautizó con el nombre de Regionalismo Crítico, pero esa propuesta terminó desvaneciéndose como una etiqueta mientras Frampton se sumergió en una especie de red conceptual que lo llevó por otros caminos. Porque Frampton es, pese a su esfuerzo por construir una mirada certera, un crítico que ve la arquitectura desde el Primer Mundo. Sus esfuerzos por ir hacia lo más complejo, hacia una valoración más culta, podríamos decir, son eso, esfuerzos, no concretados en un discurso claro.

Cómo lograr acercarse a ese punto de vista más comprometido con la circunstancia podría ser la tarea del momento porque es ahora, frente a la crisis de la arquitectura del espectáculo y la opulencia cuando parece despertarse la necesidad de mirar en otra dirección.

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No se trata de retornar a la crítica ideológica que desde el marxismo o las nuevas izquierdas hizo de las suyas en los sesenta y primeros setenta del siglo pasado, sustituida después por el torrente postmodernista. Tampoco de insistir en los juegos retóricos en torno a la identidad que tanto prosperaron en los seminarios de Arquitectura Latinoamericana (SAL). Se trata más bien de recuperar la capacidad de ir hacia lo que se hace o se quiere hacer identificando lo capacidad que la obra y su autor tiene para abrir espacios de superación en un medio dado. La repercusión de la obra en ese medio, su significación como precedente o como apertura, todas cosas semiolvidadas por la crítica del mundo primero.

En resumen, la crítica, para ser algo más que una crónica, exige ejercerse desde el conocimiento profundo del medio en el que se produce la obra. La valoración más auténtica de una arquitectura nace desde el lugar donde la arquitectura se da.

Y al decirlo se revelan las carencias de nuestro medio. Volveré sobre ese tema recordando aquí, porque lo recién escrito me lleva inmediatamente a su figura, al fallecido prematuramente William Niño Araque. Sobre él me detendré un poco y digo de nuevo, como cuando murió, que lo echamos de menos.

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