LOS MALDITOS
Oscar Tenreiro / 1 de marzo 2014
Hace una semana durante la conversación con una amiga a la que tenía años sin ver, me referí a unos amigos comunes convertidos hoy a la revolución después de mucho tiempo del lado democrático. Y los llamé malditos, así, espontáneamente. Como es un calificativo muy duro y cortó la conversación, me he pasado unos días pensando sobre el por qué de mi arranque. Y he encontrado razones que comparto aquí porque no creo ser el único que en la Venezuela actual cede a un impulso parecido.
Que surge de la rabia. La rabia por haber tenido que soportar durante década y media que desde lo más alto del Poder, la disidencia haya sido sometida de modo habitual al vejamen en la palabra y en los hechos, hasta convertirse el insulto al adversario en esencia del discurso desde cualquiera de los niveles de gobierno.
Y de la rabia que causa ver a la mentira convertida en forma de hacer política, en instrumento para sostener el Poder, para imponerse, para sojuzgar a toda posible resistencia. Uno asiste asombrado, lo he dicho muchas veces, a la entronización de la hipocresía y el cinismo, fundamentos de la mentira, como política de Estado. Fueron el principal instrumento de la antipedagogía ejercida por un hombre que una camarilla quiere convertir en santo laico y ahora de un sustituto que lo remeda, patético y confuso. Y se han convertido en núcleo ideológico de un Régimen, en fundamento de su discurso. En emblema que se agita sin escrúpulos, en parte central de una identidad.
II
A esa rabia se suma la que produce ver un país semidestruido, que pese a haber recibido inmensas cantidades de dinero petrolero se encuentra hoy asolado por toda clase de carencias. Invadido literal y realmente por la dictadura cubana que ve en Venezuela su muleta principal. Asediado además por el crimen. Con un enorme sector de pobreza disfrazada con las limosnas de un Estado hoy arruinado, improductivo hasta límites extremos. Un cuadro que para los miembros de la secta que gobierna, es preludio de una liberación y del nacimiento de un hombre nuevo, tesis absolutamente fantasiosa, no sólo por lo ya dicho sino porque basta ver quienes manejan los hilos del Poder: su bajo nivel ético, su aún más baja catadura moral, atosigados de dinero público para su disfrute o para lograr apoyo político.
Todo este panorama de decadencia ética y moral, se agudiza en situaciones como las que hemos vivido en estos últimos días. No sólo ha sido la violencia criminal desde el Estado y sus brigadas armadas, sino el modo abyecto como se pretende encubrir lo ocurrido, de nuevo con el manejo impúdico de la mentira y esa explosión de cinismo que ha sido el convocar una Conferencia de Paz en medio del activo fomento de la guerra.
En resumen, asistimos a una situación que tiene un carácter que despierta la imagen psicológica de una maldición. Parece en efecto que Venezuela hubiese sido objeto de un designio superior destinado a hacerla reclinarse, doblarse ante el Mal. No importa que haya sectores, nichos, espacios, indiferentes a ese castigo, que disfrutan y viven bien, incluso en la opulencia; eso ha sido así hasta en las peores guerras. Y aquí tenemos un ingrediente que da para eso y para mucho más, que alcanza siempre para encubrir la realidad: el petróleo, el excremento del diablo, nombre primigenio que recordó en su momento Juan Pablo Pérez Alfonzo. El diablo llena con él los vasos de los oportunistas para derramarse como abono de la nueva oligarquía. Una nueva razón para evocar la idea de maldición.
III
Y sin embargo todo ese escenario es visto con pasividad, complicidad afirmada por el silencio, por personas, en algunos casos sus beneficiarios, que saben perfectamente, si aceptaran mirar los hechos con autonomía crítica, que no puede ser defendido.
Ellos saben que la disidencia está inspirada por motivos legítimos y no merece ser tratada con esa recurrente violencia verbal y física. Saben también que la mentira no puede ser el fundamento de una acción política duradera. Saben que Cuba dicta conductas, que en las elecciones se atropella y se soborna, que la criminalidad anida en el discurso violento y el deterioro institucional, que las cárceles son infiernos, las escuelas ranchos, los hospitales vergüenza, las universidades mendigas. Saben de la destrucción de la economía, de la inmensa corrupción y que en quince años no se ha construido casi nada duradero.
Entonces ¿Por qué su silencio? ¿Por qué su complicidad? ¿Cómo aceptar que hayan sucumbido a la mentira, la hipocresía y el cinismo? ¿No podría ser el resultado de lo que en nuestra psique toma la imagen de una maldición? ¿Que impulsa a la persona a la ceguera condicionada, a la mutilación de la conciencia?
Mucho se ha escrito sobre el ocultamiento de lo objetivo en los países totalitarios. Venezuela ha vivido mucho de eso sin reconocerlo o ser reconocido desde fuera. Una ceguera inducida que cuando la aceptan para sí personas que una vez fueron compañeros de ruta nos produce estupor. Y cuando lo asociamos a la rabia ante el asedio de la maldad se transforma en indignación. Eso me llevó a calificarlos de malditos, sin percatarme de que todos los que aquí vivimos lo somos porque vivimos avasallados por una maldición. Lo entiendo ahora mejor y veo lo difícil que es escapar a ella. Si, todos somos malditos. Pero dejaremos de serlo si reconocemos el por qué, si reflexionamos sobre las fuerzas que sustentan la maldición. Para luchar contra ella y derrotarla con el único medio legítimo: no renunciar a los valores éticos, defenderlos, preservarlos. Y quien prefiera mirar hacia otro lado en nombre de su tranquilidad personal no se librará de la maldición. Es duro decirlo, pero los hechos obligan. Espero que mi amiga lo entienda.