Sección de la fachada del Liceo Oviedo y Baños en San Agustín del Sur. Proyecto que promovió Aristóbulo cuando era demócrata y olvidó al apoyar a la Dictadura
Oscar Tenreiro / 30 de Abril de 2014
Me dí unas vacaciones coincidiendo con la Semana Santa, tiempo cristiano que se me convirtió sin proponérmelo, en uno de aislamiento y reflexión. Reflexión que tuvo ciertos tintes depresivos, porque en Venezuela en este momento todo parece empujarte hacia ese lugar.
Y no pensé tanto en la Pasión sino en la Resurrección, que llega hasta nosotros como detrás de un velo que la desdibuja e impulsa la duda que nunca tuve sino con la mayor edad y sus preguntas. Y se asoman ahora, a veces, instantes, conversaciones adolescentes. Como cuando mi amigo cercano me dijo: los apóstoles escondieron el cuerpo. Suposición elemental y hasta infantil que recuerdo ahora porque la incertidumbre actual me lleva a distancias en las que mi Fe no admitía grietas y rechazaba la duda y a quienes dudan.
Me pregunto cómo debió llegar hasta nosotros el relato de ese triunfo sobre la muerte para darnos la seguridad y la paz que en estos días echaba de menos. Cómo haberlo dejado libre de sospecha. Porque las verdades más evidentes, más irrefutables encuentran siempre quien las descarte y niegue. Nada es definitivo, salvo los fenómenos naturales.
Pensaba sobre esa tendencia a dudar rindiendo tributo a las convicciones y no a los hechos, mientras leía, también en estos días, la novela Todo Fluye de Vasili Grossman el escritor judío ruso, fallecido en Moscú en 1964, denunciador de las cosas más terribles del estalinismo y a la vez fiel, o podría decirse pasivo acompañante de la revolución rusa, que sin embargo se decide a retratar las terribles consecuencias para la sociedad soviética de la crueldad omnipotente de Stalin. Y logra que nos preguntemos cómo tamaña agresión a los demás, semejante asesinato colectivo en nombre de una ideología puede haber pasado desapercibida, oculta para el mundo en general. Tan grande es la injusticia de lo ocurrido en momentos claves del proceso desencadenado por la Revolución Rusa que las justificaciones, los esfuerzos por disminuir la importancia del inmenso dolor colectivo, resultan inexplicables.
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La resistencia a aceptar los hechos y sus consecuencias es lo que más afecta en una situación como la venezolana, cuando la fidelidad a la ideología se usa para relativizar todo y darle a lo que ocurre un sentido interesado. Es la cara más temible, la más destructiva podría decirse, de la adhesión al marxismo en su versión revolucionaria. Permite a muchos calmar la mala conciencia y es la explicación de la ceguera ante lo que, sin mediar la ideología, sería pura y simplemente condenable; y por sobre todo permite sostener la arbitrariedad como forma de ejercer el Poder. Todas, cosas que en definitiva abren paso al mal, a la maldad, que define así Philip Zimbardo en su libro El Efecto Lucifer que ya he comentado aquí:
«El mal consiste en comportarse intencionalmente en formas que dañan, abusan, degradan, deshumanizan o destruyen a otros inocentes; o usando la autoridad personal o el poder del sistema para alentar o permitir a otros hacerlo en su nombre.»
Es una definición que lleva directamente hacia la ética democrática, porque la única manera de que «el sistema» o la autoridad personal tenga límites o sea objeto de escrutinio crítico es mediante la puesta en vigor, la preservación y el perfeccionamiento de mecanismos democráticos. Y también es una definición que cuestiona, llama la atención o lanza un alerta sobre los peligros de la creación de sistemas de autoridad cerrados, privados o públicos, resaltando la necesidad de regulaciones que impidan o limiten su creación.
Y postula la necesidad universal de la promoción de la democracia más allá de las diferencias culturales o económicas, refutando las tesis que consideran que se requiere una determinada madurez en una sociedad cualquiera para la adopción del sistema democrático, madurez que nunca puede definirse con un mínimo de credibilidad. Porque resulta también evidente que la democracia está permanentemente sujeta a la perfectibilidad, la democracia se alcanza a partir de complejos procesos siempre erráticos y a menudo dolorosos. Si lo podremos decir en América Latina.
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Encuentro pues en las tesis de Zimbardo un apoyo para entender las transformaciones que producen los sistemas autoritarios y totalitarios y todas aquellas organizaciones que exigen de sus miembros la pérdida de la individualidad (lo que llama la des-individualización) es decir la soberanía sobre sí mismo, en provecho de los superiores objetivos del grupo. Una condición característica del activismo político y de los grupos de culto.
A ese respecto menciono en la nota de esta semana para TalCual el caso de un político, Aristóbulo Istúriz, que no hace mucho era una referencia para las esperanzas de renovación de la democracia venezolana y hoy se ha hecho parte activa de un régimen que en muchos sentidos representa lo que siempre combatió. Se operó en él una metamorfosis como muchas que los venezolanos hemos visto en los últimos quince años, resultado de una suerte de oscurecimiento de la conciencia personal, impulsada por la adhesión a un sistema de Poder que en el caso venezolano tuvo dos soportes poderosos: el ascenso al dominio absoluto de las instituciones (débiles por lo demás) por un líder inescrupuloso que se instala en una conciencia colectiva erosionada por las incoherencias de un juego político decadente, y el irresistible poder del dinero petrolero que convertía a los elegidos a participar en los más importantes cargos en pequeños emperadores. Aristóbulo, junto con un grupo de ex-dirigentes de un partido que había luchado por la renovación democrática, se integró a ese torrente de opciones para el ejercicio de un Poder exuberante, avasallante, y terminó dejándose llevar hacia la adoración al Caudillo a la vez que sacrificaba al sistema toda su capacidad crítica.
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Y menciono en mi nota algunas de las cosas que Istúriz quiso impulsar cuando había sido autoridad democráticamente elegida en la Alcaldía de Caracas. Su período no le permitió realizarlas pero eso no necesariamente le impedía abogar por ellas en la lucha política que se abrió ante él una vez interrumpido su mandato.
Nada de eso hizo. Se dedicó al juego político que tanto había criticado, olvidando lo que múltiples veces he citado aquí, que: «todo proyecto político se manifiesta en el dominio de lo construido«, frase que pronunció una vez en Venezuela Claudius Petit, ese interesante personaje del mundo francés, instrumental para obras claves de Le Corbusier. Frase que permite explicar el por qué de la exigencia colectiva, muy común entre nosotros, de que el sistema produzca obras, que deje como herencia realizaciones físicas que serían una importante prueba de sus virtudes. Para nosotros los arquitectos es una frase que abre espacio para la inserción de nuestras expectativas dentro del cuadro general de aspiraciones de nuestras sociedades. Y la recuerdo una vez más porque uno quisiera que quienes hacen política en estas democracias imperfectas no la olviden.
Quien ejerce un Poder público está obligado a comprometerse con las realizaciones. El hecho de que no lo logre dentro de los límites de su mandato, no lo releva de la necesidad de seguirlas promoviendo, de impulsarlas desde sus nuevas posiciones. De explicar en el debate político las razones que lo llevaron a hacer ciertas cosas en lugar de otras. En definitiva se trata de darle a sus esfuerzos como político razón de ser. La política no es sólo ejercicio discursivo, debate, intercambio de puntos de vista; es también la búsqueda de la oportunidad de construir, en el más lato sentido de la palabra. Seguir luchando para convertir en realidad lo que propuso cuando tuvo acceso al Poder es lo que distingue al político verdadero del que juega a la política. Istúriz fue un jugador, siguiendo una funesta tradición latinoamericana que debe ser superada. Y su situación actual lo confirma.