Hace poco se convocó en Caracas a una discusión sobre temas de la ciudad a un grupo de destacados miembros de la comunidad de profesionales que se ocupan del tema urbano en nuestro país y particularmente en la ciudad de Caracas. En esa reunión no había entre los expositores, y no sé si entre los participantes ningún arquitecto en ejercicio de la arquitectura. Todos eran, o funcionarios, o académicos, o arquitectos que no han construido o desean construir.
Esa ausencia me parece lamentable. Primero porque ya bastante se ha avanzado en el mundo por el camino que ha permitido comprender mejor que no hay ciudad sin arquitectura, que la ciudad es fundamentalmente construcción de arquitectura, sea institucional o sea el tejido de la vivienda y el comercio, y que la calidad de vida depende específicamente de qué, cómo y para qué se construye y, como resultado, cuales son las características del espacio público definido por esa construcción.
Pero nuestros urbanistas, generalmente arquitectos pero también egresados de una carrera con ese nombre, se resisten a entenderlo, o dicho de otro modo, se empeñan en establecer una separación entre sus saberes disciplinarios y los de quienes construyen la arquitectura como arquitectos.
Era esta separación una de las cosas que combatió siempre William Niño Araque, a quien dedico la nota de hoy, y tal vez por eso mismo se ganó el ser visto con distancia, como somos vistos los que abogamos por una visión regulatoria de la ciudad que incluya activamente la visión arquitectónica.
¿Y qué es lo que esto revela sino atraso? ¿Una muestra del atraso cultural venezolano, entre otras cosas?
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William Niño fue factor importante en la organización de eventos sobre arquitectura que dejaron huella y tomaron forma gracias a su dedicación y empeño cuando desde la burocracia estatal se apoyaron algunas de sus iniciativas. Una de ellas fue la exposición “Los Signos Habitables” dedicada a la obra de Galia, Sanabria, Vivas, Tenreiro (Jesús), Castillo y Dorronsoro, presentada en La Galería de Arte Nacional en 1984. También fue el impulso principal de otra exposición en el Museo de Bellas Artes en 1989 sobre las casas en la arquitectura venezolana, que tuvo el nombre de “La Casa como Tema”, gracias a la iniciativa de la Fundación Museo de Arquitectura, institución que en gran medida fue impulsada por él, acompañado activamente y a nivel directivo de los colegas Celina Bentata, Helene de Garay, Jorge Rigamonti. José Miguel Roig, Leszek Zawisza, y Fernando Tábora. Era una Fundación privada, desgraciadamente sin patrimonio propio (situación siempre frágil para una Fundación), que impulsaba la idea de crear un Museo de Arquitectura como institución en cierto modo protectora, o más bien tutelar en el sentido cultural, del patrimonio arquitectónico de nuestro país. Nada parecido al Museo de Arquitectura creado por el actual Régimen, que aparte de que luego de su creación le fue construida una sede cuyo proyecto se concedió a sí mismo el Director y cuya discutible calidad ha sido motivo de mucha controversia, ha tenido una actividad escandalosamente escasa para los gigantescos recursos económicos que se han manejado desde el gobierno central en los últimos dieciséis años. No creo que ninguno de los que formaron la Fundación inicial, varios de ellos fallecidos incluyendo a William, hubieran podido siquiera imaginar la triste caricatura en la que se convirtió su idea.
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No sé si puedo trasmitir a los colegas extranjeros que leen este blog, el estupor que produce ver cómo las posibilidades de construir arquitectura institucional y ya últimamente incluso arquitectura comercial de calidad, o la de impulsar eventos con la arquitectura como centro de interés, se ha convertido progresivamente (con la mayor agudeza concentrada en los últimos meses) en una especie de imposibilidad en un país que ha recibido los recursos en divisas extranjeras más grande en el corto período de diez años, en toda la historia latinoamericana y por supuesto en la de esta nación. La paradoja es tal que parece increíble. Mientras escribo esto, además, en Venezuela ya se trata de que construir es casi una imposibilidad, tal es la escasez de insumos básicos (cemento, barras de acero, perfiles y láminas de acero, piezas sanitarias, materiales de revestimiento) y la lucha por mantener costos relativamente controlados frente a una altísima inflación.
Ante semejante panorama, recordar a un colega que falleció demasiado joven y que dedicó buena parte de su vida activa a trabajar a favor de la arquitectura puede tener un papel pedagógico. Por eso lo hago, además de que, de cuando en cuando, me da por recordar al amigo y sumarme a muchos para quien su vida fue un estímulo.
WILLIAM NIÑO
Oscar Tenreiro
(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 14 de Marzo de 2015)
El colega Enrique Larrañaga nos recuerda en un texto que publicó, la muerte de William Niño, con motivo de la fecha en la que nació este arquitecto, crítico, hombre de la cultura venezolana, un 3 de Marzo de hace 61 años. Un recuerdo que me impulsó a evocar, no tanto al amigo, porque si bien lo éramos no había demasiada proximidad aunque sí cordialidad entremezclada con desencuentros, sino a su persona, su rol público, el papel de formador de opinión que sin duda tuvo entre nosotros.
Ese vínculo que estableció entre el mundo de la opinión y las preocupaciones en la que nos movemos los arquitectos, es el mérito más grande de William. Facilitado, lo he dicho otras veces, por la libertad que le daba su distancia respecto al mundo académico, a los críticos profesionales y a la elaboración ideológica que toma a la arquitectura como pretexto.
En estos tiempos en los que hemos vivido oprimidos por la ideologización, la distancia que ante esas ataduras mantuvo William fue su mayor virtud. Lo salvó de venderse por un plato de lentejas y le permitió expresarse públicamente sin temor a perder pie ante antiguos camaradas. No tuvo el complejo izquierdista, peso muerto que en Latinoamérica lastra desde hace décadas el discurso ilustrado sobre arquitectura. La manía de filtrar el juicio con una perspectiva socio-política dogmática y manipuladora.
Y sobre esto último recuerdo un texto sobre la arquitectura nuestra de los años cincuenta, que me dio a leer hace algún tiempo una joven con doctorados académicos, que intentaba explicar cómo lo que se hizo aquí en esa década tan importante para nuestra arquitectura, tenía que ver con la agenda oculta de Foster Dulles y el imperio. Según ella, la frescura de entonces y la sintonía con el legado moderno estaba atada a las trastiendas de la CIA.
II
De ese tipo de consideraciones, que transformadas, estiradas y desarrolladas ha estado plagada la crítica de nuestro continente, empeñada en la moralina política, se distanció sanamente y con inteligencia William Niño. Es verdad que por otra parte se dejó llevar de un cierto esquematismo light que lo hizo etiquetar los rasgos de nuestra arquitectura como movimiento, pero a la vez tuvo el inmenso mérito en un medio de imitadores, de delinear una postura que buscaba conectarse con las cosas más singulares, más propias, del movimiento intelectual venezolano y de nuestra leve tradición urbana.
Su discurso se mantenía a distancia de referencias librescas del mundo más lejano, que conocía bien sin empeñarse en mostrarlo, y le permitía ejercer su agudeza ante las realidades de un país que ha vivido procesos políticos y económicos que lo convierten en un caso único. Caso único que, por serlo, produce perspectivas y situaciones que no se parecen a otras. Una noción que me parece determinaba muchos de los rasgos de la formación intelectual de William Niño, entre los cuales el que más valoro es el de la libertad con la que construía sus juicios de valor, sin temor a exhibir un cierto desenfado, una curiosa irreverencia respecto a lo considerado más serio en el ámbito en el que se movía. Porque lo más serio, en la situación venezolana, es necesario decirlo, puede ser muchas veces un estorbo, un rasgo que impide ir más allá y entender lo que nos define. Y esa cierta liviandad que es también libertad, le permitía igualmente a William conectarse cómodamente con gentes de posiciones disímiles, podría decirse que armonizando contrarios, rasgo que a la vez le daba fuerza a su opinión y lo hacía digno de respeto.
III
En las ocasiones en que asistí a eventos donde se expresaban las preocupaciones de la crítica latinoamericana, pude darle más valor dejando de lado mis reservas, a la forma en que William argumentaba, situándose a veces de modo imprevisto frente a los temas que la prepotencia del sur de nuestro continente convertía en requisito para una crítica adecuada. Desdeñaba los lugares comunes en torno a la cuestión de la identidad y a la insistencia en distinguir lo bueno y lo malo de la modernidad europea, para adoptar más bien el talante de un relator agudo, casi un cronista, del acontecer arquitectónico de nuestro país. Porque veía su responsabilidad sobre todo en hacer conocer los temas de la arquitectura y la presencia de los arquitectos, y establecer un diálogo sobre la ciudad distanciado de tecnicismos.
Eso lo convirtió en figura cercana para todo aquel que pensara la ciudad simplemente como ciudadano reflexivo. Se situaba así a distancia por ejemplo de la visión regulatoria, la normativa, la de la planificación impersonal y tecnocrática, que se agota en una escena de escritorio, orientada hacia un mundo cerrado, el del urbanista profesional para quien la calidad de vida urbana se resuelve en cifras alejadas de la dinámica real de construcción de la ciudad. Y eso lo ayudaba a darle el justo valor a la arquitectura como herramienta esencial para construir la ciudad, dando pruebas de haber asimilado para sí tomándolo además como fundamento de su participación pública, el punto de vista de quienes desde hace más de treinta años vienen promoviendo en el escenario europeo importantes procesos de transformación del entorno urbano.
Por todas estas cosas uno siente que con la ausencia final de William Niño ha quedado casi desierto el panorama de la crítica (la activa, la que está en el ambiente, no la que se expresa en círculos cerrados o entre especialistas) en Venezuela. Una razón más para hacernos conscientes de la dimensión de nuestra crisis. Que iremos superando al recoger, ampliar y desarrollar, corrigiendo trayectos, el legado de gentes como él. Es lo que uno desea que surja de lo vivido en estos años confusos, culpables y oscuros.