ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Destaco hoy 19 de Octubre de 2021, el texto que sigue sobre la enseñanza de la arquitectura. Lo hago por dos razones: una, porque es un tema que hemos tocado varias veces en el Seminario 6X cuya Quinta Sesión tuvo lugar el domingo pasado; otra, porque le sirve de prólogo la imagen de un profesor, Charles Ventrillon (fotografiado durante una expedición de la Facultad de Ciencias) quien fue para mí esencial en mis primeros años de estudiante como ductor e iniciador. Papel análogo al que ejerció Paco Arocha en la formación del colega Víctor Sánchez Taffur, quien redacta una semblanza de su querido profesor a propósito de su reciente fallecimiento, la cual publico hoy como Última Entrada. Contribuyo así a hacer explícitas conexiones que en cierta medida son subterráneas porque se ubican en un estrato más profundo de nuestra conciencia, sin embargo importantes para toda persona, y  especialmente presentes en la formación del arquitecto.

Oscar Tenreiro

A nuestra actuación como arquitectos la alimentan muchas cosas originadas en la intuición. Eso ocurre en toda disciplina, pero en nuestro caso su importancia es especial. No son cosas surgidas de un conocimiento definido y expresado en palabras que se nos ha impartido sino que nacieron en nosotros a partir de sugerencias, estímulos o referencias. O como reminiscencias. Cosas que a nuestra vez no podemos trasmitir a otros porque con frecuencia están presentes en la conciencia de modo incompleto.

Y eso es así porque es en el proceso de hacer el edificio donde se piensa la arquitectura, no antes o después de él. Eso nos lo dice la experiencia, pero hoy es posible afirmarlo a partir de una particular mirada filosófica sobre la cual otras veces he hablado.

La condición de arte de la arquitectura se revela precisamente en eso, en que hay en ella, como en todo arte, muchos atributos que dependen del conocimiento técnico sin ser ellos mismos técnicos. Y lo que puede decirse con precisión es sólo lo técnico. De la proporción, el color, la textura, el juego de la luz, el emplazamiento, el diálogo con el entorno, con el paisaje, el contraste de los materiales….y tantas cosas más, no se puede hablar con precisión. Es posible acercarse a ellas por la vía de la analogía, las metáforas, los símiles, la poesía, la sugerencia…pero sólo al mostrarse en el edificio es cuando se identifican. Y podemos descubrirlas y tratar de hacerlas nuestras, pero se nos escapan porque los valores que apreciamos en la obra no pueden ser expresados por separado. Y tal vez por eso los buscamos a través de la imitación, experiencia por la cual ha pasado todo arquitecto (todo artista), aspirando reproducir lo que lo ha conmovido, estimulado… lo que ha admirado.

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La arquitectura así como otras disciplinas cuya naturaleza es también artística, se piensa mientras se hace, y las palabras que expresan ese pensamiento están en el edificio, no antes o después de él. El discurso verbal sobre arquitectura es a propósito de o en relación con la arquitectura, pero su significado está lejos de ella y en muchos sentidos le es ajeno. Por eso no puede haber arquitectura de papel; y por las mismas razones el proyecto no puede sustituir al edificio: lo sugiere, se aproxima a él, pero no puede sustituirlo.

Ya en lo que se refiere a nuestro actuar, las cosas que nos llevan a decir esto sí, esto no, esto podría ser, la luz será de este tipo, el material aquel son sólo puntos de vista, convicciones, apuestas, etc. más o menos vagos e indefinibles que sólo se convierten en conocimiento disciplinario en el edificio.

Y para que otros puedan asimilar ese conocimiento deben ser capaces de leer la obra, lo cual muchas veces sólo puede lograrlo quien está familiarizado con la disciplina…y aun así. Porque en general, los valores de la arquitectura como los valores de todo arte tocan la sensibilidad del observador sin que este pueda explicar las razones de ese impacto. Hay una brecha entre las consecuencias de la percepción y las razones que pretenden explicarla. Esa distancia entre la razón y la percepción, entre conocimiento y emoción (podríamos decir) hace que el arquitecto cuando expresa sus intenciones puede ser refutado con facilidad, e incluso menospreciado. El respaldo de sus argumentos sólo puede dárselo la arquitectura que construye. Para los demás conoce sólo cuando ha construido. Cualquier arquitecto mientras no haya construido, corre el riesgo de ser reducido e ignorado.

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Todo esto, que se hace difícil expresarlo pero que en realidad es sentido común puro y simple, es lo que hace imposible enseñar la arquitectura. La arquitectura la aprende quien la practica, se aprende haciéndola. Y por ese motivo, desde la más remota antigüedad, quienes eran considerados arquitectos tenían aprendices que los acompañaban y compartían con ellos la experiencia de construir. Así iban entrando en el conocimiento de la arquitectura, por la vía de la experiencia personal guiados por el maestro al cual acompañaban. Se actuaba, al establecerse la relación maestro-aprendiz, tal como se sigue hoy con la de profesor-alumno de Taller (o maestro-educador) según el principio platónico de que todo conocimiento lo llevamos dentro y entra en nuestra conciencia mediante (lo mencionamos al principio) la reminiscencia, una forma del recuerdo.

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Sabemos que las Escuelas de Arquitectura de todo el mundo emularon, imitaron o han heredado, la tradición establecida por una institución de venerable antigüedad, L’ École de Beaux Arts francesa fundada en París en 1682, que incluía la Arquitectura como parte de las Bellas Artes junto a la pintura y la escultura. Allí se utilizaba para la formación de los arquitectos el mismo principio seguido para los pintores o escultores, el de la relación maestro-aprendiz, siendo el Maestro el Jefe de Taller, el mentor-educador de un grupo de estudiantes, que hacía por cultivar las destrezas artísticas de sus discípulos, consistentes sobre todo en la capacidad para proponer arquitecturas en el papel.

Lo que abría pues, por encima de todo lo demás, la posibilidad para ser arquitecto era la facilidad para dibujar. Que era también la capacidad para ornamentar y adornar, para disfrazar la construcción y transformarla en arquitectura. Fue lo que durante muchas décadas estableció los límites entre los que podían ser enseñados y quienes se quedarían fuera.

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El aprender-haciendo del Taller se basaba en la práctica de la prueba y el error, en el esfuerzo de síntesis que el maestro pide al estudiante. Así se ha mantenido desde entonces a pesar del paso del tiempo y de los múltiples esfuerzos que se han hecho para explorar otras modalidades. Se pone un tema, se discute, se habla de su historia, del modo como otros lo han visto, se definen sus exigencias…y se intenta llegar a una síntesis que es discutida y evaluada por el enseñante. En el pasado eran sobre todo temas con pretensiones de monumentalidad; más recientemente la edilicia de impacto social y por supuesto la vivienda individual y colectiva, siempre buscando cubrir todo el campo de lo construido. Pero lo que importa señalar es que al abordar esas tareas no era posible, ni es posible hoy, resumir en un cuerpo de conocimientos preciso susceptible de ser medido lo que se trasmitía al aprendiz, sino que se abre la puerta (mediante propuestas de lectura, discusiones, investigaciones bibliográficas de corta duración, ejercicios de aproximación al tema) de múltiples conocimientos (no homogéneos, generalmente muy diversos) que concurren para abrirle a la persona la posibilidad de su propia experiencia de síntesis. La última palabra, la que decide si ha tenido lugar la experiencia, no la tiene el enseñante (pese a que pueda calificar el resultado) sino el enseñado, quien no recibe conocimiento pasivamente como en el caso de las disciplinas científicas o tecnológicas sino que es sujeto activo en su proceso de conocer. Y en su desempeño influye de manera más que decisiva, la posibilidad de que el profesor pueda ser realmente un maestro capaz de abrirle caminos al estudiante.

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El Taller era pues y sigue siendo hoy el fundamento de la formación de los arquitectos. Pero lo que en él ocurría necesitaba el apoyo de una información no dependiente sólo del ejercicio de Taller sino de un programa de estudios paralelo. En el pasado esa información era esencialmente humanística, basada en la gran tradición del clasicismo helénico vía Vitruvio, interpretada y desarrollada a través de los tratadistas del Renacimiento italiano: Palladio, Alberti, Serlio, Vignola, los creadores de la profesión de arquitecto. Así se mantuvo durante todo el siglo 19 hasta ser sometida a ataques a raíz de la maduración de lo que sería el Movimiento Moderno. Forzando la inclusión de materias técnicas o diversas adiciones y sustracciones en las materias humanísticas como fue el caso de la exclusión del estudio de las arquitecturas de tiempos anteriores en el programa de la Bauhaus de Gropius (1919-1933), con el argumento (erróneo), de que obstaculizaba la imaginación.

Pese a las distintas variantes sin embargo, las modificaciones accidentales o coyunturales, y la crítica a veces feroz (como a raíz de Mayo del 68), se fue consolidando y estabilizando el modelo actual: el Taller por una parte (o Estudio como también se le llama sobre todo en Estados Unidos), y paralelamente un conjunto de materias teóricas que buscan suplir tanto las necesidades de información como los conocimientos técnico-científicos requeridos por la construcción.

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Y así llegamos a un punto de mucha importancia: luego del aprendizaje de Taller y la recepción de información ¿cómo iniciar al estudiante en la construcción?

Porque el Taller no es lugar donde se puede construir, como según el modelo Beaux-Arts sí era posible pintar, esculpir y modelar en los talleres de pintura y escultura.

Se hace necesario entonces llenar la brecha entre las invenciones seductoras producidas en el Taller y la realidad construida por la otra, lo cual se ha intentado a lo largo del tiempo y sobre todo recientemente de diversas formas, todas ellas muy incompletas, que proponen un contacto del estudiante con obras en curso, o crean tiempos de práctica previos al grado final. Actividades que están muy lejos de suplir el indispensable conocimiento del mundo real de la construcción, no sólo de su tradición sino de las condiciones en las que se realiza. Y menos aún la participación en su incremento, en el ejercicio de construir. Objetivos que están fuera del alcance de la enseñanza académica y sin embargo son los únicos que hacen posible que a través de la experiencia personal la información recibida se transforme en cultura. Los que consideramos años de aprendizaje transcurridos en el medio universitario dejan fuera el conocimiento y participación en lo-que-se-construye-y-se-ha-construido, a lo que verdaderamente completa la formación del arquitecto.

Y llegamos así al punto clave de lo que han sido estas reflexiones: es la sociedad, el patrimonio construido que la caracteriza, su cultura de la construcción, la tradición que en ella se ha formado, la historia, las incidencias a las que ha estado sometido el ejercicio del arquitecto, la disposición al debate y el intercambio de ideas, la apertura reflexiva hacia lo hecho en otras partes, todo ese complejo conjunto de hechos y actitudes, lo que determina y condiciona la formación del arquitecto y el papel que la arquitectura ocupa en una sociedad cualquiera.

Hacernos conscientes de ello nos ayudará a entender mejor lo que nos ha tocado vivir aquí como arquitectos.

(Hacer los comentarios a través de la dirección otenreiroblog@gmail.com)