Construcción del Conjunto de El Silencio, en Caracas en 1940: el espacio público tuvo importancia esencial.
Oscar Tenreiro
Si vemos lo que ocurrió en Venezuela a raíz de la revuelta política de Enero del 58 con una mirada aguda que considere la estructura social y económica, podría decirse que muy pocas cosas cambiaron aparte de que se reabrió, se afirmó sobre bases más sanas el juego democrático. Se avanzó en lo que ha sido característico de nuestra historia republicana: la búsqueda de la democracia.
Pero contrariamente al típico discurso de raíz marxista que insiste en que las estructuras deben ser cambiadas para en definitiva, en el socialismo real sólo maquillarlas con nuevos nombres, el que una sociedad se empeñe en construir la democracia es algo esencial y de enorme importancia. Lo es hoy en este mundo globalizado y lo era, pese a que no se reconocía con igual fuerza, hace medio siglo.
A partir de ese Enero el debate público, la controversia respecto a los valores ético-sociales en juego, el esfuerzo para encontrar la dirección que debían tomar nuestras instituciones, reclamaron su alto rango. Pasamos de una relativa quietud en la cual lo que destacaba era la transformación física, la urbanización de una sociedad que hasta hacía muy poco había sido predominantemente rural, a un cambio de actitudes en términos sociales e individuales, que incluyó fracturas entre personas y grupos, descubrió diferencias donde había coincidencias y llamó a las conciencias individuales a asumir posiciones.
Aparecían con fuerza en la opinión pública personajes y puntos de vista hasta el momento represados u ocultos, al tiempo que tomaba forma un debate político agudo y encarnizado que reagrupaba a la gente en general entre los que aspiraban a un perfeccionamiento democrático y los que promovían una vía política análoga a la que regía en el mundo comunista. Postura esta última sustentada en los aparentes logros que hacía conocer con particular intensidad en esos años el aparataje de propaganda y promoción montado en todo el mundo por los partidos directamente dependientes o con simpatías hacia el Partido Comunista Soviético, y que directa o indirectamente incidió en casi todos los niveles de la actividad de un país como el nuestro que daba la impresión de estar en el borde de convertirse, como ocurrió un año después con Cuba, en la primera nación de América en abrazar un totalitarismo de inspiración marxista.
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En lo que a mí respecta, ya no me sentía protegido o dedicado a la tarea de probarme a mí mismo la validez de mi relación con la arquitectura, asunto que fue clave en los dos primeros años de vida universitaria. Ya no era cuestión de llevar una vida social más bien sosegada en la cual prevalecía el descubrimiento del mundo femenino y se extendían las relaciones de amistad, la búsqueda del esparcimiento, se afirmaban algunas preferencias y se hacían presentes las interrogaciones derivadas de una formación religiosa, el mundo típico de cualquier adolescente; ahora me aguardaba una especie de inmersión en un torrente colectivo desordenado e inseguro.
Y aquí vale la pena hablar de mi medio familiar. Mostrar un poco mi origen.
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Ni de mis padres ni de nadie de la familia recibí de modo deliberado nada parecido a un punto de vista político. Pero como la política en Venezuela, desde cuando tengo conciencia de lo que ocurre a mi alrededor, siempre ha sido un tema de importancia, no la veía con distancia. Hubo acontecimientos, como la llamada Revolución de Octubre de 1945 (revolución y en Octubre, vaya semejanza) y el asesinato del Presidente Delgado Chalbaud en Noviembre de 1950, que me impresionaron bastante. Durante el primero, ya lo he escrito aquí una vez, llegó hasta mi cama (cinco años, casi seis) despertándome, el estruendo de los disparos durante los enfrentamientos en la Gobernación del Estado a pocas cuadras de nuestra casa. Y oí de lejos, para no olvidarlos, los comentarios de papá, relatándole a mi madre algunos detalles del asesinato esa misma noche del Gobernador del Estado Aragua, Aníbal Paradisi. Y del segundo me quedó la sensación de tristeza o tal vez de compasión mientras leía en la revista Elite unos días después del hecho, a mis once años de edad (lo asesinaron al día siguiente de mi cumpleaños, el trece de Noviembre de 1950) los detalles de lo ocurrido acompañando sus fotos en vida, e incluso en su ataúd, de este hombre con la rara virtud entre militares de ser culto, distinto de quienes lo sucedieron.
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Mi padre, quien después del 58 se vincularía a Acción Democrática (el partido populista social demócrata mayoritario por mucho tiempo desde que fue fundado en 1941) más bien por razones de conveniencia que de convicción, tuvo siempre una actitud política pasiva porque así era su carácter, poco rebelde, demasiado prudente. No tengo claro, y nunca se lo pregunté, si en efecto había sido candidato a Concejal para el partido de gobierno en tiempos del Presidente Medina, pero lo oí alguna vez y no pude nunca comprobarlo. De sus razones para ser adeco nunca habló en familia pareciéndome a veces que lo había hecho sólo para llevarle la contraria a mi madre, quien simpatizaba con el partido socialcristiano. Porque entre ellos siempre hubo una rivalidad soterrada o expresada con claridad, trasunto de sus desavenencias como pareja, de las cuales fuimos testigos incómodos desde muy niños. Porque mamá, pese a ser la hija menor de una familia bastante acomodada de origen alemán, era sin embargo una persona rebelde. Era crítica, si no de las cosas más amplias, sí del ambiente inmediato; y se presentaba para nosotros, en muchos sentidos, como la compensación de la pasividad de su esposo.
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Ambos eran muy religiosos. Papá no practicante porque se había ido alejando de la piedad desde que muy jovencito dejase el Seminario donde lo había internado su tía abuela (habían quedado huérfanos), a él y a su hermano mayor, quien sí se ordenó y llegó a ser Obispo. Pero mi madre fue fervorosa y estimuló en sus hijos una cercanía activa con lo piadoso y el mundo eclesiástico. Nos llevaba rigurosamente a misa e incluso a otros ritos, como los que ella misma organizaba para la Sociedad de la Virgen Milagrosa que había fundado, con todo y altar propio en la Catedral. Uno de ellos era los sábados y se llamaba La Vela Sabatina; allá debíamos ir a aburrirnos un poco, para después jugar correteando en la Plaza Girardot, frente a la Catedral, poco tiempo porque había deberes de ama de casa por delante.
Papá se comportaba como un típico hombre venezolano: la iglesia era sobre todo para las mujeres y los hombres debían acudir a ella guardando siempre la distancia que en la misa se manifestaba quedándose siempre cerca de la puerta, arrodillándose sólo en los momentos más solemnes y con una rodilla, todo como para decir hasta aquí llego y nada más. De sus tiempos del seminario le quedaron muchos amigos sacerdotes y en general guardó siempre buenas relaciones con los curas seguramente porque podía entregarse a conversaciones más exigentes y alejadas de su principal problema: las copas de fin de semana entre amigotes. De modo que cuando se establecieron un par de jesuitas españoles en Maracay (recuerdo el apellido de uno, Izaguirre) para ayudar en los asuntos de la Iglesia, inmediatamente se hicieron sus amigos y acudían a nuestra casa a conversar.
Mi padre decía tener (recuerdo habérselo oído) miedo del Infierno; y tal vez en algún momento pude haber pensado yo, con mi literalidad de niño, que sus reiteradas ausencias a la Misa Dominical (iba a misa sólo en Año Nuevo, Navidad y alguna festividad especial) en efecto lo hacían candidato al Fuego Eterno. Pero muy por encima de todo eso se destacaba en él una bonhomía especial y honestidad atestiguada por muchos de sus conocidos y que aún hoy llega a mis oídos ocasionalmente, rasgos que le hicieron cuesta arriba el éxito comercial. Porque en nuestra familia siempre amenazó la escasez y el fantasma del fracaso de la actividad comercial que nos servía de sustento. Que mi madre fuese de familia rica ayudó ocasionalmente, en términos de dádiva muchas veces y en ciertos casos, como cuando mi madre decidió la mudanza a Caracas para facilitarnos la vida universitaria, de modo más sustancial. En todo caso, ese contraste entre nuestra modestia provinciana y el brillo del dinero en el sector acomodado del lado de mi madre, tuvo una gran influencia en todos nosotros; y si hablo sólo por mí me reveló tempranamente el modo como el dinero enmascara y oculta los valores.
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El respeto a la Iglesia por parte de mi padre, distante en lo piadoso pero profundo en lo íntimo, asociado a la lucha con flaquezas que afectaban la armonía de la pareja pero sin llegar a destruirla; frente al fervor activo de mi madre y su actitud firme y decidida en defensa de algo así como su fuero familiar, que protegía con extraordinario vigor, creó una especie de competencia entre ellos dos que tuvo como resultado la germinación en sus hijos de algo que se me ocurre definir como conciencia de la amplitud, complejidad y multiplicidad del mundo moral de inspiración cristiana unido a una fuerte lealtad hacia los valores trascendentes.
El cuadro familiar mío era pues el de un pequeño burgués católico, sin bienes de fortuna ni nada patrimonial que defender, con conexiones familiares que lo ayudaban, pero modesto en lo esencial, distante de toda militancia. Consciente por vías que por más que me esfuerzo encuentro difícil dilucidar, de la importancia de defender derechos democráticos que encontraba siempre entremezclados con el espacio religioso, como de hecho están, espacio que la controversia que el mundo secular-político planteaba siempre en nuestro medio (y que es un aspecto de nuestra herencia española) siempre amenazaba de algún modo.
Tal vez por eso, cuando veía que en los sectores más activos de la insurgencia ante la dictadura era común que se cultivara el desprecio y la devaluación de lo religioso que ya había visto erosionada por la trivialización, se impuso en mí algo así como una obligación moral de estar presente en la contienda. Creí que era necesario defender lo que para mí era valioso, de tanto empeño destructivo como el que era característico de la lucha política que comenzaba a asomar su cara.
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Me metí pues de lleno en la política. Sin descuidar mis estudios (aunque se afectaron un tanto) porque de ningún modo veía en mi futuro otra cosa distinta a ser arquitecto. Me convertí por un tiempo en dirigente estudiantil llegando a ser un año después, en 1959, Presidente del Centro de Estudiantes respaldado por los social-cristianos (como independiente) compitiendo con el grupo marxista.
Era para mí claro que todos los aguzados dirigentes de formación marxista con los que me topé en esos primeros años de politización general, mucho mayores que yo y corridos en siete plazas, me veían como pequeño-burgués pijo, como dirían en España. Eso me molestaba porque era una afirmación más de un modo de ver la participación política muy propio del populismo de raíz marxista. Hay incluso en Venezuela un dicho que va en esa dirección y que siempre me ha parecido perverso, cuando se dice de un político joven y fresco que necesita burdel aludiendo a la visión machista que combina burdel con dominó y licor como signos de legitimidad para ejercer la política. Es la herencia de la Venezuela atrasada y caudillesca que todavía reina y se afirma en un atraso que también es moral. Y es igualmente la marca de una visión de la política que quiere excluir y de hecho lo hace, a todo aquel que se distancia de los estereotipos.
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Pero si en ese tiempo esos juicios afectaban mi ánimo y me ponían en guardia, ahora, después de ser testigo de tanta escandalosa inconsecuencia por parte de los acendrados revolucionarios de entonces y de ahora, consumidores de su plato de lentejas, me descubren su carácter falaz y acomodaticio. Unos cuantos de los más radicales de los tiempos de la primera Federación de Centros que me veían como un sifrino con preocupaciones sociales, se convirtieron en funcionarios, se los llevó el alcohol y se desdijeron a conveniencia. Y los que quedaron hasta hoy se han convertido en soporte de la más inepta y corrupta dictadura de los tiempos modernos venezolanos.
Me ha quedado así suficientemente claro que el izquierdismo se usa como credencial para formar parte de los buenos, disfraz que oculta extremas deficiencias y nubla la capacidad crítica. Y como descreo igualmente y con fuerza, del radicalismo de derechas y de las posiciones inducidas por la reacción, valoro hoy más que nunca la búsqueda del centro. Y me doy cuenta con claridad hasta el punto de servirme de impulso para escribir estas crónicas, del modo en el cual la ideologización que etiqueta e impide ir hacia los valores del objeto y de su autor ha marcado poderosamente el debate sobre arquitectura entre nosotros: ha habido demasiado prejuicio ideológico de diferentes signos, demasiada cortedad de miras. Lo cual no ha impedido que se construyeran falsos prestigios y se pretendiera crear como en efecto sucedió en esos años de polarización posteriores al 58, un ambiente de inquisición que decidía quien era y quien no era, cuyas primeras filas las ocuparon los más revolucionarios, alguno de los cuales todavía ejerce.
Un ambiente que encontró sin argumentos, que confrontó e hizo tambalear los presupuestos sobre los que actuaban, a unas cuantas figuras emergentes que habían sido protagonistas de la arquitectura que se construyó hasta ese momento, insuficiencia que está en la raíz de la curiosa retirada de la escena que protagonizarían los arquitectos venezolanos en los años que seguirían.
Y es precisamente sobre eso, sobre el modo como la nueva dinámica de revuelta democrática afectó la sociedad venezolana en general, y de sus consecuencias para el ejercicio de la arquitectura incluyendo su impacto en los arquitectos de obra más notoria en ese momento, de lo que continuaré hablando en lo sucesivo.
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