Oscar Tenreiro
Debe haber quedado claro después de las reflexiones anteriores en torno al tema del título, que la comprensión de la arquitectura que prevalece en Venezuela ha estado fuertemente marcada por el marco ideológico populista que ha sido característico de nuestro proceso político. Una marca, un sello, un sesgo, que ha sido tanto más decisivo cuanto es decisivo en el curso de los acontecimientos en nuestro medio la presencia del Estado, poseedor de la riqueza que ha servido de llave para abrir a la civilización, a la modernidad, a un país que hasta hace muy poco dormía en el atraso de un mundo rural problemático e insalubre inscrito en un territorio despoblado, con una población polarizada en recurrentes enfrentamientos caudillescos, imagen de esa Latinoamérica ensimismada, insatisfecha consigo misma.
Si es verdad que desde el espacio académico, en una Facultad de Arquitectura muy joven y con un cuerpo docente en alguna medida improvisado se fueron creando fundamentos sólidos y fue madurando una concepción disciplinaria que alimentó realizaciones de muy buen nivel que han quedado como parte importante de nuestro patrimonio, no puede negarse que el papel promotor que podía esperarse de las políticas públicas de construcción, a partir del cese de la última experiencia dictatorial fue disminuyendo progresivamente hasta llegar a su punto más bajo en la que padecemos en la actualidad.
Las consecuencias de ese proceso han sido muy diversas y todas han repercutido en la situación actual de la arquitectura venezolana.
Por una parte la simplificación llegó hasta lo que tal vez ha sido el peor síntoma del empobrecimiento: la enseñanza. Sabemos que una de las banderas del populismo ha sido la masificación de la enseñanza, y ese punto de vista convertido en lema político que tiene cierto sentido si se habla del acceso universal a la enseñanza básica, empieza a problematizarse, a generar contradicciones cuando se asciende en la escala desde lo básico a lo universitario y sobre todo (y ese es el problema principal en una sociedad como la nuestra) cuando el sistema educativo considerado en su totalidad es insuficiente.
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Si aceptamos que en los años de universidad durante el pregrado el nivel de las exigencias es relativamente bajo y no logra sino una formación mínima, están para corregir esas fallas los cursos posteriores que pueden llevar esas exigencias hasta niveles mas satisfactorios. Pero es allí, precisamente, donde están los problemas en un contexto como el nuestro: esos cursos posteriores o no existen o son ellos mismos demasiado básicos y no cuentan con cuerpos docentes de suficiente nivel. Algo que puede decirse sin vacilar en relación a la enseñanza de la arquitectura. Nuestros niveles de pregrado son bajos. Lo eran cuando yo me formé (y ahora lo veo con claridad), y lo siguieron siendo en los años sucesivos hasta hoy, pese a que ha habido un progreso en el nivel docente y en algunas áreas la situación es mucho más favorable. Pero no existen (o han tenido vida corta) los cursos superiores para expandir el conocimiento básico, los que existen se orientan a especializaciones de escasa relación con el ejercicio, y la investigación es en general llevada adelante contra toda clase de obstáculos. Los cinco años incompletos cursados muchas veces en condiciones de acceso al conocimiento muy limitadas, con apoyo profesoral de escaso nivel, permiten ya, lo mencionamos cuando hace unas semanas tocamos este tema, que quien los haya cumplido se considere arquitecto de pleno derecho.
Si a eso sumamos la proliferación de escuelas de arquitectura privadas cuya fundación fue autorizada bajo la presión masificadora que terminó posesionándose de casi todas las voluntades, el resultado ha sido una inundación de arquitectos medio-formados que ejercen desde sus limitaciones, diseminando sin estar conscientes de ello, una visión de la profesión disminuida, a tono con la concepción simplista promovida por las políticas públicas.
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Vemos pues como entre nosotros, esa ha sido la tesis central de estos escritos, se ha institucionalizado una idea de la profesión de arquitecto más bien trivial, light, que puede ser manipulada de múltiples formas, tanto desde el Estado venezolano dominador y omnipresente a través de su corta visión sobre la arquitectura institucional, como desde las universidades y su falta de soporte a los niveles de formación e investigación más exigentes. Dos factores demasiado importantes que como ya he dicho muchas veces en estas notas no han podido ser neutralizados o contrapesados por una tradición inexistente o muy leve, sin hablar de la irrelevancia de la institucionalización gremial, relegada sin soporte jurídico a ser un espacio secundario, inocua su presencia en la opinión pública.
Y ha sido sólo en el ámbito privado, dentro de los límites de los nichos a los cuales me he referido, formados también institucionalmente en ciertos casos (porque el mundo privado ofrece opciones todavía muy primarias en sociedades como la nuestra pero abundantes y muy poderosas en sociedades más avanzadas), nichos que incluyen a los que se abren en el sector social más acomodado, por ejemplo la vivienda de alta clase media o la privada, los que por su misma naturaleza han conseguido aislarse de la corriente simplificadora, aquellos donde ha sobrevivido una concepción más completa del compromiso del arquitecto y han mantenido entonces la capacidad de ir en busca del compromiso cultural. Es en ellos donde se ha dado la más valioso de la arquitectura venezolana de las últimas tres décadas y parece llegado el momento de reconocerlo, más allá de las prescripciones de la cartilla ideológica.
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El resultado es claro, era nuestra tesis al inicio de estos escritos. No es del fracaso de la arquitectura venezolana de lo que debe hablarse, como decía y lo recuerdo ahora, mi joven colega arquitecto en relación a las omisiones de la llamada Misión Vivienda. Es el fracaso de una subcultura, de un empobrecimiento cultural que ha afectado a todas las actividades en nuestro país y ha sido evidente en el caso de la arquitectura.
Por eso quedaron atrás como un buen recuerdo los años dorados de la arquitectura venezolana. Por eso los mejores arquitectos nuestros de la últimas décadas, con una u otra ilustre excepción, han construido tan poco y lo que han hecho ha sido al abrigo de nichos. Por eso, mientras los más cercanos al Poder, los que mejor practican la adulación, los que se sientan pasivamente a esperar, los amigos del gobierno que han caracterizado casi doscientos años de historia republicana venezolana, tienen oficinas rebosantes de trabajo. Por eso, digámoslo ya sin excusas, la decadencia actual.
Y esa es la razón por la que tenemos tan poco que enseñar con orgullo si no se dora la píldora con algunas palabras justificativas. La hemos alimentado al hacer de la ideología un valor supremo. De allí que la Ciudad Universitaria Patrimonio de la Humanidad esté impulsada a la ruina. Que tengamos un Museo de Arquitectura cuya sede fue construida a partir de la insuficiencia. Que se evite nombrar a los arquitectos cuando se exponen las obras de la revolución. Que se olvide la ciudad por la incapacidad para comprender el valor que en ella tiene la arquitectura. Que estemos donde estamos.
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Y no sería malo terminar esta serie de escritos diciéndole a quienes a lo largo de medio siglo hicieron valer su rigidez para cerrarle el paso a la arquitectura, a quienes cultivaron concienzudamente la exclusión tanto desde su prédica supuestamente intelectual como desde sus pequeñas parcelas de poder, desde sus pequeños o grandes cargos burocráticos en los que dieron rienda suelta a sus cortedades, a esos que se saben responsables de las desviaciones que han ocupado estas reflexiones, decirles que lograron su objetivo, que hicieron lo necesario por rebajar las aspiraciones de una sociedad en formación, que mutilaron, que ocultaron verdades en nombre de sus pequeñeces.
Y deberíamos ahora rectificar, esa es la esperanza. Tenemos que abrirle espacio a una democratización del acceso al trabajo público para preservar el aporte de los más aptos y contribuir al ensanchamiento de nuestros horizontes culturales. Y eso, en una sociedad como la nuestra pasa por la modificación de los hábitos políticos. Ya han ejercido el Poder en Venezuela todas las facciones. Desde las más radicales del autoritarismo de derechas hasta los más osados revolucionarios. Unos y otros han tenido la oportunidad de ejercer el poder y de ello podemos hacer un balance.
Y lo primero que ese balance nos hace ver claro es que las palabras forman una cortina que oculta la consecuencia de los actos. Los que más cacarearon sus verdades y las blandieron como armas de guerra promoviendo falsos prestigios y restando otros, edificando un especie castillo de naipes formado con lemas, argumentos, razones que después irrespetaron con su autoridad, están obligados a dejar el paso a las razones democráticas, a las razones que preservan la institucionalidad manteniéndolas al resguardo de las manipulaciones interesadas. Será una voluntad colectiva la que ejercerá, estamos seguros, la presión a favor de ese cambio.
Esa es nuestra esperanza.
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