Oscar Tenreiro
Vuelvo a lo de todos los años este 27 de Diciembre, a agradecer que Caracas haya sido fundada en un valle que por esta época disfruta de una atmósfera más transparente, la temperatura es primaveral y hay una luz que se empeña en mostrarnos la hermosura de la serranía del Avila con sus distintos tonos de verde mezclados a castaños claros y oscuros (que revelan que ha comenzado a retirarse la lluvia), mientras corre una brisa fresca aquí donde vivo, casi fría, que parece lavar el aire. Y si quisiera salir de este refugio, las calles se han librado de automóviles.
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El día de Navidad me dió por pintar para poder así hacerle sendos regalos a mi mujer y mi hijo menor sin tener que recorrer tiendas. No me gusta andar por ahí buscando qué y pienso que soy muy mal regalador. Aparte de que se me sale una tacañería que no puede ser sino por la sangre alemana que llevo dentro, me resulta demasiado difícil decidir. Por eso relego esa obligación al nivel más lejano de prioridades hasta que aparece frente a mí en el último minuto poniéndome en aprietos y en el riesgo de pasar por mal padre, mal marido, mal hermano y mal amigo.
Pero esta vez vino en mi auxilio la pintura, con la cual últimamente me he estado encontrando, a ratos. Y gracias al acrílico que seca rápido y permite reparar errores, se quita con facilidad de las manos y no requiere sino abrir el tarro y buscar algún pincel, me he atrevido a hacer algunas cosas en las que está de un modo u otro, no faltaba más, la arquitectura. Encuentros llenos de imperfecciones porque mi impaciencia me presiona a no ocuparme de las cosas que hay que ocuparse pero que me da un cierto placer que siempre, es mi problema constante, está asociado a concluir una tarea que me exige y no quiero que me derrote. Las verticales entonces no son tan verticales, los colores no me quedan parejos, el encuentro de un color con otro es borrascoso, los contornos son irregulares…y así por el estilo. Y sin embargo el resultado me produce una alegría parecida a la del niño que hace piruetas buscando la aprobación de la madre. Que en este caso son los destinatarios del regalo, que quedan tan contentos como yo, sin que importen mucho los demás y su mirada más desapegada, más crítica.
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Y todo eso me lleva al lugar común que no por común lo tenemos en cuenta, de que el arte es esencialmente comunicación, lenguaje, y desde siempre ha sido una forma de encuentro entre los hombres con la virtud especial de decir, en cierto sentido, mucho más que las palabras, apuntando hacia la trascendencia, o siendo más comedido, hacia todas aquellas cosas para las cuales las palabras no bastan.
Y la pintura además nos acerca a la magia de la imagen, del color, de las repercusiones que las figuras tienen en cada quien.
En este momento navideño se me aparece de nuevo la obra que pude ver reproducida por primera vez en una proyección que nos mostró nuestro profesor de Historia del Arte en la Facultad, Edoardo Crema, el viejo Crema como lo llamábamos, La Anunciación de Simone Martini (1284-1344) que causó tanto impacto en mí y mis compañeros más cercanos, que se convirtió en una especie de icono que ha estado presente como evocación a lo largo de toda mi vida y viene bien recordar precisamente en estos días. Hasta compré una vez en Italia una tabla de esas que simulan ser antiguas donde estaba un fragmento del retablo, la cara de la Virgen, tabla que nos acompañó muchos años hasta que se la tragó la vida en una de sus vueltas. Y providencialmente reaparece hoy impulsándome a buscar por Internet la reproducción completa del hermosísimo retablo.
En el panel del centro, María y el Ángel, solos los dos sobre un fondo dorado en medio del cual un ramo de azucenas surgiendo de una ánfora. La Virgen, con timidez expresada en su postura y sin mirar los ojos del Ángel, toca con su mano derecha el borde del cuello de su túnica y con la izquierda sostiene en su regazo el libro sagrado con los dedos pulgar y meñique abriéndolo en una página precisa. Está sentada en un elaborado y rico trono cubierto con una tela de brocado y entre los dos, grabadas en el fondo dorado, las palabras Ave Gratia Plena Dominus Tecum. Arriba el Espíritu Santo preside la escena rodeado de ángeles con la punta de las alas hacia afuera formando una especie de ramo. Nada más rotundamente gráfico en el sentido más moderno de la palabra.
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También viene a cuento acordarse no sólo del gran arte sino del menor, que trata igualmente de decirnos algunas cosas en su sencillez o su espontaneidad. Como lo hacía un cuadro que colgaba en el salón de la casa familiar en Maracay, al cual ya me he referido de pasada, que mostraba el río El Castaño en los bordes de la ciudad de entonces (no sé si ese es el nombre del río o del lugar), curso de agua que baja de las montañas de Rancho Grande hasta el Lago de Valencia y tenía, o tal vez tiene todavía, unos pozos donde uno iba a bañarse.
Como hicimos una vez mis hermanos y yo con unos amigos, llegando incluso a almorzar con el único sancocho de gallina cocinado con leña y al aire libre que he contribuido a preparar (hubo uno de lebranche que no me quedó mal unos años después) y disfrutamos entre chapuzón y chapuzón hasta que se entrometió la lluvia. Ese día cerca de nosotros, que éramos un grupo de muchachos en el cual los mayores no pasaban los quince o dieciséis (Jesús, el mayor, lo dirigía), disfrutaban de lo lindo junto con unas chicas de vida alegre unos adultos bien creciditos, uno de ellos policía porque lo conocíamos de las calles de Maracay, de cuyas discusiones acerca de la tarifa a pagar fuimos testigos mientras nos protegíamos de la lluvia bajo un techito anexo a un bar que quedaba cerca de la carretera. El policía reclamaba acerca de los servicios prestados mientras nosotros, o al menos yo, poco me imaginaba el objeto de las transacciones.
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Pero volvamos al cuadro de El Castaño pintado por el señor Echenagucia, pintor de brocha gorda que había trabajado en nuestra casa.
Mis padres y especialmente mi madre admiraba el arte de Echenagucia, quien hacía bastante bien su oficio principal de pintar casas y dominaba una técnica decorativa de última moda que consistía en empapar de pintura de diversos colores unos pequeños bultos de estopa y aplicarlos después sobre la pared ya pintada a la altura de los rodapiés altos o las cornisas creando un efecto que a todos nos parecía bien y que seguramente hoy consideraría de gusto dudoso. Y ya endomingado, Echenagucia llevaba sus cuadros buscando clientes y hasta creo que en algún momento hizo una exposición en la Escuela de Artes y Oficios que quedaba en la esquina a pocas casas de la nuestra. En la casa le compraron el de El Castaño que desapareció cuando nos mudamos a Caracas tal vez porque era un objerto demasiado pueblerino, Representaba con bastante acierto al río bajando entre las grandes piedras, algo torrentoso, ese paisaje tan característico de nuestra Cordillera de la Costa, y cumplía en mí su finalidad de comunicar: me ponia a verlo algo ensimismado imaginándome que andaba por esas piedras y entre los árboles de la ribera.
Echenagucia pues, sin llegar a los niveles de Simone Martini, puso su granito de arena en la montaña de todos los cuadros inspirados en el paisaje, de mayor o menor aliento, de mucho o poco valor, que se han pintado a lo largo de los tiempos. Y agrego a la montaña El uvero de Ocumare de Josefina de González, amiga de mi familia, cuadro sobre el cual escribí ya, y por supuesto mis intentos de hace unas horas.
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Y a veces lo que se quiere comunicar se refiere simplemente al arte mismo de pintar, como decidieron hacerlo los rupturistas de hace cien años y menos. Como la serie Homenaje al Cuadrado de Josef Albers con la cual el pintor parece decirnos que al igual que los millones de paisajes que se pintaron y se siguen pintando, o las miles de Madonnas italianas que decoraron lugares de culto a lo largo de siglos, puede tener sentido hacer cuadrados con combinaciones de colores escogidas con intención o sin ella pero con la valentía de afirmar el valor de lo abstracto y el misterio del color. Y decir eso en los años iniciales (mucho menos en los tiempos de Homenaje…los primeros cincuenta del siglo pasado) era arriesgarse y en cierto modo enfrentarse a un establishment incapaz de comprender. Se comunicaba, podría decirse, para resaltar la incomunicación. Y abrir fronteras, lo cual es uno de los objetivos del gran arte, expandir nuestras nociones estéticas en momentos precisos, bajo estímulos precisos que pueden hacer que años después cuando aquella precisión se ha incorporado ya al conocimiento general hasta hacerse instrumento que se integra al mundo visual general, todo el mundo termine aceptando lo que se veía con recelo.
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Haciendo una mínima introspección puedo decir que cuando he decidido pintar me influyen distintas cosas antes que el propio asunto de la comunicación. Por ejemplo el ver si a uno le es posible intentar no como observador sino como participante más o menos improvisado y con pocos recursos, atisbar las dificultades de un ejercicio que ha sido acompañante permanente en los distintos escenarios que nos han influido. Meter la cabeza aunque sea por unos instantes en ese enorme mar y abrir un poco los ojos.
Otra sería la de drenar el impulso por hacer. La arquitectura es tan esquiva, está tan sujeta a tantas cosas que importunan casi opuestas a su posibilidad de realización y además lejos de nuestro alcance, que la pintura parece un mar tranquilo si no fuera pórque también se llena de galernas y vientos contrarios cuando uno se embarca en él. Y ese impulso de hacer, como he dicho tantas veces, es fuerte, constante y termina consumiéndolo a uno mismo si no se le encuentra algún escape. Y la que está más a la mano resulta ser, además de escribir en mi caso lo cual me ayuda mucho, la de pintar sin otro objetivo que darle forma a algo con las propias manos. Y otra que puedo reconocer por el momento es abrir una salida aunque sea fugaz a la presión que hay en esa especie de túnel que desde el dibujo (con nosotros desde que nos iniciamos en esta disciplina) quiere llegar hasta el edificio, objetivo con frecuencia inalcanzable.
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Y entonces no nos importa tanto el resultado, las imperfecciones, la imagen queda allì estática mostrando otras cosas más allá de lo incorrecto. Y se produce, o puede producirse, la comunicación con quien observa. Que tendría que situarse queriendo escuchar, pasando por encima de sus resistencias personales o sus prejuicios y esperando descifrar lo que ese objeto le muestra. Como pasa también, por cierto, con la arquitectura, que sobrevive a las imperfecciones, a los desencuentros, cuando tiene en ella un fuerza, eso que algunos llaman contenido, otorgada por los aciertos que se desentienden de las limitaciones técnicas, aciertos que conmueven, uno de los más importantes atributos del Arte.
Y el ejercicio de pintar aunque sea ocasional nos da una mayor capacidad para valorar la pintura académica la cual mi educación temprana y el ambiente imperante en esos años me hacía menospreciar. Habiendo tenido la experiencia personal con las difíciles técnicas que permiten dotar de expresión a un rostro o manejar la luz en un espacio o un paisaje, uno puede, pasando por encima de la grandilocuencia que marcaba ese modo de pintar, llegar a apreciar sus valores más permanentes o intemporales. Un acercamiento a la pintura que si no dejaba surgir la innovación y por ello pagó las consecuencias, tuvo sin embargo sus propios méritos y sobre todo manejó un perfeccionismo y un rigor digno de admiración.
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Desde la arquitectura se pueden decir algunas cosas respecto a la comunicación.
Aparte de la respuesta a las necesidades básicas que todo edificio aspira a satisfacer, el arquitecto hace un esfuerzo por comunicar, resaltándolos, o manejándolos para que contribuyan a la creación de atmósferas, al placer de la observación e incluso a la contemplación, elementos de la arquitectura (el manejo de la luz, la creación de recorridos- la promenade architecturale que decía Corbu-, el privilegiar vistas o perspectivas, el equilibrio de las proporciones, el color, las texturas…) que normalmente a la gente le es difícil percibir.
Sabiendo que no siempre se comprenden los motivos de sus decisiones porque muchos de los elementos que he nombrado, y otros que podrían añadirse, no ocupan un lugar claro en la conciencia del usuario o de quien detenta el poder para construir, el arquitecto está obligado a buscar objetivos que son difíciles de explicitar, hasta incluso de enunciar, por lo cual se le hace entonces casi imprescindible la tarea de educar, de persuadir, de acercar a los demás hasta un territorio sensible común.
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Acabo de subir al techo que me sirve de mirador para tomar la foto anual de Caracas desde este punto de vista de las colinas del sur de la ciudad. La luz de la tarde brilla rebotando en las superficies orientadas hacia el Este. El cielo casi sin nubes se expande invitante. Amo este panorama y confío que a él regresen tantos que se han ido ahuyentados por la locura política y la sistemática ruina de una economía. Que realmente estemos iniciando un camino que derrote al cinismo y la mentira.
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