ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Hoy,  29 de enero de 2023, he seleccionado como Entrada Destacada lo que escribí y publiqué el 9 de abril de 2017, cuyo  tema  irrumpió en mi conciencia gracias al recuerdo de mi hermano mayor Jesús Antonio, quien ese día hubiera cumplido 81 años. Puede decirse que tiene un carácter autobiográfico, tal como los de la serie Ver la Vida, incluidos en este Blog y al final del libro Todo Llega al Mar-Textos. Lo destaco debido a la intención que tengo de sostener en lo sucesivo mi presencia en este Blog con escritos de ese carácter, el cual podemos llamar personal e incluso íntimo. Me excuso de antemano ante los lectores si resulta imposible cumplir lo que me propongo: la vida puede decidir en contrario.

Hoy también incluyo como Última Entrada una entrada titulada Recuento en la que hablo de lo que han sido mis actividades en los últimos tiempos, marcadas por la preparación de una exposición y la edición de dos libros.

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Fue cuando vivíamos todavía en Maracay, yo tenía unos doce años. No lo recuerdo con precisión, pero supongo que una joven había traído a la casa a su bebé para que mi madre lo conociera y yo estaba presente en esa especie de presentación. No era un bebé hermoso, no; y yo, una vez que la joven se había ido, lo comenté un poco burlón frente a mi hermano Jesús, él de 16 años. Jesús me dijo: todos los niños son bellos. Me marcó la frase, y siendo muy simple y hasta cierto punto común, nunca la he olvidado.

La tuve presente de allí en adelante de un modo que orientó muchas de mis acciones durante la adolescencia: donde quiera que había un niño inmediatamente surgía en mi la simpatía, la condescendencia; y como en Venezuela en todas partes sobran los niños, era común que en mis paseos por pueblos de aquí con mis amigos, me acompañaran un par de niños del lugar.

Amanda era hija de Pastora Ledezma quien trabajó en nuestra casa varios años cuando nos mudamos a Caracas a mis trece años de edad. Pastora era una mujer muy frágil, muy blanca de tez, extremadamente delgada, poco agraciada y un tanto corta de entendederas, pero una mujer bondadosa a quien me parece ver aún ayudando a mi madre con los deberes hogareños. Estaba encinta de Amanda cuando empezó a trabajar en nuestra casa. Después hubo un interregno durante el cual ella parió y siguiendo algunos ramalazos de memoria que me lo dicen, pienso que estuvo en un hogar de monjas un tiempo hasta que regresó a la casa con Amanda de bebé grande. De bella bebé grande.

Y le tomé mucho cariño a Amanda, que se llamaba así porque su madre quería que tuviera el nombre de la actriz (o cantante) argentina: Amanda Ledezma, en realidad Amanda María Ledezma. Así que cada vez que podía jugar un poco con ella lo hacía (sólo un poco porque nunca he tenido paciencia para jugar con niños), pero lo importante es que la adopté como que si fuera mi hija, ya yo de quince años, padre muy joven por supuesto pero padre al fin. Padre que sufría un poco cuando Amanda almorzaba porque era dura para comer y mi madre perdía la paciencia y armaban, ella y Amanda, unos berrinches que hacían sufrir. Pero aparte de eso Amanda y su madre eran felices en nuestra casa. Amanda la pasaba bien deambulando y asomándose a ver lo que uno hacía, y en mi caso se acercaba a curiosear en un cuarto oscuro que yo había improvisado en uno de los dos cuartos de servicio de nuestra casa, que por cierto, era bastante desproporcionada, proyectada y construida por un ingeniero casado con una prima. Y es que me había apasionado por la fotografía, que a los dieciséis y diecisiete era para mí una fiebre, como decimos aquí. Pasaba horas en el cuarto oscuro ampliando fotos con una ampliadora que me prestaban los padres de Víctor Artís, compañero de estudios de arquitectura de mi hermano Jesús, Víctor hijo de catalanes que regentaban una farmacia cerca de nuestra casa.

Todavía no tenía cámara. Usaba una que me prestaba una compañera de estudios gran y apreciadísima amiga, Alicia Rodríguez Aguerrevere, fallecida hace cuatro décadas, quien no estaba enfiebrada y accedía a prestármela por largas temporadas.

Un día cualquiera Amanda se asomó al cuarto oscuro. Como entraba la luz sesgada de la tarde de modo muy especial en el cuarto contiguo, donde ella dormía, le dije que le tomaría una foto. Me senté en la cama de su madre y le dije que se parara en la puerta; ella jugaba con una cestita. Me observó desde allí, el sol cayéndole lateralmente y allí quedó la foto para que todavía hoy, en ciertos momentos especiales su imagen me reconcilie con la vida y con las personas. Guardé la ampliación 8×10 que me hicieron en Foto Comercial de la Avenida Casanova (no era tan ducho en ampliar como lo eran ellos) y me gustó tanto que hice otra copia y la mandé a un concurso en el cual no mereció atención. Pero para mí siempre la ha tenido y allí está, en un álbum que conservo de mis primeras fotos.

Amanda y su madre en un momento dado se fueron y les perdí la pista. Cuando contemplo su imagen (la digitalicé y la tengo a mano) imagino que se habrá hecho mujer y habrá tenido hijos prosiguiendo como proseguimos todos el mandato bíblico. Y me surgen preguntas sobre su paradero, que desconozco. Fue una niña bella a quien me enseñó a amar, como a todos los niños, una frase dicha por mi hermano Jesús, quien hoy hubiera cumplido 81 años.

Nueve de Abril de 2017