ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Las preguntas que surgen sobre lo que caracteriza a la arquitectura religiosa rusa nos hablan de unas cuantas cosas que apenas he rozado, pero en último término de una que es particularmente importante no en cuanto a lo puramente histórico sino como asunto de constante actualidad. Y es la influencia del medio natural en la concepción del edificio, del papel de lo que pudiéramos llamar las condiciones de naturaleza (usemos el término corbusiano) tanto en las decisiones que orientan el proyecto, como en su construcción y finalmente su percepción.

Es una cuestión de la cual hoy se habla muy poco. Prácticamente ha desaparecido de la crónica sobre arquitectura más común, la que responde al deseo de informar y mantenerse en la actualidad; también de la reseña periodística de promoción editorial y de los comentarios de las revistas especializadas (donde se sustituye ocasionalmente por la celebración de lo exótico); y si bien se supone que en los sectores académicos es un componente indispensable por mínimas razones de consistencia cultural, su presencia en el discurso de los historiadores, de quienes se ven a sí mismos como teóricos, o en la formación del juicio de valor de quienes ejercen la crítica, se ha hecho en cierto modo indetectable: tal vez está, pero no se muestra.

La relación arquitectura-medio natural pasó a ser una de esas materias que de tanto darse por conocidas, han sido más bien relegadas hasta ser despojadas de su decisiva importancia. Desde Chile hasta Canadá, desde Guatemala hasta Nueva Guinea, desde Suráfrica hasta Dinamarca, el discurso sobre los méritos de la arquitectura que se hace o se debe hacer –lo que se debate en el mundo de la crítica y entre arquitectos– se razona a partir de los mismos presupuestos, en los cuales las condiciones de naturaleza juegan un papel enteramente secundario. Poco importa que ellas sean inseparables de lo que llamamos hoy cultura: si tomarlas en cuenta exige afinar la mirada, ir más allá de las apariencias, hilar más fino para justificar el interés en el objeto de la crítica o respaldar el juicio de valor; si respetar su importancia obliga a ir más al fondo alterando la dinámica actual de circulación de la información, es preferible dejarlas fuera del razonamiento. La consecuencia es evidente, se ha reducido el planeta, ya las aspiraciones de universalidad cuentan poco pese a que estemos inmersos en la expansión acelerada de la globalización. Una prueba más de que este fenómeno ha sido, hasta hoy, esencialmente económico y poco ha contribuido a ampliar los horizontes culturales.

Y mucho menos los políticos, como lo atestiguan los últimos acontecimientos mundiales.

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Dejarme llevar hacia el tema de las condiciones de naturaleza (dejarse llevar es lo que motiva estas digresiones) ha sido un resultado natural del deseo de acercarse al espacio cultural ruso.

No creo equivocarme al decir que para quienes vivimos de este lado del Atlántico, Rusia es, antes que todo, así, de primera impresión, un territorio difícil de interminables estepas nevadas, blanquísimas lejanías, paisajes agrestes ajenos al sol donde el frío reina y la distancia es experiencia continua. La palabra Rusia, antes o además de todo lo que sabemos –siempre escaso– del legado humano de la nación que designa y de sus huellas en la historia, nos remite siempre a un paisaje, a un medio ambiente que sugiere dificultad, retos y desafíos muy distantes de nosotros: radical y exclusivo testimonio geográfico. Lo ruso, pensamos, toma forma en lucha permanente con una naturaleza que inspira conductas particulares, que marca, que identifica, que hace distintas a las gentes. Impresiones que, si bien incompletas, tienen mucho que decir como complemento de nuestro intento de responder las preguntas que nos hacíamos respecto a la arquitectura religiosa ortodoxo-rusa.

Y es que no puede ser igual el ámbito arquitectónico que acoge a feligreses y oficiantes, cuando fuera de él imperan temperaturas polares y sobrevivir dentro exige la ayuda de una abultada vestimenta o de un fuego imposible, que el que cumple la misma función en un invierno más benigno que no amenaza sino esporádicamente y puede ser vencido con menos exigencias. O, yéndonos aún más lejos hasta llegar a nosotros, cuando en lugar del frío y el hielo, lo que pesa sobre la arquitectura es el calor y la humedad del aire tropical. De modo que a lo que podamos decir del templo histórico cristiano en tierras del hielo argumentando, como hemos hecho, desde lo constructivo o lo económico-social, tendríamos que sumar consideraciones sobre el medio natural, admitiendo sin embargo que ello nos hará movernos por un terreno de relativismos donde pocas cosas se sostienen irrefutables: la relación naturaleza-construcción deja demasiado espacio a la interpretación subjetiva.

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Voy hacia la cuestión de la naturaleza y su influencia impulsado también por la lectura sobre la vida de Alejandro de Humboldt (1769-1859) en la biografía de Andrea Wulf (autora de origen alemán que vive en Londres) titulada La Invención de la Naturaleza, el nuevo Mundo de Alexander von Humboldt, que me ha permitido acercarme a las distintas incidencias de la que bien puede ser llamada historia de una pasión entre una persona de sensibilidad e inteligencia excepcionales y nuestro medio natural –de ello algo sabía porque Humboldt es nombre muy sonoro para los venezolanos– sentimiento que orientó sus esfuerzos científicos hasta convertirlos en un legado que dejó una profunda huella en el mundo entero. Debo agradecer al libro haberme acercado a este pionero, y llevarme a entender mejor ciertas razones personales –la magia de los lugares, querencias, la brisa, la sombra, el mar– que ayudan a explicarnos, junto a muchas otras cosas sugeridas por la extraordinaria y singular admiración que tuvo por nuestra geografía un extranjero de tierras lejanas, un alemán clásico podría decirse, que sin embargo vivió su admiración como intenso enamoramiento adolescente.

Si bien es cierto que el comienzo de las andanzas de Humboldt por el continente americano se debe a razones casuales (antes de venir a nuestras tierras estuvo a punto de sumarse a los científicos que acompañaron a Napoleón a Egipto e incluso había pretendido ir hasta el Polo Sur), porque fue de la corona española de quien recibió la autorización para explorar estos territorios americanos, el que haya sido así nos lleva a la constante pregunta sobre si en realidad hay casualidades. Porque al desplegarse lo que fue su larga vida –murió a los 89 años– da la impresión de que fue la fuerza de los contrastes del trópico, la magia de un alto Orinoco, de nuestros llanos, el Lago de Valencia, Cabo Codera, el Caribe de aquí, de los Andes, de los volcanes ecuatorianos y entre ellos el imponente y mítico Chimborazo que hechizó a Bolívar como ya lo había hechizado a él; esa constante lucha entre extremos de sobrecogedora belleza, lo que disparó su ensueño y su pasión con la naturaleza suramericana que, cuando la revivimos mediante documentos y testimonios, realmente nos conmueve, pulsa en nosotros fibras muy íntimas y en cierta manera renueva nuestra pasión por aspectos de nuestra tierra que también nos han marcado profundamente. Se cumple con Humboldt lo que muchas veces ha ocurrido en la historia: que un extranjero, antes que los naturales, sea capaz de encontrar las claves del conocimiento de un lugar.

The heart of the Andes (El corazón de los Andes) cuadro del pintor americano Frederic Edwin Church (1826-1900) fue inspirado por los viajes de Humboldt y se exhibió en Nueva York con un éxito sorprendente en 1859

Friedrich Georg Weitsch (1810)- Alejandro de Humboldt y Aimé Bonpland a los piés del Chimborazo

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Y precisamente ahora, a propósito de Humboldt, vuelvo sobre cuestiones que parecen estar suspendidas como tarea pendiente sobre nosotros arquitectos, difíciles de asumir con todas sus consecuencias: las exigencias que la naturaleza impone al edificio. Porque decir naturaleza es decir muchas cosas que se suman, se entrecruzan y vienen a ser una complicada red que define lo que entendemos por cultura: porque sin hablar de naturaleza no es posible hablar de cultura. Nos habríamos olvidado de la luna como en la estrofa del poema La luna de Jorge Luis Borges.

Gracias iba a rendir a la fortuna
Cuando al alzar los ojos vio un bruñido
Disco en el aire y comprendió, aturdido,
Que se había olvidado de la luna.

Entro así en un terreno problemático porque no hay forma racional de saber si la arquitectura que queremos construir es respuesta adecuada al ámbito natural. Hasta podría decirse que toda construcción, por estar en un determinado lugar, por haber sido posible realizarla allí, es siempre un tipo de respuesta a las condiciones de naturaleza de ese sitio. Y si en la duda en lugar de abstenernos quisiéramos saber si en efecto lo que examinamos ha respondido a la influencia del medio natural de la mejor manera, nos encontraríamos con que no es posible definir y delimitar con precisión lo que se entiende como la mejor manera, ya que si bien hay aspectos de la respuesta arquitectónica que son medibles –como el confort térmico, la huella de carbono, el consumo energético– muchos otros no lo son y sólo pueden ser juzgados a partir de lo que pudiéramos llamar una filosofía, un discurrir metafísico, un conjunto de razonamientos que no corresponde a hechos sino a conceptos, a palabras: la mejor manera es lo mismo que un juicio de valor.

Pero ello no quiere decir que debamos renunciar al concepto y a lo que propone; más bien correspondería ampliarlo para abarcar aspectos igualmente no medibles pero significativos, como lo sería la vocación patrimonial de una arquitectura, su capacidad para hacerse parte representativa de lo más propio de la cultura de una sociedad, lo que ha sido sometido a la prueba del tiempo, condición que puede indicarnos si en efecto estamos ante una respuesta válida, porque, insistimos, la armonía con el medio natural forma parte de lo que entendemos por cultura. La naturaleza, junto a todas las cosas de la vida, hace germinar en nosotros diferencias en la concepción, percepción y valoración de la arquitectura que en cierto modo –aunque no estemos conscientes de ello– nos identifica. Entre la arquitectura que deja huella en la cultura, la que he llamado patrimonial, y el medio ambiente hay una relación determinante, la cual insisto no se manifiesta sólo en su concepción sino en su percepción, (lo de la percepción es básico) relación que se hace parte de nuestra psique como lo revela la permanente compulsión a representarla –hacerla visible– dentro del repertorio de símbolos de todas las sociedades. Percibimos la arquitectura de modo diferente en la misma medida en la cual son diferentes las condiciones de naturaleza donde construimos.

Y al decir todo esto ¿qué estamos diciendo si no es que la arquitectura no puede juzgarse sin conocer a fondo el contexto de donde toma forma? ¿No estamos acaso rechazando la tendencia a la simplificación, a la unificación de los argumentos que contribuyen al juicio de valor? ¿No estamos devaluando los modos de apreciación que prevalecen en lo mediático actual? Porque es de eso de lo que se trata, de resistir al aplanamiento, a la uniformización de los recursos críticos actuales respecto a la arquitectura y los arquitectos.

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La forma como Wulf se refiere en su biografía a la relación entre Humboldt y Simón Bolívar me impresionó porque revela que entre Humboldt y Bolívar hubo mucho más que una relación circunstancial. Sabía yo vagamente de su encuentro sin que nunca me hubiera inspirado un segundo pensamiento, pero ahora se me presentó como un acontecimiento clave.

Alejandro de Humboldt a su regreso de América en 1804

Ya Humboldt, en Agosto de 1804 con 34 años de edad, 35 en Septiembre, había regresado de su primer viaje americano y se había instalado en París, –Napoleón en el apogeo de su gloria y el comienzo de la deriva que lo consumió– donde había llegado Bolívar en la primavera, jovencísimo, de apenas 21 años, viudo y muy afectado emocionalmente por la reciente pérdida de su esposa (producida por la fiebre amarilla según Wulf y la historiadora Marie Arana en su reciente biografía Bolívar American Liberator), dispuesto a dejar que la vida social y disipada lo ayudase a recobrar el ánimo. Ya Humboldt se había hecho famoso aunque no había aún publicado su primer libro Cuadros de la Naturaleza, pero las noticias de su largo (cinco años), arriesgado y portentoso viaje que lo había llevado por el corazón de nuestro país, Colombia y Ecuador, continuando a Cuba, Méjico y los Estados Unidos, lo habían precedido convirtiéndolo en un personaje famoso, que después sería visto como una notoriedad científica. Bolívar y él se conocieron en ese mismo 1804, aparentemente en Septiembre, y trabaron amistad, hasta el punto de reencontrarse casi un año después en Roma, verano de 1805. Bolívar llegó a esa ciudad en Julio y según Arana lo hizo caminando desde las estribaciones de los Alpes italianos. Habían partido desde Lyon, sur de Francia, él y Simón Rodríguez, siempre a pie, como parte de una experiencia de vida al aire libre y encuentro con la naturaleza extremadamente sugerente –para alguien como yo que desconocía ese carácter de exploración de lo natural– en relación con la personalidad futura del Libertador.

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Porque esas andanzas en años tan cruciales para cualquier ser humano, lapso en el cual echa raíces la personalidad y se definen propósitos que orientarán toda la vida, han pasado para los venezolanos de mi generación un poco desapercibidas, oscurecidas injustamente por todo el relato de gloria militar que ha servido entre otras cosas para alimentar las peores distorsiones como la que padecemos hoy los venezolanos a manos de una camarilla de indignos usurpadores y cómplices. Si en el caso de otro hombre excepcional como lo fue Andrés Bello, se insiste –para afirmar su venezolanidad– que ya estaba en lo esencial formado cuando salió de nuestro país para nunca más volver, y por ello mismo se exploran y detallan con insistencia sus años juveniles, con Simón Bolívar pasa exactamente lo contrario, al ignorarse un poco los años formativos, en los cuales se dio este andar europeo que daría lugar a un episodio –ese sí muy mencionado, repetido y conocido– como el juramento del futuro héroe ante las ruinas romanas teniendo como testigo a su querido maestro y cuyas frases, verdaderas o no, nos sabemos de memoria.

En los documentos de Humboldt hay evidencias de que los momentos de convivencia en Roma de los dos personajes fueron más que simple cortesía. En la actitud crítica de Humboldt, quien fue considerado un antimonárquico toda su vida a pesar de su cercanía a la corte prusiana, hubo muchos argumentos que influyeron en los puntos de vista de quienes en nuestro continente los conocieron a través de comentarios o sus libros, publicados en los tiempos iniciales de nuestro proceso independentista. Bolívar llega a decir más tarde en una carta que envía a Humboldt que con su pluma Humboldt había despertado a Suramérica. Lo cual no es poco decir si estamos hablando del pensamiento de un científico y no de un filósofo revolucionario. Y dentro de ese pensamiento descuella una actitud de admiración ante la naturaleza sudamericana que en ese momento de la historia universal tenía el potencial de hacerse motivo emocional para soñar con la creación de nuevos espacios sociales para la humanidad. Para convertir esa espléndida grandeza, su exuberancia amable y también difícil, sus contrastes, sus inmensas montañas, su reino solar, sus mesetas que alivian calores y crean microclimas, tantas cosas que vistas desde el frío despiertan nostalgias, en territorio de utopías. Porque lo natural –es ese tema el que me interesa más destacar de la relación Humboldt-Bolívar– nos hace un llamado permanente no sólo como evocación sino como apropiación. Si eso lo sentimos hoy quienes de alguna forma llevamos en la intimidad perfiles de serranías, fronteras de mar o de tierra, verdes oscuros que trepan e invaden, tantas huellas de lo que crece y preside la escena donde hemos vivido, y nos resistimos a que nos sea arrebatado por la ignorancia, el oportunismo y la maldad de unos ilegítimos que lo ignoran todo y cuya fuerza es la falsedad, con mayor razón podían sentirlo quienes apenas se asomaban al conocimiento de la inmensidad de todo un continente, conocimiento que empezó a formarse en el pensamiento de un Alejandro de Humboldt.

Y culmino con esta frase de Humboldt en su libro Cosmos:

La naturaleza es el terreno de la libertad 

Buena cosa para decirla en estos tiempos navideños donde nació la esperanza y la promesa.