Oscar Tenreiro
Preguntarnos acerca de los distintos modos de percepción de la arquitectura ayuda a conocer mejor los caminos que ha recorrido su apreciación, el juicio que de ella nos hacemos. Puede ayudarnos a entender por qué le damos valor especial a ciertas arquitecturas hasta considerarlas parte del patrimonio colectivo, hacerlas nuestras, darles el rango de imagen que en cierto modo nos identifica incorporándolas al paisaje que nos pertenece; así como hacemos nuestros en el sentido psíquico otros accidentes del escenario que nos rodea. Mientras que otras, por más deseos que hayan tenido sus constructores para dotarlas de atributos capaces de atraer la atención, por más recursos que se hayan empleado para acicalarlas y hacerlas atractivas, no pasan de ser lugares cuya fisonomía se diluye en nuestros recuerdos sin dejar huella permanente. Porque son múltiples y con frecuencia difíciles de señalar los factores que influyen en la percepción de la arquitectura. Pueden ser conscientes, es decir parte de lo que podríamos llamar un cuerpo ideológico que filtra lo que percibimos y dispara nuestra simpatía; o inconscientes, fuera de nuestro control pero con capacidad para convertir al objeto en preferencia nuestra, personal.
Uno de ellos es sin duda su respuesta a las condiciones de naturaleza (también de la naturaleza artificial: la ciudad con sus variadísimos estímulos) que mencionamos en Digresiones (30). Porque no es aventurado afirmar que una respuesta excepcional o incluso simplemente adecuada de una determinada obra a esas condiciones, deja una huella importante en nuestro mundo psíquico que nos lleva a incorporarla a nuestras preferencias, o considerarla digna de atención. Se hace parte de nuestros paisajes del alma podríamos decir. Si bien insistimos en decir que no siempre el usuario o el observador tiene conciencia clara de que su aceptación proviene de ese particular atributo. Con frecuencia la relación armónica entre la arquitectura y el medio natural en el cual se construye pasa a convertirse en uno de los fundamentos claves de un juicio de valor favorable sin que lo sepamos con certeza. Porque como ya hemos dicho antes es casi imposible ser preciso en la definición e incluso en la descripción de lo que entendemos –o podría entender cada quien– por relación armónica.
Pero hay otros aspectos más personales y excluyentes que este diálogo entre la arquitectura y el medio natural: las corrientes de opinión que contribuyen a construir el cuerpo ideológico que alimenta nuestra percepción, o la filtra, como decíamos. Rocemos uno de ellos.
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Empecemos por reconocer como poco probable que los arquitectos o, más simplemente, las personas cuya mirada hacia la arquitectura es reflexiva, formulen un juicio de valor bien fundamentado, es decir, no una simple opinión sin respaldo, sin que de alguna forma se filtre en la elaboración de su juicio el deseo de estar en sintonía con una actualidad que define lo que se lleva, lo que se trajina en términos de moda, cosas que están constantemente a nuestro alcance como mercancía a través de los medios de comunicación y nos llegan desde fuera con intensidad abrumadora, desde realidades a veces radicalmente opuestas a las nuestras y sobre todo marcadas por el predominio económico de los países centrales. Dicho en otras palabras, nuestro juicio está de modo habitual condicionado por puntos de vista producto de geografías naturales y culturales distintas e incluso antagónicas a las que nos rodean. Con lo cual queda dicho que, de un modo que podríamos considerar decisivo, el estar en sintonía con la actualidad nos obliga a tomar como nuestros, en alguna medida haciéndonos imitadores, las posturas, los criterios, los conceptos, vulgarizados por los medios de comunicación –y cada vez más por la web– que pueden pasar por alto asuntos fundamentales propios de nuestro entorno habitual y natural.
Esta es una cuestión que se ha explotado mucho desde la perspectiva político-cultural y se ha trajinado hasta el exceso. Ha circulado en el mundo del arte sin demasiada insistencia porque la literatura o las artes visuales –no así las artes de la escena– están mucho más protegidas de su impacto, pero en el campo de la arquitectura está mucho menos presente y en general tiende a ignorarse si no fuese porque la constante búsqueda de lo pintoresco parece considerarlo cuando se descubre algo –o alguien– fuera de los circuitos de novedades habituales del Primer Mundo: es la excepción de la regla. Y una de las razones de que sea así es la ausencia en ese lugar del mundo distante geográfica y socialmente de los centros, lugar que puede ser cualquiera de nuestros países, de un pensamiento con raíces firmes, profundas, que permita conocer mejor, desarrollándolas, las especificidades del contexto, lo que lo hace diferente y menos vulnerable al impacto de lo que circula fuera de él. En otras palabras, exige espesor intelectual para poder diferenciar entre lo esencial y lo accesorio, lo cual nos lleva directamente al debate cultural. Si en un medio dado el debate (debate podría ser equivalente a crítica) es pobre en recursos, si no está estimulado por una producción (la arquitectura exige la construcción) mayor será la propensión a apropiarse de lo que viene de fuera en el espacio virtual de la información al instante. Que hubiese un debate sólido, que hubiese producción igualmente sólida aún en circunstancias políticas desfavorables, y la solidez de sus culturas en suma, es lo que permitió el surgimiento en España y Portugal, en tiempos de la avalancha posmodernista que se apoderó de los países centrales como una enfermedad contagiosa, de una arquitectura independiente de los malabarismos teóricos del momento, justificadores de absurdas regresiones estilísticas en la concepción del edificio. La arquitectura de España y Portugal, en ese período, y por razones que no hay lugar para discutir aquí, vino a ser una arquitectura de resistencia que atrapó el interés general y tuvo una calidad mucho más que aceptable.
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Si nos detenemos en el caso venezolano, es indudable que ha habido poco del espesordel cual hablo. Si bien uno entiende que personas –un puñado– que intentaron propiciar un debate en los años sesenta del siglo pasado eran de buena formación, de talento, estudiosos y atentos a un rigor intelectual, y un par de ellas arquitectos de alto nivel, podría decirse que crearon el debate filtrando sus puntos de vista de manera tan marcada por la ideología política, concretamente por un marxismo acrítico respecto a sí mismo y propiciador de la antidemocracia, que utilizaban los argumentos arquitectónicos como con pinzas, temerosos de contaminarse con blanduras capitalistas. Alguno sigue activo hoy, ya completamente expuesta su inconsecuencia, pero no puede negarse, es lo lamentable, que propiciaron la formación de una actitud intelectual –en los más jóvenes, esencialmente sus seguidores ideológicos– incapaz de acercarse a la arquitectura con un mínimo de frescura, lo cual hizo un daño que hoy podría calificarse de irreparable (tan estables han sido sus consecuencias en sus seguidores) a lo que pudiéramos llamar la pequeña historia del desarrollo de nuestra arquitectura, oscureciendo nombres, contaminando memorias, arrojando sospechas sin otro fundamento que una estrecha visión ideológica.
Este comentario local puede verse como una digresión dentro de otra, porque no era de eso de lo que deseaba ocuparme, pero enredémonos en ella.
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Ese peso ideológico no era exclusivamente venezolano sino latinoamericano. Un peso que los acontecimientos políticos de las últimas décadas han terminado por despojar de su máscara pseudo-intelectual para revelar su radical hipocresía y especialmente su mínima consistencia como contribución a un juicio de valor útil para el desarrollo de un pensamiento. Pero su peso fue determinante en el discurso de profesores, académicos o diletantes durante casi todo el siglo veinte a partir de los años sesenta. La historia de la arquitectura que se impartía le rendía mayor o menor tributo pero siempre lo consideraba, y se formaron varias generaciones de estudiantes –algunos reconvertidos después en profesores–que repetían sus esquemas sin estar muy conscientes de ello.
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El haber sido el primero de estos arquitectos devenidos en críticos que con su postura, sus argumentos, su acercamiento a la arquitectura y los arquitectos, su actitud desprejuiciada, a veces light y por ello abierta a equivocaciones, su irreverencia y su indudable autonomía intelectual es el mérito principal de William Niño Araque, a quien menciono con nostalgia de su presencia. Sus pares, es decir quienes incidían de alguna manera en el escaso y esporádico debate venezolano, no le perdonaban precisamente su irreverencia, y cargados como estaban –y algunos aún están– de sus prejuicios y lugares comunes venidos de la ideología marxista, lo atacaban a la sordina, en privado o en la cátedra, reprochándole –con cierta razón, habría que decir– su tendencia a inventar etiquetas o trivializar cuestiones importantes, la cual hacía difícil situarlo o esperar de él puntos de vista suficientemente sustentados, o más bien justificados en términos académicos.
Este pasado 19 de Diciembre se cumplieron 7 años de su muy temprana muerte. No es un recurso sentimental de ocasión que aquí diga que ha hecho falta, porque lo aseguro no sólo por cuestiones vinculadas al afecto sino –para mí lo más importante de su presencia en este mundo– por esa, no buscada por él, condición de cuña, de frontera, de ruptura, de distancia, con el examen ideologizado de la arquitectura venezolana. Y aparte de eso, ya de por sí importante, estaba su capacidad de convivir civilizadamente con gentes de diversas visiones, pasando por alto, porque era propio de él ignorar las distancias calculadas de los que no lo querían bien, las divergencias a veces importantes. Si bien al mismo tiempo transitaba con bastante comodidad y no poco entusiasmo por los terrenos de la frivolidad, aspecto de su personalidad que me era muy difícil aceptar.
Hoy lo recuerdo y le rindo tributo.