Oscar Tenreiro
Las entradas tituladas Todo Llega al Mar, numeradas del 1 al 13, son parte del texto del libro con el mismo título que publiqué en abril de 2019, comenzado a redactar un año antes. Mi intención era que el texto del libro estuviese también en este Blog, idea inadecuada que abandoné. Reproducen, con ciertas diferencias, las páginas del libro desde la 33 a la 67.
Cabe preguntarse aquí la razón por haberle dedicado tanto espacio a un viaje. Y lo he hecho porque lo que experimenté durante los dos meses largos que duró. tuvo un papel decisivo en mi formación. Descubrí la diversidad latinoamericana, la riqueza de sus múltiples tonos, sesgos, sutilezas que se funden en una sola cultura y envuelve a todo el continente de un modo único, impresión que alimentó en mí expectativas de un futuro común imaginado con los mejores trazos, tal vez utópicos pero que conservo hasta hoy. Y conocí gentes, se me revelaron otros modos de ver la realidad, visité lugares, tuve experiencias humanas –encuentros entrañables– que definieron mucho de lo que soy. Tocó tantos aspectos de mi sensibilidad, de mi posición frente al mundo, que necesariamente influyeron en el desarrollo de lo que he llamado mi conciencia de arquitecto, porque pienso –y he insistido en ello– que Carlos Raúl Villanueva dijo algo verdadero cuando afirmó que el arquitecto es –o debe ser–un intelectual[1], condición que implica ser una persona abierta a todas las manifestaciones de la cultura, dispuesta a lograr que ellas alimenten, junto a otras cosas importantes, su conducta, sus aspiraciones y su forma de relacionarse con los demás, sin que olvidemos que la conducta incluye lo que hacemos y queremos hacer. Y siendo evidente que no sabemos porque es imposible saberlo cuales son los mecanismos psíquicos que hacen que la riqueza de nuestro mundo intelectual alimente lo que hacemos y queremos hacer como arquitectos, no por ello dejamos de darle la importancia que tiene. Sólo podemos conjeturar que algo que hemos observado, el detalle de algún encuentro, el cuadro que excitó nuestra curiosidad, una melodía, aquel espectáculo extraordinario, determinada vivencia, la visita que nos interesó, lo que al leer disparó nuestra imaginación, la permanente actitud de observación, todo eso o una sola de esas cosas, influyó en alguna de las decisiones que hemos tomado cuando se trata de proponer arquitectura. Pero es de la suma de ellas junto a otras tantas de orígenes más precisos –como por ejemplo las destrezas técnicas o expresivas– de donde se alimenta nuestra disciplina, del mismo modo como se alimenta lo que hacemos cuando nos sometemos a prueba en lo que llamamos creación. Por eso insistimos en darle valor a la ampliación de nuestro horizonte intelectual, tanto en tiempos de mayor madurez como –y muy especialmente– cuando fuimos estudiantes, razón por la cual ahora, cuando evoco un trayecto de vida, ahondo en este relato y hablo de lo que para algunos puede ser irrelevante, a raíz de nuestro tránsito de esos días por la geografía física y espiritual Latinoamericana, hito fundamental para mi formación cultural, para mi identidad.
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Reanudé pues mi afiebrada actividad –los estudios junto a la política dan Fiebre,nos lo dijo Miguel Otero Silva– nomás al llegar para cursar el cuarto año y luego un quinto en el cual ya sentía que la Escuela era un estorbo, pero tocado de amores y con proyecto de vida que en cierta medida iba a aislarme de mis pares, esa particular condición surgida de nuestro desarrollo personal que nos lleva a superar la tendencia gregaria –confundirse con el grupo– de la etapa adolescente. El trabajo de Taller apelaba a nuestra mayor madurez de estudiantes de cursos superiores, progresión que parecía plantear cambios en el entorno estudiantil –compañeros, rutinas, preferencias– y el cultivo de una actitud más crítica, más exigente. Me alejé por ejemplo de amigos que permanecían ajenos a la tensión política, que era grande, los tibios de siempre para quienes lo que ocurría al país no era su problema mientras ellos estuvieran bien, así como dejé de frecuentar y preferí tener lejos a aquellos que seguían viendo la arquitectura en la misma forma elemental de cuando nos iniciábamos, porque ya mis intereses se nutrían de una curiosidad por conocer lo que estaba más allá de nosotros, en el mundo amplio y complejo que nos revelaban las publicaciones, los libros, los comentarios, las afiliaciones personales a las tendencias en boga. En resumen, comenzaba ya a crecer en mí una identidad personal que me planteaba renuncias.
Despuntaba una actitud ante la arquitectura, la cual seguramente influida por mis ansiedades políticas y, permítaseme decirlo, espirituales–para no decir psicológicas que sería menos discutible– e inmerso en la controversia en la cual parecía jugarse el destino de mi país, tomó una dirección que podría resumir así: la arquitectura era una respuesta al mundo, no sólo a mis construcciones personales. Estas formaban parte de la respuesta pero no eran su origen básico. El contexto, que es algo que va más allá de lo que sólo es coyuntura, de lo aparente, de lo novedoso, de lo que interesa a todos, es la clave. Una actitud que viene a ser la misma de hoy, cribada, filtrada por todas las experiencias exitosas o fallidas de tantos años.
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¿Donde iba yo a encontrar sustento intelectual para esta actitud? Si consideramos las ideas, los puntos de vista, las polémicas, el debate que tenía lugar por esos tiempos acerca de la disciplina, era imposible no echar una mirada al corpus doctrinario de Le Corbusier. Porque de los pioneros, de los llamados maestros del Movimiento Moderno, Corbusier fue el único que junto con su obra construida[2]intentó ensamblar con la palabra –que es donde reside el pensamiento trasmisible– un discurso que quiso nutrirse de los grandes temas de la cultura, divulgado por él mismo sistemáticamente buscando imprimirle dirección precisa a ese debate y a la vez proporcionando argumentos para participar de la controversia ideológica que se desplegaba en esos años como evolución de lo que venía diciéndose sobre arquitectura y arte desde la segunda y tercera década del siglo veinte. Mientras que la de los demás Maestros–aún la de aquellos que al construir abrieron puertas tan definitivas como las que él abrió– se expresaba en ámbitos mucho más restringidos, especializados podría decirse. Mies parecía demasiado fascinado consigo mismo, Wright empeñado en ser hijo fiel de un país que se entretenía con su ombligo y ya en ese tiempo de su mayor edad complaciéndose en explorar un lenguaje arquitectónico amanerado, lleno de giros decorativos que lo alejaban demasiado de sus extraordinarios hallazgos de la preguerra e inmediata posguerra; y Aalto (a quien siendo más joven podía considerárselo miembro activo de la cuaternidad de héroes modernos) cultivaba un mutismo que aún hoy, cuando con justicia se redescubre y se divulga su argumentación, parece propia de una personalidad orientada hacia la intimidad.
Todo lo que publicaba y había publicado Le Corbusier estaba afirmado en una ética bien definida y quería ser una especie de código moral. Le Corbusier hablaba para la formación –precisamente– de una actitud. Y lo hacía a partir de una visión culta, que aspiraba a ser amplia, haciendo por eso mismo de sus argumentos materia próxima a cualquiera, fuere cual fuere su origen, su contexto inmediato. El corpus de ideas de Corbu (he usado y seguiré usando este modo de nombrarlo) aspiraba a la universalidad, recordaba tiempos ilustrados.Y siendo verdad que mis virtudes de lector no me llevaron hacia un conocimiento serio de sus escritos –no era entonces un lector asiduo– en esa etapa estudiantil, si sabía en un sentido general de lo que hablaba. Es más, sentía que me hablaba a mí, aquí en este país del trópico que pugnaba por ser y aún no es.
No estaban todavía en el panorama de esos años los teóricos, los promotores de doctorados, los críticos que sirven de puente al mundo editorial, los que insisten en un filosofar de ropaje erudito. La palabra la tenían –era una palabra que podía informar, que abría espacios para pensar– los historiadores que narraban lo que había sido y trataban de ubicar lo que era. Y tampoco habían ocupado aún la escena pero comenzaban a ocuparla con las desastrosas consecuencias que ello tuvo para nuestra cultura arquitectónica –hablo sobre todo de nosotros aquí– los críticos que abrevaban en el marxismo, quienes junto a su empeño en decidir quien es y quien no es, son al mismo tiempo capaces –también desde la ideología– de apoyar tragedias como la venezolana de ahora.
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Decía que Corbusier nos hablaba personalmente. Lo que escribía se presentaba como dirigido a cada quien, sus argumentos eran directos, de sentido común. Esa cercanía era consecuencia de su deseo de estar, como lo dijo expresamente[3]alejado de todo propósito filosófico, haciendo uso de una lógica muy accesible, nada intelectualizada. Su arquitectura por otra parte, no se construía apelando a recursos tecnológicos ajenos –o inalcanzables– para nosotros: eran los mismos que servían de escenario a nuestra cotidianidad en la Ciudad Universitaria de Villanueva. Si otros de los arquitectos héroes parecían promover una arquitectura en cierto modo ajena a nuestro mundo, Corbu era una especie de amigo cercano venido de lejos, pero vestido con los mismos trajes. Cuando circuló en la Escuela, de mesa en mesa de dibujo, el volumen 52-57 de las Oeuvres Complètes con ilustraciones que mostraban el modo manual de doblar barras de acero y la famosa foto de la mujer con la cesta en la cabeza acarreando materiales, lo que observábamos era una demostración clara, sin palabras, de que el concreto armado estaba al alcance pleno de un país que pese a las limitaciones económicas que acompañaron su muy reciente independencia del Imperio Británico, asumía la construcción del Secretariado de Chandigarh usando ese material. Chandigarh, ciudad nueva ya en ese entonces bien nombrada entre arquitectos y estudiantes, construida ex-nihilo a partir de lo imaginado y estructurado con especial tino –ha evolucionado en algo más de medio siglo sorprendentemente bien– por un europeo que admirábamos entre otras cosas porque supo entender una tierra y una realidad diametralmente distinta a la suya. Todo lo cual equivalía a decir que los instrumentos que hacían posible esa arquitectura, ejemplar en esos tiempos y aún hoy, estaban también a nuestro alcance. Se trataba de un discurso compatible con lo que éramos como sociedad, por encima de los desniveles obvios respecto a los países centrales.
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Si no manejábamos la idea de modo consciente, de todas maneras recibíamos el mensaje de que la tecnología no era para Le Corbusier –como sí lo es para muchas de las estrellas de hoy– una muleta que se convierte en imprescindible en términos de estilo personal, sino una elección dependiente de contexto y circunstancias. Construyó en concreto armado explorando sus posibilidades constructivas y lo hizo también en piedra o ladrillo cuando lo consideró necesario. Eso sin que olvidemos algo de la mayor importancia porque aludía a la dimensión artística de la arquitectura: Corbu convirtió en valor plástico la imperfección manejada como contrapunto, como contraste, como parte de un todo en el cual coexiste con lo más pulimentado. Seguía los pasos a lo que en pintura llevó al rescate de lo caricaturesco (Klee) mediante el gesto con pinceladas libres e impulsivas que alteraban facciones, que trastocaban proporciones, que ignoraban la perspectiva (Cézanne, Matisse, Picasso, Otto Dix, Beckman y tantos más), y decía con claridad que lo que importaba, más que refinar y sacar brillo, era la presencia del conjunto, era la oración completa más que la frase o la palabra aislada. Su manejo del concreto bruto, o del ladrillo con grandes juntas de mortero rústico, era todo un programa estético que se regó por el mundo –y estuvo sometido al esquematismo de los críticos como brutalismo– y nos decía a nosotros, habitantes de un escenario físico generalmente imperfecto, que no había motivos para la timidez o el temor de pisar en falso a causa de las evidentes insuficiencias de nuestro medio social. Era un mensaje estético, pero de dimensión ética indudable[4]:los recursos técnicos no podían convertirse en requisito de validez para la arquitectura.
Nada de extraño podía tener entonces, ni puede tener ahora cuando se juzga con medio siglo de distancia, que lo que he llamado en mi caso conciencia de ser arquitecto echara raíces en el mensaje corbusiano. Poco me afectaron entonces las críticas acervas con raíz ideológica marxista, tal como desdeño hoy las populistas-revisionistas. Y la más común de aquellas la motivaba la imagen de la mujer con la cesta ¿Cómo justificar, decían, la construcción con acarreo a mano de agregados para vertidos de concreto en sitio, en tiempos en que la prefabricación era común en el glorioso territorio revolucionario soviético? Una pregunta que revela una aplastante ignorancia acerca de contexto y circunstancias. Ignorancia que con otro signo se manifestó en la tendencia que en tiempos posmodernistas –el populismo revisionista– insistió en ver el pasado con los criterios del presente para así lograr audiencia, actitud que abrió paso al esquematismo e hizo más fácil el esfuerzo por encontrar culpables y en consecuencia convertir al más notorio, al más beligerante, al que más influencia tuvo en la opinión como fue el mesiánico Le Corbusier en chivo expiatorio de todos los males de la modernidad. Acusación que pasa por alto que en cierta manera, si usamos un criterio generalista tal como lo escribí más arriba, la voz de Le Corbusier fue la única que formuló de manera ordenada y estableciendo prioridades y puntos de vista fundamentados, los aspectos más sensibles del conjunto de argumentos que definían al Movimiento Moderno. Le Corbusier, para bien o para mal se convirtió por fuerza de las circunstancias –y por supuesto siendo su personalidad un terreno abonado– en portavoz demasiado visible de los planteamientos de la modernidad. Si se le puede acusar de mesianismo, no estaría mal apoyarse en Nietzsche para decir que fue un defecto de su tiempo reflejado en él.
[1]Lo que sigue es parte de lo que escribió Villanueva sobre el arquitecto con motivo de una conferencia que pronunció ante la Academia de Arquitectura de Francia el 19 de Julio de 1954, publicado en: Villanueva CR. (1980) Textos escogidos. Caracas: Centro de Información y Documentación de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela (pp. 77-80). Es un resumen de una reflexión más amplia, y la considero el fundamento de lo que pienso en relación a nuestra disciplina: «Condensando, podría dar la siguiente definición: El arquitecto es un intelectual, por formación y función. Debe ser un técnico, para poder realizar sus sueños de intelectual. Si tales sueños resultan particularmente ricos, vivos y poéticos, quiere decir que a veces puede ser también un artista.»
[2]He insistido en otra parte sobre la idea, bien fundamentada en las corrientes filosóficas de nuestro tiempo, de que el pensamiento arquitectónico no se expresa en la palabra escrita o hablada sino en el acto mismo de construir o proyectar construir, mediante el dibujo de la imagen o de su prólogo –el proyecto– o en el edificio y los espacios que lo definen y dan vida. Las palabras de la Arquitectura son los muros, paredes, texturas, colores, detalles, el manejo de la luz, tantas de las cosas que son parte del fenómeno arquitectónico. La palabra hablada o escrita es, en consecuencia, previa o posterior al pensamiento específicamente arquitectónico, que no es otro que el edificio, lo que se construye, sea cual sea el medio que esté a la mano.
[3]En una entrevista publicada en el semanario L’Express el 3 de Diciembre de 1959, la cual me fue enviada por Gonzalo Castellanos quien al llegar de nuestro viaje se fue becado a París y allá se estableció durante dos años, Corbu dice: estoy fuera de todo propósito filosófico…
[4]«Ética y Estética son una y la misma cosa». Ludwig Wittgenstein