Si la conducta de Arévalo disparaba la mala conciencia política de quienes figuraban en la cima de la vida literario-cultural venezolana de su tiempo, pienso que igualmente los distanciaban de él dos prejuicios.
El primero sería la distancia con la cual se tiende a ver el ejercicio del periodismo desde los medios literarios. En el pasado, entre escritores, el periodismo era considerado como una actividad menor que roza desde fuera los límites de lo propiamente literario. Es sólo en el último medio siglo que se acepta la visión, el tono e incluso la técnica periodística como un género literario de pleno derecho[1]. Ese prejuicio tradicional se muestra en un pasaje del libro de Mariano Picón Salas Formación y Proceso de la Literatura Venezolana de 1940[2], a propósito del juicio del crítico y escritor Julio Planchart Loynaz (1885-1948) sobre la novela Peonía de Manuel Vicente Romerogarcía, novela que continuamente se menciona en Venezuela como la primera novela criolla[3]. Dice Picón Salas lo siguiente: Planchart arguye bien que la improvisada cultura de Romerogarcía y su tendencia al periodismo hacen de Peonía una obra heterogénea…frase que deja en evidencia que Planchart considera al periodismo –y Picón Salas parece asentir– escribir para la noticia, para la actualidad, para la polémica, para la denuncia, una actividad que puede actuar como deformación profesional que resta rigor a las formas literarias y en cierta manera actúa como peso muerto –tendencia– que restringe la libertad expresiva del escritor. El periodista pues, en esos tiempos de fines del XIX y principios del XX era visto como una especie de pariente del escritor, lejano y de valor menor. Los escritores pertenecían a un espacio cultural con raíces mucho más firmes que estos escribidores de actualidad y noticias. Tal vez por eso fue que Arévalo Gonzalez escribió sus dos novelas y sus Apuntaciones Históricas: para superar las barreras que lo separaban del mundillo de los escritores. Y si la aparente debilidad formal de ambas novelas –que ha trascendido–no lo ayudó, eso no demerita su huella como hombre de la cultura comprometido a fondo con la escritura como medio de participación en el intercambio social de un país que nacía.
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Hay un segundo prejuicio que se muestra en la primera parte de la frase de Planchart sobre Romerogarcía, cuando dice su improvisada cultura. Adjetivación a la cual puede responderse diciendo que toda cultura personal tiene algo de improvisación: asomarse al muy vasto universo de la cultura exige llenar lagunas, suplir limitaciones, abrirse a lo sorpresivo, correr riesgos de no entender: ser capaz de improvisar. Y puede agregarse, además, oponiéndose al argumento de Planchart, que las virtudes culturales no necesariamente suman valor a lo que se escribe. De modo que lo que en realidad está haciendo el crítico con la argumentación comentada por Picón Salas, es buscar un modo elegante para distanciarse de Peonía y de su autor. Con lo cual nos da claves para inferir que la intelligentsia literaria-
Romerogarcía podía ser visto entonces por la gente de los mundillos o por un crítico literario, como un simple telegrafista sin roce académico. Tal como podía verse a Arévalo, quien igualmente era sospechoso de cultura improvisada. Y a pesar de que dejó una indiscutible huella como escritor-periodista en la sociedad venezolana de entonces, siempre quedaba espacio para no considerarlo parte de los cenáculos literarios más vanidosos, aparentemente más al día, ideologizados respecto a como debía escribirse –el modernismo o la visión positivista por ejemplo– lo cual probablemente Planchart consideraba más representativo o interesante para un crítico.
Si se toman en cuenta las imprevisibles vías que en los mundillos literarios siguen las desbordantes autoestimas –el ego– de cada quien, no es improbable que se haya querido mirar en menos a Arévalo desde el punto de vista intelectual y cultural. Que se lo haya querido mantener a distancia. Su andar solo pues, al cual me he referido, aludiendo a que no formó parte de las roscas políticas, se aplica con parecida razón a las roscas literarias.
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Y porque la historia, incluyendo la cultural, se escribe generalmente partiendo de las historias o recuentos existentes, yendo a las opiniones de los contemporáneos y si se habla de literatura leyendo lo que el consenso general recomienda leer; por todo lo que hemos dicho Arévalo González quedará siempre un poco lejos, en segunda fila. O desaparecido hasta el punto de que Picón Salas ni siquiera se tropezó con él en sus investigaciones para su libro sobre Cipriano Castro. Y así mismo ocurrirá con El Pregonero, pese a su importante tiraje (Arévalo habla de veinte mil ejemplares, cifra muy[6]sustancial para lo que era Caracas a comienzos del siglo XX), porque su tónica editorial siempre principista y anti-gubernamental, sujeta permanentemente a presiones autoritarias, exige ponerlo un poco lejos como para ser equilibrado, sobre todo si el historiador no escribe como ideólogo de un sesgo sino buscando objetividad o neutralidad. Esa neutralidad la quiso buscar –en mi opinión– Manuel Caballero al ver desde bastante lejos a Arévalo, como ya comentamos, en su libro sobre Gómez. Y me parece que por las mismas razones Polanco en su biografía del dictador –que también cité– cuestiona su conducta. En cuanto a El Pregonero, el diario venía herido de muerte desde los tiempos de Castro, con su director en La Rotunda varias veces y Odoardo León Ponte, su dueño, exiliado en Panamá donde murió repentinamente en 1905. Desde entonces el diario quedó en manos de sus herederos, su publicación interrumpida por las represalias, Arévalo González varias veces en prisión, hasta que, ya en los tiempos de Gómez –el objeto de estudio de ambos historiadores– cierra sus puertas definitivamente el 11 de Julio de 1913 al comienzo de la más larga prisión de Arévalo. En esa oportunidad el diario fue allanado y se destruyeron los ejemplares de la edición del día salvándose sólo unos pocos porque –se dice– los escondió uno de los muchachos de venta al pregón. Abrupto cese que ausenta al diario del panorama político de un Régimen que duraría 22 años más, al tiempo que su director pasa quince años en prisión sin figuración alguna en el juego político bajo Gómez. Olvidado hasta el punto que Polanco, Caballero y muchos más pasan por alto la particular trascendencia de la actitud de resistencia pasiva que ya hemos comentado. Omisiones históricas, una por distancia, otra por silencio, que son frecuentes en sociedades frágiles e inmaduras como la nuestra: cosas importantes se olvidan, documentos se destruyen, memorias se pierden, versiones de lo ocurrido se establecen aún siendo incompletas o abiertamente falsas.
¿Qué lleva a un hombre como Arévalo González a convertirse en defensor de una moral pública, de una ética republicana, de un proceder afirmado en una idea superior de clara raigambre cristiana definida hoy como el bien común? ¿Cómo explicarse que su celo moralista haya sido de tal género como para, además de defender sus puntos de vista en clave académica o puramente intelectual haya querido hacerlo en forma pública corriendo los riesgos típicos de un país donde campeaba la barbarie política, riesgos que lo llevaron a sacrificar su propia vida?
Es del proceso de búsqueda de respuestas a estas preguntas de donde más obtenemos enseñanzas de Rafael Arévalo González.
Si comenzamos por la última, podemos suponer que Arévalo actuaba por convicciones con raíces religiosas. Cuando era joven, sin embargo, no sólo no era religioso sino que en cierto modo hacía notar su ateísmo. Fue progresivamente que se convirtió en creyente. De este modo se expresa en sus Memorias[7]: …Era yo entonces (en su juventud) un empecinado materialista; no leía sino libros de ateos; casi de memoria me sabía las obras de Luis Büchner, principalmente la titulada ” Fuerza y Materia” [8]…En cierta ocasión me fajé muy bien, y en un artículo me declaré “enemigo personal de Dios”. Ruidosamente me aplaudieron y felicitaron los que eran más mentecatos que yo. ¿Cómo fue mi conversión? La fe no me tomó por asalto el corazón; pasó primero por el cerebro cuando este analizó este sólido argumento de Descartes: ¡Qué mayor absurdo, atribuirle un efecto inteligente a una causa ciega! Esto me hizo meditar.
También fue masón en su juventud. Lo fue a instancias de su padre y lo dejó presumiblemente después de su matrimonio en 1896, cuando tenía treinta años. Y para entender algunas cosas del devenir histórico nuestro siempre conviene tener en cuenta que la masonería tuvo muy fuerte presencia en toda América y mucha en Latinoamérica, e igualmente en Venezuela, en tiempos de la lucha a favor de la república y etapas posteriores, cuando la iglesia católica y la masonería estaban enfrentadas en un pulso sordo que se manifestaba a veces abiertamente, como ocurrió en los tiempos del fascismo español. Ser masón en su primera juventud incluso le salvó la vida a Arévalo González, tal como narra en un pasaje de sus Memorias al referirse a un incidente cuando vivía aún en Río Chico y uno de esos caudillos locales que actuaban con su ley personal y disponían de las vidas de los otros quiso tomar represalias con él. Pasó pues por una experiencia muy común, la de dejar atrás las certidumbres afirmadas en una militancia juvenil, para madurar en la reflexión, punto de llegada que no es aventurado atribuir a la soledad y la vulnerabilidad del prisionero.
Porque sin duda hay resonancias religiosas en su riesgosa insistencia en la crítica que en un sentido amplio podría llamarse moral, pero sobre todo las hay en la mansedumbre que lo lleva a soportar la cárcel como si fuese una puesta a prueba de la solidez de sus puntos de vista, evitando en sus alegatos a favor de la posición que sostenía –rasgo admirable– exponer o subrayar los padecimientos a los que fue expuesto, los cuales apenas menciona. Evita así de un modo que parece deliberado que esos padecimientos le envenenaran el alma o sirvieran de abono al resentimiento y la amargura. Porque resulta ejemplar constatar que a lo largo de sus Memorias no sea posible encontrar manifestaciones de odio o imprecaciones a sus carceleros sino más bien vigencia plena de una actitud crítica reflexiva y contenida. Al tiempo que tampoco se dejó llevar por una visión piadosa de sí mismo, una elaboración de sus tropiezos y derrotas como argumentos evangelizadores, rasgo ejemplar en esos tiempos de permanente confrontación del tradicionalismo religioso con la visión positivista.
[1]La novela A Sangre Fría del estadounidense Truman Capote (1924-1984) concebida como un reportaje periodístico, es una obra pionera de la simbiosis periodismo / literatura o realidad / ficción. Es una de las primeras novelas-reportajes del mundo cultural de los Estados Unidos.
[2]Formación y proceso de la Literatura Venezolana / Mariano Picón Salas / Universidad Católica Andrés Bello / 2010 Reedición a cargo de Cristian Álvarez.
[3]…Peonía tiene un alto valor histórico. Es la primera gran tentativa de criollizar plenamente nuestra novela; de meter la lengua popular en una gran obra narrativa…Op. Cit. Pág 124.
[4]Pág. 166 y siguientes de las Memorias.
[5]Regresó a Venezuela en tiempos de Gómez y debe salir en 1909 de nuevo al exilio a Europa donde se reconcilia con Castro, viaja a Colombia y se radica en Aracataca (el pueblo donde nació Gabriel García Márquez) dedicándose a la agricultura y la destilación de licores. Muere en 1917. Había nacido en 1861.
[6]Pág, 214 de las Memorias.
[7]Op. Cit.Página 24.
[8]Ludwig Büchner (1824-1899), filósofo, escritor y médico alemán (http://www.filosofia.org/mat/