Si hubiese dudas sobre la motivación religiosa de la conducta de Arévalo González, basta ir a algunos de los textos que escribió, muestras de un impulso por dotar de un sentido superior –sólo comprensible si lo motiva la Fe religiosa– a su voluntad de enfrentar con estoica resignación la injusticia que se cometía con él. Se deja ver en sus frases, en su modo de expresar en palabras lo que vivía, un anhelo de trascendencia, un deseo de vincular el accidente, el tropiezo, el revés, la derrota en suma, con un destino que supera la vida y lleva hasta el reposo en un espacio último, final, claramente religioso, que le da sentido a sus padecimientos, que los justifica incluso. Lo dice de modo inequívoco en un documento muy personal y a la vez expresivo de lo que vengo afirmando, que es la Carta a mi Nelly. En uno de cuyos párrafos[1]se lee: …ahora que me siento incomparablemente desgraciado, tengo sed de sufrimiento, tengo hambre de padecer aún más, porque una voz en lo interior me dice que nuestro buen Dios, el Dios de la bondad y de la misericordia infinitas, te hará tan feliz como desventurado soy…
Con esas palabras Arévalo González nos ayuda a entender su conducta. Lo que lo indujo a enfrentar resueltamente las consecuencias de su rebeldía cívica se explica no sólo como vigilancia, producto del celo republicano y democrático o auto-otorgado papel moralista, fundamentos de lo que hoy llamaríamos sus objeciones de conciencia, sino también como impulso originado en un compromiso de raíz religiosa. Acepta e incluso desea el sufrimiento porque lo supone compensado por el bienestar espiritual y vital de quien ama; asume el sufrimiento como una forma de redención que comparte con los seres amados en el mismo sentido de una comunión de los santos que actúa al mismo tiempo como herramienta para –en último término– inducir la rectificación de la conducta del opresor. Su modo de actuar se inscribe así en la tradición cristiana del martirio, históricamente asociada a la lucha contra la ceguera arrogante de la tiranía y el poder perverso. Una lucha pasiva que para sostenerla exige un enorme coraje y una ejemplar disposición del ánimo que ha sido comentada, elogiada e historiada desde la más remota antigüedad.
Hemos hablado de la forma como se da su última prisión, cuando envía una carta directamente al tirano pidiéndole muy civilizadamente, muy ingenuamente, con extrema mansedumbre, simplemente la libertad de los estudiantes, mansedumbre que causa la ira del sátrapa y el deseo de castigarlo ejemplarmente, esta vez junto a los estudiantes por quienes abogaba en las mazmorras de una vieja fortificación colonial –El Castillo de Puerto Cabello, donde un siglo antes estuvo Francisco de Miranda– vestigio simbólico de la opresión. Se revela así en Arévalo no sólo una convicción sino una disposición que apunta al martirio: en cierta medida vio el sacrificio de su vida como una herramienta de lucha trascendente, superior a las circunstancias inmediatas de su vida, ya entrado él en un crepúsculo, sin la compañía de la mujer que amó, con sus numerosos hijos luchando por sobrevivir en una sociedad cargada de prejuicios políticos que sólo desaparecieron en su versión más pública – porque siguen vigentes hoy– con la muerte de esa especie de arquetipo del hombre fuerte venezolano que fue Juan Vicente Gómez.
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Hay otra vertiente de la dimensión religiosa en el discurso de Arévalo González que tiene un origen más complejo. Ya he aludido al hablar de la no violencia como arma de lucha, a la recurrente pregunta, que tan fuertemente como en ese entonces, nos acosa hoy a los venezolanos: si la violencia es el único medio efectivo para derrotar una tiranía.
Pregunta, si vemos hacia atrás en la historia, que parece contestarse siempre afirmativamente mientras no se examine lo que ha ocurrido en los tiempos posteriores a la aparente derrota, con frecuencia marcados como en el caso venezolano en vida de Arévalo González, por una inestabilidad que engendró nueva violencia. Secuelas que por ejemplo en el ámbito cristiano han disparado muchas reflexiones surgidas de la contradicción entre el mensaje de convivencia y hermandad que sumado a las múltiples consecuencias del episodio evangélico de la otra mejilla fue uno de los pilares de la vertiginosa expansión de la cristiandad, y los abundantes ejemplos históricos de apoyo de las jerarquías eclesiásticas a las guerras religiosas o a una catequesis apoyada en medios violentos. Una contradicción que en tiempos más recientes ha puesto en primer plano el concepto de la no violencia activa respaldado insistentemente por la pedagogía papal [2]emparentado como ya hemos hecho notar con el legado de Gandhi o la búsqueda de reconciliación de un Nelson Mandela. O por supuesto coincidente con lo más característico de la tradición budista, sin embargo contradicha, tal como acabo de decir que ocurrió en el seno del cristianismo, o más bien transgredida, por la actitud actual de algunos monjes budistas en el sudeste asiático –Sri-Lanka, Myanmar– que han promovido la violencia contra los fieles del Islam.
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Y porque luego de las prisiones que sufrió, ya un hombre maduro curtido por la lucha y conocedor del país, su gente y sus herencias, Arévalo González se convenció de que el verdadero cambio de la situación venezolana nunca se lograría mediante la violencia sino a través de la libre expresión de la suma de las voluntades individuales, es justo destacar que se trata de una visión que si bien es un valor democrático esencial, proviene de una concepción de la posición de la persona humana [3] en la comunidad y de la interacción de la sociedad entera con el poder político, uno de cuyos remotos orígenes, acaso el principal, es cristiano. De ello sabemos mediante el relato de una conversación entre él y un personaje importante de la sociedad del interior venezolano, el caroreño[4]Cecilio Zubillaga Perera (1887-1948) https://bibliofep.
Puede decirse pues que indagar sobre el sentido más profundo y duradero de la vida de Rafael Arévalo González lleva hacia la dimensión religiosa de su modo de actuar. Y antes de concluir estas reflexiones sobre su vida quisiera ponerla en primer plano. Lo hago a conciencia de que se trata de un terreno difícil, porque si bien se beneficia el rigor del juicio sobre sus modos personales e intransferibles de ver la vida, y por lo tanto de actuar, es un ámbito que evitaban hasta tiempos muy recientes los historiadores académicos: para el laicismo militante décimonónico o los prejuicios del marxismo de derivación populista del siglo veinte, toda mención a lo trascendente ha sido considerada sesgada, subjetiva e inexacta: anticientífica. Sin embargo, la búsqueda más a fondo, el deseo de comprender de modo completo a la persona y las personas, en muchos casos ha ido llevando a la aceptación e incluso la valoración abierta de las motivaciones religiosas en la perspectiva histórica. Ya hoy es simpleza, si no ignorancia, seguir separando lo religioso del conjunto de influencias en el hecho social y personal. Se ha quitado del medio el prejuicio ideológico interesado–obstáculo poderoso en mis tiempos adolescentes– favoreciendo el más amplio conocimiento de la psique humana y colectiva. Se superó un peso muerto que oprimía indiscriminadamente y erosionaba la libertad de juicio y sobre todo empobrecía. Atrás ha quedado con justa razón la visión de los procesos sociales y personales desde un materialismo autosuficiente, arrogante y excluyente, propia de los ideólogos.
Y es a partir de un impulso religioso (aunque este impulso tenga en quien lo experimente un origen no del todo consciente) como se puede entender el martirio como decisión responsable, como acto consumatorio [7]de una búsqueda vital. Sobre el martirio se puede decir y escribir mucho como acto decididamente heroico (lo llamo acto porque me refiero al martirio que se busca, se marcha hacia él, no sólo se espera) que figura en casi todas las religiones como salvaguarda de un más allá venturoso, seguridad del Eterno encuentro. Y debe destacarse que Arévalo, particularmente en su última prisión en el castillo de Puerto Cabello, fue hacia ella voluntariamente. Salió a esperar la muerte apenas dos años después. Hizo lo que hizo a sabiendas de que sería castigado de nuevo: avanzó hacia una forma de martirio. Y cuando el sentir religioso se expresa como olvido del interés y las ventajas personales en provecho de los otros tomando la forma del sacrificio personal, adquiere el peso y la importancia de lo definitivo. El martirio es un acto que se inserta en lo insondable del ser humano. Es irrefutable.
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Cuando la crítica situación que se vive en este momento venezolano pesa en nosotros hasta ensombrecernos el ánimo; cuando esas sombras nos hablan de la falta de límites de la torpeza; cuando los acontecimientos que se suceden en países que presumíamos a salvo del desbordamiento de la insensatez nos dicen que la torpeza es universal; en esos momentos se nos revela con toda su fuerza saber que antes de nosotros hubo muchos que con admirable serenidad enfrentaron de pie la torpeza, el abuso y la arbitrariedad. Lo hicieron sin intentar protegerse de las desventajas personales que les acarrearía su rebeldía. Cultivar la memoria que de ellos tenemos, eso que llamamos el legado, se revela entonces como esencial. Se hace indispensable mantenerla viva como llamado a la conciencia de cada quien para iluminar un poco el camino que debemos seguir hoy. Y si al mirar hacia atrás nos encontramos con que la ceguera frente a lo importante y la falta de interés por los que antes tuvieron la palabra se interpone y desvía la mirada, nos atrapa una sensación de impotencia que nos vemos obligados a suplir, nos invita a llamar la atención. Es por ello que me he empeñado en conocer mejor –señalándoselo a otros– la figura de un hombre que si fue un poco como hemos sido todos, respondió sin embargo a las exigencias de su tiempo de modo excepcional. Y lo excepcional es siempre enseñanza.
[1]Pág. 3 del pequeño folleto editado por la familia. Me lo hizo llegar la colega Adina Arévalo Lares.
[2]El Papa Francisco en su Mensaje a la 50 Jornada Mundial de la Paz en Enero de 2017, dice entre muchas otras referencias a la no violencia activa: …cuando la noche antes de morir, dijo a Pedro que envainara la espada (Mateo 26,52) Jesús trazó el camino de la no violencia….mediante la cual construyó la paz y destruyó la enemistad. Y más adelante: La no violencia practicada con decisión y coherencia ha producido resultados impresionantes…(Fuente: Internet)
[3]Este término para diferenciar al individuo como un simple número, de la persona como figura que se perfila singularmente más allá del tiempo, ha sido muy usada por los pensadores católicos de la modernidad, particularmente los neo-tomistas y entre ellos Jacques Maritain.
[4]Caroreño es el gentilicio de los nacidos en Carora, ciudad de mucho abolengo fundada en 1572, ubicada en los llanos centro-occidentales de Venezuela, a poco menos de 500 kilómetros de Caracas. Ha sido una ciudad de establecida tradición cultural. Cecilio (Chío) Zubillaga (1887-1948) es uno de sus próceres culturales y políticos. En tiempos de Arévalo era estudiante de Derecho en la Universidad Central de Venezuela, estudios que abandonó para hacerse autodidacta. Mariela Arvelo incluye esta anécdota (pág. 190) tan ilustrativa en su Biografía de Arévalo González que he citado varias veces.
[6]El barrio de Monte Piedad en la zona de Caño Amarillo, Caracas.
[7]Un acto que constituye la finalización de determinados patrones o secuencias de conductas instintivas (definición que proviene de la biología).