Cambiaron por ejemplo mis certidumbres acerca del más allá,y se asomaba la idea de que el tránsito final no conduciría a un regazo de Amor –como me enseñaron, aprendí y creí– sino que asomaba su cara la Nada del ateo, anunciada por Yago en Otelo la ópera de Verdi: Llega luego la Muerte /¿Y luego? La Muerte es la Nada…[1]Con la pregunta surgida en uno de los momentos de introspección que vivo ahora con frecuencia, volvía a importunarme el estupor que me asaltó en mis veinte años al ver una escena del drama Diálogos de las Carmelitas de George Bernanos en la cual la Priora del convento en trance de muerte duda sobre su destino. Para el joven veinteañero un poco intransigente que yo era (1961), me parecía un artificio incomprensible del autor. Así lo pensé durante mucho tiempo hasta que décadas después supe que una persona cercana había expresado similar inquietud sabiéndose próxima al tránsito final. Era pues la misma duda que regresaba. Que no se le presenta al más joven, a quien se ve a sí mismo con un buen pedazo de vida por delante, sino a quien, como yo ahora, se siente cercano al final de su trecho, dentro de un cuerpo que decae, en trance de espera. Y es en ese momento, ya estadísticamente cercana la muerte, cuando el que nunca tuvo Fe, quien ideológicamente se ubicó en su vida con distancia y hasta desprecio hacia el ámbito religioso, el tranquilamente indiferente, el que ha ejercido la arrogancia que da el éxito social, cultural o económico, vive de forma abierta o íntima las mismas dudas de la Priora creada por Bernanos. Son numerosos, tal vez numerosísimos los que dudan; muchos menos los que se aferran a la certidumbre negativa del ateo militante, como ocurrió con Christopher Hitchens[2]escritor inglés, quien hizo alarde de su distancia frente a toda visión de la trascendencia, hasta llegar a prohibir que se hablara de Dios respecto a la enfermedad terminal que lo asediaba.
En todo caso, la pregunta se hizo presente. Mi punto de vista cambiaba. Pesaba en mis reflexiones lo que en tiempos más jóvenes mi memoria había relegado. Me estaba alejando del providencialismo que fue para mí referencia permanente y termina otorgándole valor a las mínimas cosas del transitar mundano. El sentido último se oculta, la vida se muestra entonces, a ratos, como absurda. Puede decirse así con todo lo radical que suena, tal como lo han dicho pensadores a lo largo de la historia, refutados precisamente por la conciencia de finalidad que es cristiana y yo comenzaba a perder.
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Por otra parte, me fui apartando de la idea de que trascender a la muerte hacia un más allá implicaba participar en un ajuste de cuentas, en una transacción surgida de un deslinde entre lo bueno y lo malo. La forma como iba madurando mi modo de entender la buena nueva– y podría decir que vivirla (sin ser practicante como lo fui en mis veinte años), apuntaba en otra dirección, menos tajante o excluyente. Derivaba hacia el encuentro de opuestos inscrito en el mensaje evangélico. La intensidad con la que me acerqué a la noticia cristiana en mis años tempranos se había ido transformando en un sentir más indefinido. Tomaba forma en mi conciencia la noción de que el castigo y la recompensa estaban en cada quien y que lo relativo a la otra vida es misterio irresoluble que no por serlo ha dejado de ser objeto de especulaciones infinitas a lo largo de los siglos.
Me alejaba por supuesto de la visión católica ortodoxa. El escenario de fondo que he mencionado, constante referencia a lo largo de mi vida se modificó, o más bien se configuró de otra manera, sufrió cambios. Había tal vez perdido el centro, perdió claridad. Empecé a tocar el tema de la muerte con demasiada frecuencia al reunirme con miembros de la familia más cercana o en las conversaciones ligeras entre amigos. Había en mi conducta un salto, una mutación. Mi punto de vista había cambiado. Podría decir como ya he dicho, simplemente que me hacía viejo, pero me doy cuenta por otra parte que lo que para mí es pregunta e incertidumbre, para muchos de mi edad o mayores, es más bien seguridad y confianza. Ya estoy lista, decía por ejemplo la madre de avanzadísima edad de una amiga cercana durante una visita reciente. Algo que no puedo yo decir ahora. Inquietud, ansiedad y una casi permanente intranquilidad, me asaltan mientras trato de ver las cosas como las veía, buscando la paz interior que ahora se me hace esquiva.
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Estar consciente del enorme alcance de la diversidad humana y su influencia en nuestra conducta y en nuestras expectativas es hoy casi un deber. Desde hace algún tiempo tenerlo presente me plantea preguntas, lo cual no tiene nada de extraordinario, aparte de convertirme en simple ejemplo de la actualidad. Porque reconocerlo nos obliga a rectificar la actitud común –mayoritaria– venida desde los siglos anteriores, más puntual, universal sólo en casos aislados propios del mundo de la intelligentsia, actitud según la cual somos en cierto modo únicos y verdaderos. Y no dudo además en afirmar, que la importancia que ahora le doy al tema la facilita y acaso la promueve la mayor edad. Es así para mí, no sólo porque hace ya mucho entendí que el cristianismo incluyó de modo determinante en la historia el valor propio e intransferible de la persona humana,[3] imagen y semejanza de quien es alfa y omega. Ni tampoco porque aceptemos como conocimiento la ya comentada doctrina de Ortega. Se debe más bien a que hoy la técnica nos la pone diariamente ante los ojos ayudándonos a no insistir en las antiguas exclusiones que hablan de herejes e infieles. Y en virtud de esa radical imagen múltiple y diversa que insiste en mostrársenos, todos hemos cambiado o hemos de cambiar. No podemos permitirnos los esquematismos. Y si es cierto que estos persisten y mueven a muchos, no es menor nuestra obligación de rechazarlos para tener una idea más justa del mundo.
Esta mayor conciencia de la diversidad no necesariamente equilibra nuestros juicios, pero sin duda nos lleva a reconsiderar. Y de eso venimos hablando. Tener conciencia de lo diverso no implica dejar atrás nuestras convicciones más importantes, las que nos han impulsado a actuar o han estado en el origen de nuestras búsquedas. Ocurre que nos ayuda a madurarlas a darles mayor peso e influencia en nuestros juicios. Puedo decir entonces que la modificación del escenario de fondo ha consistido sobre todo en clarificar los motivos para excluir y reforzar los argumentos para actuar, teniendo claro sin embargo que actuar en estas edades es algo más difícil que hacerlo en tiempos tempranos dominados por el movimiento, por el dinamismo. Ahora vivo más la quietud, aunque deba decir que subrayo mi rechazo al tipo de quietud al cual nos ha obligado la catástrofe venezolana, en la cual todos estamos, en mayor o menor grado, fuera del juego, siguiendo con ello la ruta de sociedades inmaduras que desconocen el invalorable aporte de la experiencia. Porque, como ya escribí una vez, la experiencia es la cultura del individuo y de la sociedad en la que actúa, tal como la concibe la tradición filosófica iniciada por Kant. Concepto que nos puede llevar a decir que la experiencia –hacer– es esencial para la construcción de una cultura tanto en lo individual como en lo colectivo. Encontrarnos pues en la senectud obligados –no dispuestos– a la inacción es desperdiciar la experiencia, lo más valioso de la edad. Es, para hablar en términos muy trajinados hoy, abonar la insostenibilidad de la experiencia. Es una condición del atraso cultural y de la promoción del retroceso. Situación que domina hoy nuestro entorno y nos hace lamentar una quietud que, por otra parte, cuando es asumida para reflexionar y orientar la acción, es bienvenida y útil.
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Quienes me conocen de cerca saben algo que me da cierto rubor reconocer: en estos años de vejez me acosa la tristeza. He escrito sobre ello varias veces y cuando lo digo, quien me oye piensa en primer término en la depresión, la cual es señalada como una enfermedad que la manía clasificatoria estadounidense impulsa a tratar clínicamente mediante medicamentos y reclusiones hospitalarias. Pero me atrevo a decir, sin mayor conocimiento de los síntomas propios de la depresión, pero tratando de examinar pausadamente lo que impulsa mi melancolía –recurrente e insistente– que es más bien una especie de lamento de que desaparezca lo que hasta el momento me ha dado las claves para vivir una vida buena. Y como ya se ha tambaleado, como lo he dicho más arriba, mi Fe en un más allá, no tengo ya lo que algunos llaman el consuelo ante las consecuencias del cese de la vida. Me entristece dejar el mundo y con él todas las cosas y personas que fueron construyéndome. A los accesos de melancolía los impulsa el ver como inescapable la cercanía del cese total.
Cualquiera me podría decir que lo que estoy describiendo es similar a la pérdida de un ser querido. Es un símil convincente: todo lo que sentimos cuando perdemos a quien hemos amado y se fue, en cualquier dirección en la cual se viva la falta, para lo bueno y para lo menos bueno; toda esa suma de emociones compartidas, lo siente respecto a la vida misma quien se sabe cercano a la muerte y mantiene la capacidad de pensar. Y se presenta entonces con claridad algo que en general se nos escapa con los trajines de vivir: amamos la vida, vivir es la fuente de toda emoción. Y eso, toda una existencia guardada y revivida en la memoria, desaparecerá. Cuando perdimos a alguien que tuvimos cerca y caminó con nosotros, perdemos a una figura, a un cuerpo; y con él lo que el ser personal, el alma, su alma, significó. Ahora se trata de la fuente de todo lo que tiene significación para nosotros: la vida. Y el hacernos conscientes de ello despierta nuestro agradecimiento, la acción de gracias por haber vivido. Pero a la vez nos entristecemos. O al menos yo me entristezco.
Y pienso, o más bien he pensado, que es tan notorio lo que perdemos, que sería inexplicable que no hubiese compensación: la muerte debería ser un inicio. La duda que me acorrala me lleva entonces hacia lo que he heredado y describí como atmósfera. De nuevo al escenario. Y entonces sustituyo en él con mi voluntad lo que era sobre todo Fe. Acepto lo que está en mis orígenes: me sumerjo en la atmósfera densa y rica que constituyó mi vida sin dejar de incluir en ella la Fe sencilla que se fue de entre mis manos, la de mis padres y hermanos, la cercana y la remota. Es un regreso a la confianza y a una especie de reconciliación con mis mayores ausentes: me entrego con deseada tranquilidad a lo que ellos se entregaron. Y al escribirlo aquí, va llegando mi tiempo para estar Al borde del Sendero, poema del grandísimo Antonio Machado en el que planea mi tristeza mientras yo también la espero a Ella.
Al borde del Sendero / Antonio Machado
Al borde del sendero un día nos sentamos / Ya nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita / son las desesperantes posturas que tomamos / para aguardar…Mas Ella no faltará a la cita.
[1]El libreto de la ópera es de Arrigo Boito. Esta es parte de la letra de la famosísima aria de Yago que comienza así: Creo en un Dios cruel que me creó / a su semejanza, y que nombro con ira:..y sigue más adelante:…Creo que el Justo es un histrión burlón, / tanto su rostro como su corazón / son falsos: / lágrimas, besos, miradas, / sacrificios y honor. / Y creo al hombre juguete / de una inicua suerte / desde el germen de la cuna / hasta el gusano de la tumba. / Llega luego la Muerte. /…
[2]Christopher Hitchens (1949-2011) fue un conocido y exitoso propagandista del ateísmo. Falleció minado por una enfermedad terminal a los 62 años. Leí uno de sus últimos libros (ya no recuerdo su título) y me intrigó mucho su personalidad un poco orientada al escándalo. Disfrutó de notoriedad con el consiguiente éxito económico muy al estilo de todo estadounidense (se radicó en EUA) con dotes para la autopropaganda.
[3]Término muy utilizado por los humanistas católicos del siglo veinte que dieron testimonio inmediatamente después de la guerra acerca de la visión cristiana enfrentada a la visión marxista, colectivista y aniquiladora de la persona. Lo usaba especialmente Jacques Maritain (1872-1973). También Emmanuel Mounier (1905-1950) fundador de la revista Esprit.