Había ido a buscar a mi amigo chileno a la estación de metro para acompañarlo en una corta caminata matutina hasta el apartamento donde vivía con mi muy joven familia. Mucho me faltaba para decir que conocía París, donde apenas había vivido unos cuatro meses luego de viajar desde Santiago de Chile en noviembre de 1961, con mi esposa Delia Picón y mi primer hijo Oscar Rafael, nacido el 20 de octubre de ese año. Nuestro segundo hijo Daniel ya estaba en camino y nacería el 31 de octubre del año siguiente. Tenía yo 22 años.
Y diré que mi amigo chileno era en realidad mucho más que un amigo de los que uno tiene en esas edades tempranas cuando las amistades se afirman fácilmente en afinidades o coincidencias de tiempo y lugar. Se trataba de alguien de importancia especial en ese escenario de múltiples caras, trabajoso y con frecuencia confuso que se abre ante quien como yo se iniciaba en sus tareas de adulto formando un hogar y lanzando sus primeros dardos en el mundo profesional. Sacerdote católico recién ordenado, unos 4 años mayor que yo, Joaquín Alliende había viajado a París en asuntos de su ministerio que le dejaron algún tiempo para visitarnos. Junto a otros sacerdotes jóvenes como él, completaba su educación en Europa teniendo como centro de sus actividades la ciudad suiza de Friburgo.
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Mi relación de amistad con Joaquín había crecido abonada por mi simpatía hacia su producción poética la cual había conocido en Chile durante las reuniones de un grupo de renovación católica que había captado mi entusiasmo[1], amistad que se nutrió durante la visita-peregrinaje que un par de meses antes de ese día primaveral parisino habíamos hecho a Friburgo para estar unos días con la comunidad de jóvenes sacerdotes chilenos que como he dicho vivían allí la última etapa de su formación. Al término de esa visita nos informó Joaquín que debía hacer un breve viaje a París, lo cual representaba para mi esposa y yo una oportunidad para reafirmarnos en una práctica religiosa que había captado nuestras voluntades y se había hecho central como ejercicio renovador abierto a la superación de los retos de tiempos convulsos como los que en esos años se vivían en todo el mundo occidental. Condición que era una de las razones del especial papel simbólico que mi mujer y yo asignábamos a ese grupo de jóvenes sacerdotes que se perfilaban como una suerte de vanguardia de lo que nuestra imaginación e idealización proponían.
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Cuando hablo de práctica religiosa quien me lee se pondrá alerta. En estos tiempos del reino de Internet, la religión, lo que nace y madura desde una perspectiva religiosa, invita a la sospecha. Son tiempos dominados por el desdén hacia la noción de trascendencia; y la práctica religiosa, particularmente en el mundo juvenil, se percibe como un obstáculo para la solidaridad, como un conservadurismo de tiempos pasados, como algo que se lleva encima, heredado y no escogido. Como los dilemas que plantea la fe religiosa son incómodos, favorecen la duda o la confusión, y se prefiere situarlos a cierta distancia, o ver en otra dirección. En resumen, son una buena razón para abrazar una más cómoda indiferencia. Y es por eso que tanto en estos tiempos como en aquellos míos la indiferencia se ha convertido en la tentación de los más jóvenes. La militancia religiosa, o si se quiere usar un término característicamente católico, el apostolado, prefiere realizarse en la sombra sin llamar demasiado la atención. Discreción que puede ser en realidad temor a la confrontación y devenir en una forma de evasión. Evadirse, si hoy es simple comodidad, en aquellos días en los cuales se decidían tantas cosas, cuando la democracia y cuanto de ella dependía (incluyendo la libertad religiosa) perdía terreno ante la ideologización marxista y el ateísmo militante, era renunciar a dar testimonio. Las circunstancias proponían la confrontación. Ser joven llamaba en ese entonces a tomar partido. Pocos lo hacían, sin embargo, porque dar ese paso comprometía los fundamentos de la identidad personal, que precisamente por serlo apuntaban también hacia la dimensión religiosa. Dicho con otras palabras, no rehuir el llamado a la responsabilidad personal, exigía revisar, o si fuese el caso renovar, las vivencias religiosas compartidas con nuestros mayores. Y para mí –lo he dicho en otra parte– haber conocido a Joaquín y la visión del mundo que iba tomando forma en los grupos humanos que nutrieron su vocación, me ofreció la oportunidad de renovar lo que había heredado. Con ello se abrió una etapa importante de mi desarrollo personal y se dieron circunstancias que entre otras cosas motivaron mi tránsito desde Venezuela hacia mis singulares vivencias chilenas. Las cuales tomaron forma gracias a las particularidades de mi país y culminaron con mi traslado a París, casado y con un hijo, mi beca venezolana aún en vigor, ya cumplidas parte de las actividades que la justificaban.
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Así como Joaquín, sus circunstancias y su transitar de poeta había dejado huella en mi espíritu juvenil, tiene sentido pensar que de algún modo yo, junto a mi incipiente núcleo familiar, le decía algo análogo a él y los demás del grupo de curas de almas que se iniciaban en el sacerdocio. Y con ello me refiero necesariamente a nuestras particularidades.
Examinemos muy brevemente las mías
¿Cómo podía yo caracterizarme en ese 1961 hoy tan lejano? Lo primero que se me ocurre decir es que mi talante era muy abierto y espontáneo con escasas pretensiones intelectuales. Lo mío era la acción. Estaba orientado hacia un quehacer que respondía a los estímulos de mi contexto inmediato. Tal vez por eso mismo me interesaba la política, porque la política es uno de los componentes de la realidad que nos influye, especialmente cuando se transitan tiempos de polarización y controversia, que eran precisamente los tiempos venezolanos de ese momento. Y debo agregar también que ese compromiso con la acción tenía algo, tal vez mucho, de ingenuidad. No me interesaban, ni les dedicaba reflexiones, los motivos más ocultos del actuar, simplemente respondía a lo que captaba en una primera mirada.
Si hablamos de cultivarse, debo decir que mis lecturas no eran muy amplias. Leía a partir de lo que me movía en lo inmediato dándole prioridad a lo que se derivaba de la polémica universitaria. Y mi entrega en el ámbito religioso era un asunto mayormente emocional. Y si me refiero a mi actitud como arquitecto recién graduado, en esos años inmediatos a la terminación de mis estudios era muy similar a la de muchos arquitectos jóvenes: un vago aire de superioridad, conciencia (falsa) de ver el mundo de manera más completa que los demás, pretensión de pasearse por el arte como conocedor, y en resumen ufanarse de estar de regreso cuando los demás apenas iban. En cuanto a mi búsqueda de la arquitectura, siempre fue activa, tenía poco apoyo de tipo conceptual, la dictaba la emoción y mucho menos las destrezas, que sin ser pocas eran todavía inmaduras. Comenzaba en fin a desvelar los caminos difíciles de quien quiere ser arquitecto.
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Y regreso a la mañana parisina de sesenta años atrás.
Nuestro apartamento estaba en un edificio de construcción relativamente reciente, frío en invierno y caliente en verano, ubicado en los bordes próximos a la banlieue[2], en el Distrito 18, barrio con un alto porcentaje de población norafricana. La manzana limitaba al Este con los sucios y en aquella época descuidados patios de maniobra del ferrocarril cuyo fin de línea era, a distancia peatonal, la enorme Gare du Nord, o Estación del Norte, la más grande de Francia. Era una parte de la ciudad venida a menos asistida por pequeños comercios que hacían posible la compra diaria. La manzana del edificio y las vecinas hacia el sur estaban cortadas parcialmente para dar paso a las múltiples líneas de ferrocarril que llevaban hasta la Gare, corte que dejaba ver las mugrosas paredes ciegas de los edificios que las ocupaban. El número de nuestro edificio era el 62 y estábamos en el primer piso. La calle se llamaba Stephenson, homenaje a George Stephenson (1781-1848) británico constructor de la primera línea de ferrocarril impulsada por una máquina de vapor. Un irónico reconocimiento –lo veo así ahora– al origen del generalizado asalto a las grandes ciudades del mundo que protagonizó el sucio y agresivo ferrocarril que en esa parte de París era tan particularmente notorio.
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Fui a buscar a Joaquín a la estación de Metro unas cuantas cuadras hacia el sur de nuestro apartamento. Caminábamos conversando de cualquier cosa y en un momento dado se nos hizo visible a los dos un fragmento de ciudad muy particular, anónimo si no fuera porque disparaba asociaciones: en la esquina del trayecto en que se tomaba la calle Stephenson hacia el norte, se abría una estrecha callejuela un poco tenebrosa que conectaba con un vetusto puente que pasaba por encima de las muy apretadas líneas de ferrocarril. Sobre la pared medianera alta de cuatro pisos de piedra ennegrecida del edificio de esquina mutilada, había una placa esmaltada de azul y letras blancas que decía: Passage de la Goutte d’Or. El nombre sorprendió a Joaquín. Y dijo con palabras que apenas recuerdo que ese nombre, asociado a la fealdad del lugar, proponía un poema. Grabé su observación en la memoria.
Pasó el tiempo. Un día cualquiera nos llegó una carta de Joaquín con unas breves líneas y el manuscrito de un poema: el que había inspirado el nombre de la escondida callejuela. La fecha de carta y poema no quedó escrita, pero supongo que habrá sido un día de julio de 1962 cuando aún estábamos en París.
Aquí las reproduzco luego de haber estado olvidadas entre mis papeles durante los años necesarios para que ahora, ya yo viejo y diciendo adiós sin ser oído, las recuerde con emoción y las entregue a quien tenga la paciencia de leerlas.
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Queridos Oscar, Delia y Oscar Rafael:
Oscar tenía razón en que algún día iba a salirme en un poema (o candidato a poema) lo del callejón de la Gota de Oro. Pero no es sólo una alusión casual a la casa en la cual la Mater tejió luces importantes para el hogar de ustedes, sino que aquí quise poner, con los medios que disponía, algo de la experiencia profesional de Oscar en París. Si hay ironía ella nace de una protesta seria a favor del hombre que tiene derecho a una arquitectura más digna de su destino. Esta será la última carta mía que encontrarán en ese buzón donde los muy malos comunistas de París les ponían propaganda subversiva. Muchas gracias por la gran sorpresa del libro[3]. Los bendice a los cuatro.
Joaquín
PS/ Casi seguro me quedo en Madrid un año
CRIME À LA PAPIER
Colmillos de marfil
y cuerdas de abandonadas cítaras,
golpes beduinos,
tedio y salamandras
fueron las armas escogidas
de una célebre familia de asesinos en el Valle
del Loira
Tres generaciones de recientes arquitectos
continuaron en París
la refinada historia
El abuelo era urbanista en la República Muy Segunda
y planeó un callejón para gente ferroviaria.
Ocho suicidios y trece histerias
causó con sólo el nombre de su obra:
«Passage de la Goutte d’Or»
(en nuestro siglo
contadas esperanzas
pueden digerir una ironía tamaña)
El actual es un hombre con claridades
y está directamente
por las muertes verticales.
En la «banlieue» sus edificios
son macetas de geranios donde suben
caracoles:
cada hombre
lleva su casa al hombro
su rabia al hombro,
cada mujer no lleva su risa al hombre
cada moisés salvado del cemento
cuelga de una llave,
y todos escuchan el despertador
del portero, un primo pobre
ya considerado en el proyecto.
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¡Gracias Joaquín, sesenta años después!
[1] El Movimiento de Schoenstatt, fundado en Alemania en 1914 por José Kentenich (1885-1968) y muy activo en Chile desde comienzos de la década de los cincuenta del siglo veinte. Cultiva una espiritualidad inspirada por el culto a la Virgen María-mediadora en el misterio cristiano
[2] 18éme Arrondissement (el París tradicional está dividido en 20 distritos municipales (llamados en francés arrondissements) que conforman lo que se podría llamar el París Central. Rodeando ese núcleo están los municipios extraradio que se denominan con el término francés banlieue. El 18, donde vivíamos, era (y aún lo es) un distrito de bajo nivel económico que en los años 60 del siglo veinte tenía una importante población norafricana. Eran los tiempos inmediatamente posteriores a la Guerra de Argelia.
[3] No he podido recordar el título del libro que le enviamos a Joaquín. Y no puedo evitar emocionarme al reparar que para él nuestro segundo hijo en gestación, Daniel Andrés, ya era persona merecedora de una bendición.