Algo de verdad tiene el adagio que reza «pueblo pequeño infierno grande», porque no cabe duda que los pueblos encierran toda clase de duras experiencias que mucho tienen que ver, precisamente, con su tamaño. Experiencias humanas sobre todo, bien narradas por la literatura de todos los siglos y venidas de la maledicencia, la estrechez de miras, el provincianismo y la rutina machacona e insulsa.
Sin embargo, una de las ventajas de hacerse mayor es, por ejemplo, la de rescatar el valor de la rutina. Si ella puede ser desesperante en la menor edad e incluso en una adultez que se apoya en la actividad, se vuelve una especie de ancla cuando uno es mayor hasta en cierto modo llegar a reverenciarse porque nos ayuda a ir más hacia nosotros mismos, según muchos la más valiosa sustancia del hacerse viejo. Tal como decía el psicólogo James Hillman (1926-2011) en una entrevista pocos años antes de morir (búsquenla en http://www.youtube.com/watch?v=ja02wofquG8): es con la edad cuando emerge el verdadero carácter de una persona. De modo pues que la rutina pueblerina, si la asimilamos a la estabilidad y mayor quietud de la vejez, puede pasar de ser promovedora del hastío, a estímulo para llegar a las mayores alturas del espíritu.
Y hay tantos ejemplos de ello. Uno, fundamental, es la rutina de los monasterios como instituciones que rescataron del olvido para la cultura universal el legado helénico y el de la más remota antigüedad. O Kant edificando su monumento desde la rutina del aislado y minúsculo Königsberg. O viendo hacia más acá, Reverón llenando nuestro mundo de imágenes desde la pequeñez y aislamiento de su Castillete.
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Pero para llegar a saltar por encima de esos límites se necesita una voluntad especial, un «querer» convertido en acción que violente la estrechez; algo que es en cierta manera estimulado por la prisión virtual de lo pequeño y limitado. Porque desde lo pequeño el espíritu aspira a lo contrario, a lo más grande, a saltar hacia otros horizontes. Y para eso lo que se requiere es motivación y convicción teniendo el papel de instrumento para ese salto al maestro, al profesor, la persona que también enraizada en el mundo pequeño no deja sin embargo de ver más allá. Son tantos los ejemplos de esos mentores que empujaron a una mayor expansión a sus discípulos que no vale la pena citarlos. Si nos vamos, como pretendo hacer ver en la nota de hoy, hacia ese Maracay donde transcurrió mi infancia, podemos nombrar muchas personas llenas de ese espíritu de guía, de ductores.
Creo que lo he escrito antes, porque comento con frecuencia el hecho de que una maestra de 6o. grado de primaria del colegio San Pedro Alejandrino, muy sencilla, muy simpática y bondadosa, quien tenía un leve problema físico en la cadera, la Sra. Peña, cuyo hijo además era nuestro amigo, le hubiera regalado a mi hermano Jesús al terminar el 6to, grado un ejemplar de la Divina Comedia con ilustraciones de Gustavo Doré. No fue Harry Potter, no, ni cualquier basura supuestamente infantil (Jesús tenía 10 años) sino una obra monumental de la literatura universal. Y Jesús la fue leyendo, mientras yo por mi parte veía las imágenes recreándome en particular con las del Infierno. Regalo emulado por mi madre apuntando un poco más bajo cuando me entregó David Copperfield en mi cumpleaños número nueve.
Y tuve un profesor de Educación Artística en segundo año de bachillerato del Colegio Valles de Aragua, cuyo nombre no recuerdo, de quién oí por primera vez de los etruscos y de muchas otras cosas del arte universal hasta el punto de que cuando en la Escuela de Arquitectura llegamos a Historia del Arte con Eduardo Crema, pasé por ser un iniciado. Y allí también daba clases el muy interesante español republicano emigrado que no podía doblar el brazo izquierdo a consecuencias de una herida de guerra, hombre enjuto, de barba cerrada y acento fuerte, José Abellana, profesor de alguna materia técnica, de recia personalidad y dispuesto siempre a estimular a quien le preguntara algo. Fumaba cigarrillos Cavet mentolados, uno tras otro, en plena clase, con una fruición que me llevó a imitarlo a escondidas y a sufrir las consecuencias. También debo nombrar a Francisco Pividal, cubano, estupendo profesor de inglés que después fundó el Colegio Internacional allí en Maracay, quien ya conté en este espacio que sería el primer Embajador en Venezuela de Fidel Castro, cuando serlo era meritorio y él no se había dejado disecar por la Revolución.
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Lo que he querido destacar en esta crónica es el muy interesante movimiento de expansión que produce en sus habitantes la estrechez de un pueblo pequeño, sea como compensación, como reacción, o, como ya he dicho más arriba, como movimiento natural de superar lo confinado. No es por supuesto un dinamismo generalizado, aplicable a todos, pero sí localizado en los grupos preocupados, precisamente, por la estrechez, deseosos de apuntar hacia lo más universal o remoto.
Llama la atención, si vemos hacia Venezuela, cómo muchos de sus más importantes artistas o personas de pensamiento vienen de pueblos pequeños casi insospechables de deseos de universalidad. Alejandro Otero era de Upata, lugar que aún hoy carece de cualquier señal externa de lo que entendemos por civilidad y orden urbano. Jesús Soto de Ciudad Bolívar, que aún hoy parece querer cerrarse sobre sí misma, escapando de su papel mediador garantizado por el inmenso Orinoco. Miguel Otero Silva de la Barcelona del oriente venezolano, que pareciera hoy, en su obligada conexión con Puerto La Cruz, estar gobernada por una permanente confusión entre un modo de «avanzar» expresado en el nuevoriquismo y la bonhomía inducida por una naturaleza extraordinaria y la cultura pesquera, verdadera cultura que en cierto modo ignora. Mariano Picón Salas se formó en una Mérida sobre todo rural, engastada en los Andes venezolanos, aislada aparentemente de todo y de todos; eso sí muy orgullosa siempre de su amor por la cultura, con una Universidad de abolengo. Y podríamos seguir enumerando para encontrarnos que mucho, muchísimo de lo más valioso poco tiene que ver con las ciudades más grandes, porque éstas parecieran incubar en sus gentes una especie de artificial superioridad que termina produciendo un tipo de parálisis.
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Esa superioridad artificial pude vivirla cuando nos mudamos a Caracas. Mi madre nos inscribió en el Colegio La Salle de Tienda Honda (centro de Caracas) y casi todos mis compañeros eran por supuesto caraqueños y entre ellos destacaban como los sobrados y perdonavidas los que más posibilidades tenían no sólo de vivir bien en Caracas, sino de pasar vacaciones en el exterior. Y les parecía imposible que un muchacho de provincias tuviese una relación con los estudios ajena a toda inadecuación. En definitiva hacían gala de una superioridad ajena al valor personal, análoga a la que otorga el dinero. El capitalino siente que con sólo serlo está en un escalón más alto. El adinerado también. Ambos creen que poco necesitan los bienes culturales que para el provinciano o el menos favorecido por la fortuna son los medios con los que en realidad se elevan y trascienden su entorno.
Con frecuencia pues, la ciudad importante con su escenario de fondo induce a una arrogancia que coarta las aspiraciones más importantes, del mismo modo como el confort material crea el espejismo de que la cultura exige un esfuerzo del todo innecesario. Lo que me lleva por cierto a relatar, ya que estamos de crónica, lo que me ocurrió no hace mucho en una cena de grupo cuando un muy adinerado personaje hizo notar en voz alta y con todo énfasis que él no leía libros. Nada admitía como objeción. Era su más alto orgullo.
Guardé silencio, un tanto desarmado. No era la ocasión para una estridencia. Pero no puedo dejar de pensar cuanto daño ha hecho a este lugar donde vivo la abundancia de dinero. Cuanta mixtificación. Cuanto falso valor. Cuanta necesidad de la modestia provinciana.
CRÓNICA PERSONAL
Oscar Tenreiro
(publicado en el diario TalCual de Caracas el 5 de Octubre de 2013)
Con frecuencia he hablado aquí de mis tiempos de niñez y preadolescencia vividos en Maracay, ciudad que en esos tiempos (nací en 1939) le faltaba todavía bastante para llegar a los 100.000 habitantes, que es como decir 10.000 en cualquier país del Primer Mundo.
Así pues, Maracay era soñoliento, pasivo, pueblerino y caliente. Trópico puro tal como lo es hoy a pesar de que la arquitectura comercial pareciera negarlo.
En esos años que recuerdo, 1946 en adelante hasta el 53 cuando nos vinimos a Caracas, Maracay vivía de un pasado reciente que era el de Gómez y que a mí me parecía, lo he comentado otras veces, remotísimo.
Ese Maracay reaparece ahora en mí a propósito de la muerte de Luis Pastori. Porque Pastori era, si bien diez y tantos años más joven, buen amigo de juventud de mi padre. Y también porque evocar esa amistad me permite hacer notar las diferencias entre hoy y el modo de vivir la infancia de esos años. Y no sólo la infancia sino la vida urbana en una Venezuela que apenas despuntaba.
Papá llegó una vez a la casa con dos libros de poemas de Luis Pastori. Haciendo memoria se me ocurre decir que se trataba de dos de sus poemarios: «Tallo sin muerte» y «Herreros de mi sangre» publicados ambos en 1950. Eran esas ediciones de algún organismo público, tal vez el Banco Central, donde entiendo que Pastori ya había comenzado a trabajar. Como siempre pasa, fue el mayor de mis hermanos, Jesús, quien entonces tenía catorce años, el que un día cualquiera los sacó del cuarto de mi padre y los dejó en alguno de los muebles del corredor. Jesús había leído varios de los poemas y le habían gustado hasta el punto de leer dos o tres en voz alta, razón suficiente para que yo, casi cuatro años menor, me interesara también en leerlos. Y me gustaron mucho. Y aunque no memoricé ninguno porque nunca he podido memorizar nada escrito, sé que me emocionaron.
II
Supongo que fue en los tiempos de soltero de mi padre como comerciante en La Victoria, cuando se inició su amistad con Pastori. Porque La Victoria, según uno lo deduce de cuentos de los mayores hoy ausentes, tenía mucha actividad social. Y cultural al modo pueblerino. Y mi padre era un soltero activo que congeniaba con los distintos grupos. Hacía gala de buena voz en los saraos hasta el punto de que no era raro que, años atrás, cualquiera de nosotros se topara con alguna señora victoriana que recordaba a Chucho, como le decían, con particular afecto. De allí pues, de ese mundo provinciano pero presumido de tiempos gomecistas databa la amistad con el poeta. Que supongo continuó en Maracay hasta que la emigración a la capital convirtió a Pastori en el permanente ausente, tragado por Caracas como gustaban de decir los maracayeros, y recordado entonces ocasionalmente en las tertulias de la cuerdita de poetas o de amantes de la poesía, que entre copas, hacían por superar la lentitud y los chismes en boga. Allí oficiaba como poeta principal Augusto Padrón, luego Cronista de Maracay, o escritores no publicados como Miguel Angel Alvarez, gran conversador; hombres de cultura como el Dr. Cornelio Vegas, médico que dejó huella; o amantes de la historia como el General Briceño, descendiente directo de Antonio Nicolás Briceño, «El Diablo» de tiempos de la Independencia, personaje pintoresco y extraordinario; y había otros que no alcanzo a retener en la memoria. Pese a la incomodidad de mi madre que veía alterada su rutina se iban todos a nuestra casa prolongando los encuentros que habían iniciado al final de la tarde de los viernes, y se instalaban en los muebles de mimbre junto al primer patio. Nos iban llamando a los hermanos a saludar al grupo y ocasionalmente papá nos pedía que de su cuarto le lleváramos algún libro para comentarlo. Su preferido era un tomo de Poemas del Siglo de Oro del cual leía con voz ya un tanto arrítmica por el paso de las horas alegres, algunos de sus poemas preferidos.
III
Si de niño yo era incapaz de entender el goce de estos adultos en la conversación y la búsqueda de una mínima elevación desde la rutina de un pueblo pequeño, hoy deseo revivirla con la perspectiva de mis años, como para contrastarla con la chatura del discurrir actual venezolano. Porque siendo cierto que Maracay era muy poco, se daban allí sin embargo todas esas cosas que en definitiva apuntan hacia la conservación y la expansión de una cultura. De allí salieron muchas vocaciones, proyectos de vida, saberes profesionales en los más disímiles campos, porque pese a las limitaciones, para quienes se interesaban en adentrarse en un mundo más amplio, los libros estaban ahí, y los testimonios, los comentarios, los estímulos de maestros y profesores no se hacían esperar. La información sobre la actualidad era desde luego escasa, se limitaba al radio y los periódicos impresos en la capital., pero las aspiraciones culturales la superaban, incluso la desdeñaban sin perder por ello anchura y ambición. Todo lo contrario de lo que hoy sucede cuando la información fija los límites o señala las direcciones del quehacer cultural. Esa puede ser la enseñanza para nosotros venida de una Venezuela mucho más modesta en la cual sin embargo, las personas se empinaban por encima del provincianismo y la pasividad.
Porque lo mismo que podemos decir de La Victoria o Maracay como ciudades modestísimas que sin embargo acunaron inquietudes y abrieron espacio al pensamiento, es posible decirlo de muchas otras ciudades de una Venezuela menos pretenciosa pero mucho más auténtica y sobre todo menos ansiosa por un estar al día que es sobre todo imitación sin sustento.
He dicho aquí que la muerte, a propósito de la reciente de Joel Sanz, siempre nos toca. La de Luis Pastori, amigo no mío sino de mi padre, ido ya por muchos años, también lo hace.