ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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MIS AÑOS CHILENOS
Oscar Tenreiro

Ni Gonzalo Castellanos Monagas ni yo teníamos el talante de estar comprometidos políticamente. Pero sin duda, por nuestra apariencia y seguramente por lo que dijimos cuando nos recibieron como delegados oficiales de Venezuela al Congreso de Estudiantes de Arquitectura a fines de 1958, avanzadas ya las deliberaciones estábamos ya clasificados desde los primeros momentos. Al menos en mi caso, gracias a mi actitud abierta y comunicativa que me hacía hablar más de la cuenta (Gonzalo era, y siempre fue, reservado) podía conjeturarse que mi futuro inmediato era el de ser participante desde mis actividades profesionales todavía formándose, en la lucha ideológica-política de ese tiempo, mediados y fines de las últimas cinco décadas del Siglo XX. Así que me convertí rápidamente en objetivo de las inquietudes de quienes iban enterándose de nuestro desempeño y pertenecían a grupos militantes, políticos o no. Y cuando digo políticos o no, dejo espacio para decir que uno de esos grupos militantes era de carácter religioso y su conocimiento vino a ser para mí una de las experiencias más significativas de todo el viaje. Llegó hasta jugar un papel clave en mi desarrollo personal. A medida que estire estas líneas veremos por qué lo digo.

Repito aquí, para los lectores, la foto oficial del Congreso. La gran mayoría de los delegados eran argentinos.

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Gustavo Munizaga, foto imperfecta de septiembre de 1958

Entre los estudiantes chilenos que fuimos conociendo es imposible no mencionar a Gustavo Munizaga Vigil, hoy fallecido, estudiante en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica quien se abrió hacia la relación con nosotros de un modo cálido y generoso que de manera natural derivó hacia el nacimiento de una amistad y con ello al interés mutuo por compartir expectativas y puntos de vista. Gustavo pertenecía a un movimiento mariano católico que se autodefinía como de renovación espiritual, el Movimiento de Schoenstatt. Fundado en Alemania en 1914, pequeño en ese tiempo, muy arraigado en Chile, el cual le daba un valor especial al compromiso de apoyo y estímulo mutuo entre sus miembros, muy jóvenes y dispuestos a ser parte de un esfuerzo de evangelización acorde con los nuevos tiempos. Mi simpatía con ellos a través de Gustavo se sintonizaba de modo armónico con lo que venía madurando en mí gracias al grupo de formación política que dirigía Julio González (de raíz democristiana) en Venezuela https://oscartenreiro.com/2025/04/28/jesus-antonio-8/. Actividad a la cual le he dedicado espacio en escritos anteriores y de la cual había ido naciendo en mí como convicción, la noción de que el fundamento religioso era parte importante del apoyo necesario para combatir esa especie de asalto perverso a las instituciones y los grupos de opinión que desplegaba en América Latina el marxismo soviético, muy intenso en Venezuela. Eran tiempos críticos poco antes de la inundación promovida por la Revolución Cubana a partir de enero de 1959, justo después de nuestra experiencia chilena.

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Me atrevo a decir con la perspectiva que me dan los muchos años transcurridos, que comenzaba a tomar forma en mí, por una parte, lo que llamamos el carácter, pero sobre todo una actitud ante la vida, una visión del mundo, en la cual la Fe en el misterio cristiano y la práctica tal como la planteaba la Iglesia Católica y la configuraba un movimiento como el de Schoenstatt, iba a constituirse en parte de mi personalidad en tiempos de juventud, al menos durante esa mi segunda adolescencia.
Porque el panorama personal que describo iba a transformarse. Esa pasión, ese tipo de entrega religiosa, duraría relativamente poco. Fue muy intensa, comprometida y especialmente sincera, pero corta. Y hoy, tanto tiempo después no puedo –ni quiero– olvidarla. Forma parte de lo que soy pero ha tomado otra fisonomía, se ha hecho distinta. Sin que deje de recalcar que me trajo satisfacciones, mezcladas con la permanente lucha a la cual nos someten las opciones que se abren desde la Fe religiosa tan escurridiza y tan desacreditada hoy…

El grupo al cual pertenecí a partir de enero de 1961. No puedo hoy identificarlos a todos pero lo hago con los que recuerdo. Inmediatamente a mi derecha está Hernán Montesinos quien era de los grupos mayores, ya fallecido. Tres a mi derecha José Zenteno, el siguiente, Lucho falleció durante el golpe de Estado de Pinochet, luego Eduardo Arnouil,  Roberto Silva y finalmente uno no identificado.

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Hubo muchas cosas de las que ocurrieron mientras estábamos en Chile que alimentaron el ansia de vivir y entender, propia de mis diecinueve años de edad. Aparte de la especial hospitalidad y amabilidad que caracterizaba al típico chileno de entonces y de la cual dejé constancia en un texto reciente, conocí personas y ambientes muy distintos al venezolano que me mostraron caras y actitudes que fueron enseñanza activa y bienvenida.
Conocí una mujer, se llamaba Lucy Galaz. Anoté su nombre en la primera página de una libreta que ya perdí y que me ayudó a no perderlo. Nunca volví a ver a Lucy, pero recuerdo su compostura, su timidez y su tranquila discreción. De tez levemente morena, no era fea ni bonita, era como era: atractiva. Y como siempre he estado en busca de lo femenino, tanto en lo espiritual como en lo físico, podría decirse, exagerando, que me entregué a ella por unos días de ocho a doce y de dos a seis, más como una rutina que llevado por la pasión porque el interés sexual aún no estaba sembrado en mis emociones adolescentes. No puedo evocarla diciendo alguna frase que dispare la sensualidad o recordando un beso, sino referirme a un par de cosas que aún retengo en la memoria. Una de ellas, que nos hablábamos quedamente, asunto raro en mí. Otra era su aroma. Que se convirtió para mí en un olor a Chile que es imposible describir, pero sé que existió. Un día la invité a almorzar a un restaurant que se llamaba El Parrón y quedaba, creo, en la Ave. Providencia. Nos sentamos junto a una pared en el patio bajo una parra que le daba nombre al restaurant. Cuando debíamos escoger el vino enmudecí y debió escogerlo ella: era blanco-dulce y aún recuerdo la marca: Planella / barsac. Ese día lo pasamos bien mientras yo aprendía a comportarme como un adulto. Regresamos al Congreso sintonizados por el vino. Insisto de nuevo en que ni en ese día ni en los sucesivos pasó entre los dos nada que pueda verse con algo de malicia. Tampoco creo haberle hablado de amor, si bien podría decirle hoy con unos versos de Antonio Machado:

¿Y ha de morir contigo el mundo mago
donde guarda el recuerdo
Los hálitos más puros de la vida
la blanca sombra del amor primero…?

Porque si no se trataba en este caso de un amor primero, su blanca sombra sí me acompañó. Hasta el punto de que hoy, tanto tiempo después, me dedico a recordar aquel rostro dominado por unos labios que dejaban asomar la sonrisa tímida que me cautivó. Y hoy lamento no haberla dejado en fotografía para regresar a ella.

Lucy Galaz y yo

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Una tarde nos invitó Gustavo Munizaga a su casa para una cena liviana y algo de vino. Era una casa muy señorial en un sector caro de la ciudad cuyo arquitecto había sido Escipión Munizaga Suárez, padre de Gustavo, quien era un arquitecto muy respetado, ya en plan parcial de retiro, perteneciente a la generación anterior a la nuestra, distante de las búsquedas de la modernidad. La casa era de estilo francés, muy bien construida y amoblada con exquisito gusto. Recuerdo en un momento dado que Escipión se hizo presente a saludar al grupo y nos dio un corto paseo por la planta baja teniendo la discreción de no insistir demasiado en los detalles, sabedor como era, seguramente informado por su hijo, de nuestras preferencias.
La reunión transcurrió muy animadamente y en un momento dado Gustavo pidió silencio, tomó la palabra y fue hablando de lo que hoy recuerdo como el valor ético de la renovación espiritual de Schoenstat para hacia el final hablarme a mí. Tiempo atrás me había pedido que escribiera un par de líneas en un papel en blanco para hacer un comentario grafológico sobre mi persona, lo cual –la grafología – parecía interesar mucho en Chile en esos días. Y lo que dijo era un intento de semblanza, de descripción de mi persona basada en la lectura visual de los grafismos de mi escritura. Dedujo de ellas rasgos de mi carácter, las diferentes posibles actitudes frente a las presiones que iban a llenar nuestras vidas en un tiempo tan cruzado por los enfrentamientos ideológicos. Y terminó con una rápida descripción de lo que nos esperaba en la lucha planteada por el mito revolucionario antidemocrático, anticipando su creencia en que me correspondería estar en las primeras filas. Y debo decir que lo que dijo me conmovió. Si bien es cierto que no se me escapaba la noción de que sus palabras estaban hasta cierto punto marcadas por el proselitismo shoenstattiano no por ello veía razones para dudar de su sinceridad, y además las había pronunciado alguien que literalmente acababa de conocer, no influidas por lo que yo podía haber hecho o dejado de hacer.
Esta experiencia reflexiva dirigida hacia el futuro, me marcó profundamente, dejó su huella a lo largo de toda mi vida. Se sumaba a lo que ya estaba dentro de mí y seguiría estando, de una forma o de otra hasta hoy mismo cuando resumo y evoco, dejándome llevar por el recuerdo que no quiere desaparecer. Comenzaba, creo, algo que transformaría mi alma.

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Gustavo Munizaga me llevó un domingo a Bella Vista en los suburbios de Santiago, a la misa que sería celebrada en una Capilla venerada por los miembros del movimiento de Schoenstatt. Gonzalo no fue con nosotros. Conocía yo, y respetaba, su distancia de la Fe religiosa y por eso me abstuve de proponerle que nos acompañara. La pequeña capilla es de perfil típicamente alemán, reproducción de la original de Schoenstatt en Alemania, con un altar presidido en su eje central por la figura en retrato de la Virgen María. Tanto la capilla como la figura de María tienen mucha importancia para lo que puede llamarse la iconografía del movimiento. Son vistos como símbolos o si se prefiere como estandartes. Ese día la capilla, el ambiente que había de hermandad y celebración, las conversaciones, y finalmente la homilía del Padre Ernesto Durán, director Espiritual del movimiento; todo ello, despertó en mí el mayor interés y más que eso me sedujo. No puedo recordar sobre qué habló el Padre ese día, pero las homilías que le oí después eran reflexiones profundas, muy sugerentes, sobre los textos evangélicos, que apuntaban hacia lo más importante.
No en esa oportunidad sino cuando un par de años después viví en Santiago, me sumé a quienes respetaban y oían con atención al Padre Ernesto, quien iba a cometer errores de los cuales conocí su existencia mucho después de hacerse evidentes. Los conocí de manera fragmentaria, desde lejos, porque permanecían semiocultos. Presumiblemente la causa de que fuese enviado a Brooklyn, Nueva York, donde estuvo unos años antes de regresar a Chile, donde murió en 2011. Durante ese tiempo americano Magalie Ruz Brewer, de nuestro grupo venezolano en formación, lo visitó y tuvo una larga conversación con él.

Con uno de los de mi grupo, Guillermo Labarca, en Bella Vista en septiembre de 1961

Con el Padre Ernesto Durán y uno de los Seminaristas en octubre de 1961

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Sobre la naturaleza de los errores del Padre Ernesto nada puedo decir más allá de los chismes y la manipulación que los acompaña. Lo que sí puedo decir es que sus palabras de ese día en Bella Vista ayudaron a abrir un espacio en mí en el movimiento de Schoenstatt. Y siguieron interesándome las que mi primera esposa Delia Picón Cento y yo le oiríamos cuando en los tiempos sucesivos nos instalaríamos en Chile durante un poco menos de dos años, me casaría y tendría mi primer hijo. A ella la conocí en la continuación de nuestro viaje del 58, en Río de Janeiro. Sería la madre de nuestros cuatro hijos. Y además me acompañaría en el proceso de conocimiento y maduración de las enseñanzas del movimiento. Primero en Chile desde nuestro matrimonio el 6 de noviembre de 1960, muy acompañados por los grupos chilenos quienes como nosotros deseaban entregarse a hacer realidad la anunciada renovación espiritual. Luego en París, siempre con la beca de mi universidad, desde noviembre de 1961 hasta nuestro regreso a Venezuela a fines de octubre de 1962. Un proceso que en sus inicios fue intenso y comprometido, lleno de nuestras expectativas por hacer realidad los propósitos renovadores, los cuales, con la lucha por la vida y sus exigencias unida a los altibajos de mi respuesta, fue desdibujándose en mi conciencia hasta casi desaparecer, erosionado y debilitado. Repetía nuestro grupo así, sin saberlo, lo que estuvo ocurriendo en Chile. Y digo sin saberlo porque el contacto fraternal del pequeño grupo que alcanzamos a formar en Venezuela lo terminó ocultando la lejanía física. Tanto allá como aquí se fueron derrumbando los vínculos iniciales exigidos por la tarea que se quería renovadora, pero cuya reciedumbre fue insuficiente para enfrentar dudas, decisiones, los embates de la vida y sus dificultades. O asimilar realidades duras que mucho más tarde, a mediados de la primera década de este siglo, se desgranaban de las noticias resumidas e incompletas que venían desde allá desde el Sur. Susurros que llegaron a mí cuando ya mis años no eran chilenos.

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Después de un par de años en Venezuela, ya he dicho que toda mi experiencia emocional –para no decir espiritual– chilena fue quedando atrás. Eso, al tiempo que se abría espacio en mi conciencia para mi personal manera de conectarme con el ámbito de lo religioso. En lo sucesivo nunca regresé a la práctica tal como la dicta el magisterio católico. Y podría decir que hasta cierto punto me inventé mi propia práctica. Se agrandaba en mí una Fe muy especial en la Providencia Divina que me aportaba la tranquilidad y aceptación necesaria para asimilar los embates de la lucha por vivir. Fe que si trato de expresarla en imágenes la comparo con un enorme ciclorama, un fondo de escena contra el cual se proyectaban todos los hechos de mi vida para adquirir sentido como parte de un plan. Me convertí pues en un providencialista. En alguien dispuesto en todo momento a aceptar que una Voluntad superior –lo más alto– se expresaba en todo lo ocurrido en nuestro mundo sensible. Providencialismo cuyas raíces, he pensado, eran el producto de la muy lejana experiencia Schoenstattiana. De modo tal que si miraba hacia atrás creía ver que era desde allá, desde aquella minúscula capillita, desde donde había comenzado a construirse mi fondo de escena personal del mundo creado. Pantalla en la cual se refleja – o se funde en ella – la frase sea lo que Dios quiera que acostumbramos a decir a toda hora. Un fondo de escena que para mí estaba abierto, es decir, que integraba en él toda mi vida sin rechazar nada. Y que fue, que ha sido, coherente con mi aceptación consciente, heredada de mis mayores y cultivada por mi memoria, del legado que echa raíces en el misterio cristiano.
Y como siempre, el tiempo fue haciendo su trabajo, ayudando a olvidar. Las palabras que animaban la deseada renovación espiritual, mientras insistían en la comunidad, la fraternidad y el caminar juntos, fueron perdiendo para mí su peso propio. Y el ruido de las inconsecuencias fue enmudeciendo todo lo demás. Schoenstatt para mí, creo poder decirlo, se me convirtió en un recuerdo personal internalizado como se dice a veces. Metido para adentro. Una sucesión de imágenes estáticas, pero queridas, sin activa repercusión en mi conducta.
Puedo entonces repetir con otras palabras lo que he dicho en estos años finales. Palabras de los años de la decrepitud como los llamaba el Dante y lo recordaba con frecuencia mi hermano Jesús. El fondo de escena se ha rasgado. Ya no lo regenera la Fe porque ella me es esquiva y se ha ocultado movida por mis dudas y mi parcial desesperanza. Pero no quiero sustituir al Schoenstatt de mi segunda adolescencia, en el cual prevalecía la confianza, por una negación ciega que no distingue y no le importa enterrar lo que aún tiene vida. Quiero seguir atento a la posibilidad de que un Dios Providencial me acoja. Lo espero y lo deseo.

PAUSA para un comentario visual

He leído que William Blake (1757-1827) se expresó en multiples formas, con la escritura y la pintura (especialmente el grabado), mundo expresivo dominado por un potente diálogo con figuras de la mitología, bíblicas y de la literatura. También, me atrevo a decir, por imágenes de los sueños, los suyos y los que imaginaba en los otros, todos ellos esfuerzos de comunicación de una vida interior sorprendente y también misteriosa. Ha sido llamado místico, es así como me interesa más verlo. Como alguien que buscaba con libertad y una inmensa pulsión creadora, en los terrenos de la trascendecia. Hago constar que no he visto en persona ninguna de las figuras que creó, pero sí en reproducción. Y tomé algunas como referencia directa para rozar la pintura en clave modestísima con la idea de probarme y probar. Todo ello muy torpe pero con algún interés. Aquí comparto varias, pintadas hace unos tres años, antes de mis dificultades de salud de estos días. Y lo hago porque pueden servir de adecuada compañía a mis comentarios de hoy.

Dios, por William Blake

Dios, a partir de William Blake

Dios juzgando a Adán, por William Blake

Perdón Padre. A partir de William Blake

La Derrota por William Blake

El Orante, a partir de William Blake

William Blake. La Inspiración del Poeta. Eliseo en el cuarto de la pared

El Arquitecto. A partir de William Blake