Oscar Tenreiro / 27 de Septiembre de 2014
La sensación de estar atrapado es lo peor que tiene la situación venezolana. Por otra parte, que eso sea aceptado por muchos hace pensar en la inutilidad, la irrelevancia del discurso que fue nuestro durante años. Que sean parte de él, además, gentes a las que contribuimos a formar, que nos inspiraron estima y hasta admiración cuando actuábamos en consonancia con nuestra persona en el sentido de Jung, como profesor universitario deseoso de dejar huella, resulta incomodísimo. Ya van larguísimos dieciséis años, el paso del tiempo se recorta sobre un escenario externo opresivo en el que destaca para uno la sensación de culpa por no haber descubierto la falsedad de unos cuantos. Dan fuerza sin embargo como bienvenida compensación que nos regresa de descreer, las satisfacciones que nos ha dado el ámbito familiar.
Como cuando un sobrino, en sintonía con las reflexiones que aquí hago, me manda el poema de Borges «Elogio de la Sombra» que comienza así:
« La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) / puede ser el tiempo de nuestra dicha. / El animal ha muerto o casi ha muerto. / Quedan el hombre y su alma «
Tal como Borges, no llamamos vejez al paso del tiempo en nosotros porque el alma nos lleva siempre a descubrir, abrir puertas, ver hacia adelante, y nos asalta una inesperada sensación de dinamismo y hasta renovada juventud. En eso nos ayuda el impulso panteísta de darle alma a algunas cosas, como a la arquitectura por ejemplo, proyección muy propia del tiempo en que transcurrió nuestra adolescencia.
II
Eran tiempos en los que todo estaba cargado de un sentido de responsabilidad hacia los demás, hacia lo que nos rodeaba, hacia los otros. Recogíamos en este pequeño país inquietudes que germinaron de los años difíciles del mundo más amplio, posteriores a la guerra, inestables, inflados de utopía social. Y además, cuando aún no terminaba de estudiar la carrera, ya lo que había ocurrido en Cuba se filtraba por todas partes cargado de un sentido de apertura sólo comparable con las dudas ante lo que allí ocurría.
Y la carrera se presentaba como herramienta. El debate sobre arquitectura estaba muy conectado con la noción de responsabilidad social, hoy reivindicada como algo desaparecido ante el peso de un modo de ver la disciplina como mercancía siempre asociada a algún tipo de refinamiento, en lucha contra la imperfección, concepción artificiosa en la que no caben las limitaciones y saltos regresivos de sociedades como la nuestra. En ese sentido, ese lugar común que es la globalización de la información lleva a darle importancia a lo que atrae a unas supuestas mayorías, a lo viral como se denomina en la jerga de Internet. A cosas que no la tienen y nos quitan la mirada sobre lo que más debe importarnos. El mundo se presenta como uniforme, plano, sin accidentes, y no lo es en absoluto, lo prueban los terribles conflictos, las crueldades religiosas, los nacionalismos que parecían superados. Un mar de contradicciones en el que flota la moda, el deporte, lo gourmet, las marcas, lo costoso, y se quiere hacer flotar también la arquitectura. Lo chinesco entendido no ya como exótico peculiar sino como exagerado, hiperbólico, asombroso, se transforma en valor.
Y se acentúa entonces la necesidad de centrarse. Se recortan mejor las cosas que importan. Nuestra lucha no es esa lucha que circula en los larguísimos brazos electrónicos.
III
Y en ese panorama los arquitectos estamos obligados a definir mejor lo que perseguimos, lo que valoramos, lo que nos es dado hacer aquí. Es una lucha análoga a la que nos exigen las extravagancias del Régimen político que sufrimos, y nos ayuda a librarla la edad porque nos permite mayor conciencia del diálogo consigo mismo, con el alma, en busca del sentido de lo que se ha vivido, con sus contradicciones pero también con algunas certidumbres que enriquecen. Cosas entre las cuales destaca preguntarse por el sentido de haber nacido y vivido aquí, sobre todo cuando, como hoy, una vez más, enjuiciamos nuestra circunstancia de sociedad marcada por la confusión.
«…Aquí estamos, en la confusión brasileña…», me dijo una vez Lucio Costa en su casa de Río de Janeiro, frase que podemos complementar con lo que el cura Anselmo Cerró, amigo maracayero desde los años de infancia, hoy en El Tocuyo, dijo durante el bautizo de mi hijo Juan: «…Es santo el que vive con su pueblo…» Y si entendemos la santidad no en el sentido religioso sino como máxima coherencia, empieza a verse más clara la historia personal como estrechamente vinculada a un lugar, a una gente, a un conjunto de afectos, a lo vivido marcado siempre por la confusión de las sociedades mestizas que tratan de encontrar su camino y echar bases que cada generación quiere hacer duraderas…hasta que lo sean.
Me quedó grabada la frase de Anselmo, tal vez como anticipación del rechazo a la común actitud de escapar, de salir de aquí como en el cuento de Kafka. Esa salida que es impaciencia de sectores sociales acostumbrados a lo expedito, a lo que se compra o se obtiene con triquiñuelas. Impaciencia estimulada, precisamente, por la confusión.
Siguiendo en clave panteísta presiente uno entonces, que a pesar de todo lo que obstaculiza, el alma personal se mueve buscando un alma colectiva que es geografía e historia común. Y así resiste mejor porque se acerca a lo que vivieron y desearon aquellos que ya no están y nunca se abandonaron a la evasión. Hicieron frente a lo que se les pedía, arraigados a un contexto y sus demandas. Aunque no reciban homenajes y en cierto modo sucumban al olvido como sucumbiremos todos, son los que han construido lo más valioso de esta sociedad contradictoria. Su resistencia, su persistencia, tuvo sentido, la nuestra lo tendrá.