Oscar Tenreiro
Terminó mi colaboración con TalCual de una manera parecida a como comenzó: como si no pasara nada. Así son las cosas en la Venezuela actual o tal vez en la de siempre.
Un día, hace ya ocho años, movido por ese impulso por comunicar que revolotea siempre sobre mi ánimo, resolví llamar a Teodoro Petkoff para decirle que me interesaría mantener en su diario una página sobre Arquitectura y Ciudad. Citaba como apoyo mis cinco años en El Diario de Caracas. Él me conocía desde lejos, sabía algo de mí, no mucho, pero ya había incluido en TalCual alguna colaboración mía.
Así que comencé el 24 de Mayo de 2007 y desde entonces cada semana con apenas dos cortas interrupciones, hasta que ahora, 370 colaboraciones después, el diario dejó de existir para convertirse en un semanario que se orienta más bien hacia la actualidad política sin dejar mucho espacio para un discurso como el que me era característico.
Concluyó pues una etapa para mí que en general fue estimulante. Ardua en ocasiones pero con la enorme ventaja de presionarme hacia la reflexión ordenada.
He intentado mostrar en primer lugar, que el discurso sobre arquitectura puede (y creo que debe) acompañar su ejercicio. Dicho en otras palabras, en la medida de que el discurso sobre arquitectura es tarea de los arquitectos y no de quienes ven la arquitectura fuera del compromiso de construir, se acentúa su legitimidad. En segundo lugar que la lucha por hacer realidad el edificio, la tarea de construir, proporciona las herramientas intelectuales que mejor fundamentan el juicio de valor sobre lo que producimos y producen los demás. Y en tercer lugar que la formulación de ese juicio de valor está obligada a reconocer la íntima relación entre la arquitectura y el medio donde ésta se construye, incluyendo la enorme importancia del contexto económico-político. Factor este último, que en el caso de realidades como la nuestra, dice una palabra extraordinariamente fuerte.
Son tres aspectos de la percepción de la arquitectura que encontramos muy poco reflejados en la crítica en boga, en cierto modo ensimismada. Circunstancia que ha sido la mayor motivación de mi esfuerzo, porque he querido alejarme de la visión académica (origen, me parece, del ensimismamiento) y comprometerse más con la vida. Vida difícil, problemática, extremadamente cargada de contradicciones en el caso nuestro.
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Y precisamente, atendiendo a la enorme presión que hoy soportamos todos los venezolanos sigo hablando del tema político.
Cuando a fines de los años cincuenta del siglo pasado, poco después de Enero del 58, recién caído el régimen de Marcos Pérez Jiménez, quise hacer algo, acercarme a la discusión, en un momento especialmente crítico para Venezuela, poco antes del triunfo que se veía venir de la Revolución Cubana, se dieron varias cosas en mi vida que habrían de dejar huella fuerte. Una de ellas haber conocido a Julio González, activista político de orientación cristiana que desde su apartamento en la Ave. Libertador y movido por un sentido de misión singular nos reunía comenzando la noche y nos hablaba de los principios cristianos aplicados a la política, ese modo de estar en el debate democrático que se ha llamado en varias partes del mundo Democracia Cristiana.
Julio nos inició en el estudio de la obra de algunos intelectuales que servían de apoyo a las ideas que se manejaban como fundamento y entre ellos destacó siempre el nombre de Jacques Maritain junto a figuras de importancia diversa como Giorgio La Pira, Emanuel Mounier, Nicolás Berdiaev, George Bernanos, Gabriel Marcel y otros que en este momento no puedo precisar, hombres de pensamiento que él veía como asociados al esfuerzo de darle forma a una doctrina destinada a servir de orientación para el debate político del momento, particularmente duro, en el cual reinaban con mucha fuerza los puntos de vista del marxismo que, como ha caracterizado siempre a sus militantes, se imponían como verdades que aplastaban cualquier punto de vista divergente.
Fueron tiempos que marcaron ese momento de mi adolescencia (18 años) y habrían de dejar, como he dicho, una huella muy fuerte en el proceso que viviría después.
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He escrito aquí en otra oportunidad que Julio murió tempranamente, una de las víctimas junto a su esposa y una hija pequeña, del terremoto de 1967 que derribó el edificio Mijagual en Los Palos Grandes. Pero en esos tiempos iniciales de democracia recuperada se entregó en cuerpo y alma a la tarea de ayudar a formar a los más jóvenes, hasta el punto que debería hacérsele aún hoy y muy tardíamente, un reconocimiento especial por todo lo que dejó en el pequeño grupo que fuimos en cierta manera sus discípulos. Pero así es esta terrible Venezuela, todo se cubre por el manto del olvido dejando el espacio libre a los que pretenden iniciar de nuevo nuestra historia.
Del discurso de Julio me quedó grabada la idea del testimonio. La importancia de la presencia en cualquier circunstancia o en cualquier lugar de una manera de ver las cosas marcada por una convicción. A él le oí citar por primera vez, del Sermón de la Montaña en Mateo 5:13-14: “Vos estis sal terrae…”: Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal perdiera su sabor ¿con qué será salada? Así (lo he escrito antes aquí) nos recordaba la importancia del estar allí, de dejar nuestra palabra personal en el convulsionado ambiente.
Mucho me distancia hoy de la perspectiva política que nos unía en ese entonces. El mismo Julio cambió, y cuando murió en cierto modo era otro, como somos otros los adolescentes de entonces. Pero nunca he dejado de creer en la importancia del testimonio, visión que creo se exacerbó en mí porque mi madre era fundamentalmente una persona de presencia, no de discurso. Estaba y era. Y era imposible no percibirlo. Era una especie (así lo he visto siempre) de llamado permanente a eso, a ser y estar. ¿Tal vez como todas las madres?
La importancia de lo testimonial, podría decir el impulso de dejar sentado un punto de vista, ha dominado muchos aspectos de lo que he hecho. Otros podrán confundirlo con egocentrismo y tal vez algo de eso puede haber. Defectos, como siempre. Pero la verdadera y permanente razón ha sido la razón testimonial.
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Me mordía la lengua en los foros de la Facultad de Arquitectura, muy concurridos, violentos a ratos, de tiempos de la caída de la dictadura y, mucho después, en los años de la llamada Renovación enraizada en Mayo del 68. No estaba de acuerdo con muchas cosas de las que se decían y quería expresarlo pero me faltaban las herramientas. Hoy entiendo mejor lo que William Faulkner declaró al Nacional de Caracas en una visita a Venezuela al decir algo así como que un escritor no debía publicar ni demasiado temprano ni demasiado tarde. Había que buscar el momento justo. Y para mí en esos tiempos no había llegado el momento.
Pero sin embargo estaba presente con esa fuerza que narro el tema del testimonio. No me preocupaba por qué yo, sino simplemente me acosaba una íntima certidumbre de que me tocaba salir y mostrarme. Y en los tiempos aquellos de aplastante hegemonía del mundo marxista pensaba que pese a mis limitaciones debía pasar a las primeras filas. Había en ello un fuerte componente religioso, sin duda, pero dar testimonio tiene mucho que ver, sobre todo en un medio universitario, con el mundo de las ideas.
Pero allí fui y recuerdo como me era difícil, violento, asistir a las reuniones de la Federación de Centros Universitarios (fui electo presidente del Centro de Estudiantes), ya a mediados de 1959, y estar en la misma mesa con una serie de ya maduros, me llevaban por lo menos diez años, dinosaurios del marxismo que querían repetir una Cuba en Venezuela, reencarnados hoy en otros cuerpos, y repitiendo la misma letanía agobiante y desmedida.
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Y una buena dosis del deseo de dar testimonio es lo que me ha llevado a escribir sobre arquitectura.
Durante mucho tiempo me rebelaba íntimamente contra el lenguaje hermético y pretencioso de los críticos de arquitectura más conocidos. Y hasta aquellos que consideraba menos contaminados con el embrujo de la palabra se me hacían distantes. Así que quise adentrarme en la espesura del comentario sobre arquitectura y para ello inicié una especie de preparación psicológica condimentada con lecturas hasta que me pareció llegado el momento. Y así comencé, contando por cierto, y eso es muy importante, con el general silencio que en ese terreno caracteriza al medio venezolano, lo cual me permitió que se abrieran las puertas de un medio como el del Diario de Caracas por allá por 1989.
Ahora, ese ciclo ha concluido para ser ocupado por otro que supongo contará como soporte con este blog que espero no abandonar.
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Unas últimas palabras sobre lo del testimonio.
Creo que a una buena parte de los presos políticos que hay hoy en Venezuela, a los jóvenes que hacen huelga de hambre en señal solidaria, a quienes se han manifestado públicamente corriendo los riesgos de la represión, los mueve la cuestión testimonial. Leopoldo López ha asumido su sufrimiento personal, que es muy grande, seguramente como impulso de dar un testimonio. Y lo viene dando con extraordinaria valentía como la que ha tenido su gente cercana.
El testimonio de él y de muchos otros es una llamada a los demás. Por eso reacciono a veces con ira frente a la indiferencias de muchos de los de poca edad que parecen no ver sino hacia el mundo de Facebook y sus accesorios. Allí parece que se agota la solidaridad, en una permanente exhibición de lo que en otros tiempos se consideraba la intimidad. La condición fundamental de la escritura que no es otra que la de tratar de hilar unas ideas y por ello mismo establecer si se quiere un compromiso ético con lo que se dice, desaparece en una especie de caldo de complicidades en torno a la última foto, la fiesta reciente, o las conversaciones entre “amigos”. Desaparece el esfuerzo del compromiso. Y así parece más grata la indiferencia y la poca necesidad de situarse frente a la inmensa gravedad de las cosas que se viven en Venezuela.
Hasta los más llamados a tomar decisiones y asumir responsabilidades son arrastrados por esa especie de torrente frívolo que mana de las redes sociales. Que pueden servir, eso estoy muy lejos de negarlo, para muchas cosas buenas, pero que da la impresión de que de modo aplastantemente mayoritario, se utilizan para cultivar una especie de ceguera moral.
Porque en Venezuela hoy el testimonio es imprescindible. Hay que agradecer demasiado a los que se han sacrificado mientras los demás celebran como si nada estuviera pasando.
Se lo decía por ejemplo hace poco, en España, a un sacerdote venezolano que comentaba sobre su regreso inminente a Venezuela. ¿Cómo dudar de que es ese su camino? ¿Cómo dejarse intimidar, como tantos que a medida que pasa el tiempo más temerosos se vuelven, por el crimen y la presión política y no decidir afrontarlo con inteligencia y tino y estar aquí para luchar y ocupar un espacio que nos pertenece?
Los tiempos venezolanos llaman al testimonio. Es un camino que para muchos se hace difícil y riesgoso, pero el llamado está allí.