La torre de oficinas de cincuenta pisos de la Zona Rental de la UCV, se comenzaba a construir al comienzo de mis estudios de Arquitectura. Aquí en su estado actual
Oscar Tenreiro
Entré a la Facultad de Arquitectura en 1955. Como estudiante viví situaciones que pudieron haberme indicado cuan especial era lo que me esperaba al final de mis estudios, pero en esa etapa de la vida no se suelen hacer comparaciones. Además, la manera de actuar en la Venezuela de entonces se caracterizaba por un tipo de autosuficiencia que llevaba a pensar que aquí casi todo se hacía del mejor modo posible. Eso nos llevó a ser testigos o hasta protagonistas, a mí y a los de mi generación, de modos de actuar que hoy parecen imposibles.
Era un fenómeno típicamente nuestro por ejemplo, el que un buen porcentaje de los estudiantes ejercieran la profesión abiertamente. Aquellos cuyo talento ya despuntaba y venían de familias pudientes, bien relacionadas con el febril proceso de construcción venezolano de esos años, hacían proyectos que en otras partes del mundo hubieran estado reservados a arquitectos maduros. Cuando recién entré a la Facultad, era común ver edificios en construcción o casas (un edificio de apartamentos no demasiado grande se construía en ese tiempo en poco más de un año, una casa en meses) proyectados por éste o aquél compañero de los cursos superiores.
En todo caso, uno sabía que los que terminaban la carrera casi siempre habían pasado por la experiencia de construir y era un hecho no demasiado explícito que a partir de la mitad de los estudios se aspirara a participar activamente en un mercado de trabajo muy escaso en regulaciones. Entre los recién graduados había siempre unos cuantos que habían construido muchos metros cuadrados.
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Es verdad, lo sé ahora, que se construía de una manera bastante simple, dejando muchas cosas en manos de un personal de obra con capataces extranjeros muy versados en las tradiciones constructivas de sus países de origen, generalmente europeos. Eso hacía que a partir de dibujos poco detallados, gruesos, se construyera. Y se utilizaban extensamente tipos de ventanas, puertas, cerramientos en general, cuyo diseño, muy simple e incluso tosco, dependía poco de las decisiones del arquitecto y mucho de lo que se usaba comúnmente en momentos en los cuales por todos los rincones, si no de Venezuela sin duda de Caracas, crecía una activísima industria de la construcción.
Eso hacía que en el ámbito privado se considerase como proyecto la elaboración de plantas, cortes y fachadas, sin detalles y sólo escasas referencias a productos de catálogo (dado el incipiente desarrollo de las industrias asociadas a la construcción), o especificaciones, dejando las indicaciones especiales a la obra. Y en el caso de la arquitectura pública, si bien las exigencias de precisión eran mayores porque se habían redactado normas y se exigía el cumplimiento de ellas a los contratistas, el personal de las salas técnicas de control, compuesto mayoritariamente por profesionales de la ingeniería, tenía pocas referencias sobre los aspectos que debía cubrir un proyecto de arquitectura.
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Esa idea sobre lo que era un proyecto tenía por supuesto raíces en los Estados Unidos, donde se llama aún hoy así a una documentación mínima, siempre y cuando se construya según las rutinas establecidas. Así, con plantas, cortes, fachadas y una información básica referida a catálogos de productos hechos en serie (abundantísimos en un país de tan alto desarrollo industrial), se pueden llenar los requisitos para construir: la repetición resuelve las preguntas. Pero en Venezuela eso no existía y fue sustituido por el conocimiento de los constructores surgidos de la inmigración europea, esos capataces (los Maestros de Obra) que mencioné más arriba. Y si es verdad que en Estados Unidos cuando ya no se trata de lo rutinario, o en el caso de edificaciones de mayor magnitud aumentan las exigencias de documentación, se piden más planos, más precisión, más justificación técnica cuya idoneidad es exigida por organismos de control o viene simplemente de usos profesionales establecidos en la tradición, aquí lo que sucedía es que lo insuficiente se fue convirtiendo en forma de trabajo. Lo cual en una medida que es difícil determinar pero que parece irrefutable, marcaba la concepción que la sociedad tenía de lo que era el ejercicio del arquitecto: algo relativamente superficial, poco exigente. Lo verdaderamente importante estaba en la obra, no en el proyecto. ¿Visión del ingeniero, del que decide lo que toma forma?
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Sirve de ilustración a lo que acabo de decir la siguiente anécdota:
Corriendo el año 1957, seguramente en sus comienzos, dos compañeros míos de estudio hoy fallecidos, Ilari de Eguiarte y Luis Muñoz Tébar (Lumute su seudónimo radiofónico de los años posteriores), ocupaban unas mesas ubicadas en los pasillos de la recién inaugurada Facultad de Arquitectura dedicados a la tarea de dibujar en unos rollos de papel extremadamente largos, las fachadas del edificio de oficinas de la Zona Rental de la Ciudad Universitaria, una torre de más de cincuenta pisos que en ese momento se comenzaba a construir según proyecto de Carlos Raúl Villanueva. Presumiblemente, no puedo asegurarlo, habían sido contratados por el mismo Villanueva. O al menos por la oficina del Instituto de la Ciudad Universitaria que él dirigía.
Las fachadas eran una repetición en Escala 1:50 de los diferentes niveles de la enorme torre, razón por la cual los planos eran de un tamaño realmente desmesurado. Pero lo que parecía curioso (aún para mí en ese momento) y hoy sorprendente, es el hecho de que ellos, bisoños estudiantes de segundo año que contaban sólo con su habilidad para el dibujo y ninguna otra formación adicional, trabajando no en una oficina sino en un espacio sustraído a las labores académicas, estuviesen encargados de elaborar parte de los documentos del edificio más grande (en ese momento y aún hoy) de hormigón armado de toda América y hasta del mundo. Y sorprendente es por igual saber que la oficina en la cual Villanueva hizo los proyectos para toda la Ciudad Universitaria, impresionante obra en cualquier parte, contase sólo con unos pocos dibujantes (según entiendo tres o cuatro), y ningún otro arquitecto para acompañarlo en una de las empresas de construcción más grandes de América Latina.
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Si vamos a otros aspectos de la forma de ejercer que empecé a conocer como estudiante también es posible la sorpresa. Vale referirse por ejemplo a la forma como se manejaban las disciplinas técnicas requeridas por el proyecto. Los ingenieros eléctricos y sanitarios eran escasos y los honorarios de proyecto en el campo privado para una casa o un pequeño edificio eran tan restrictivos (recordemos: lo importante era la obra) que se consideraba excesivo recurrir a ellos. Se los integraba para tareas más complejas, por ejemplo las múltiples urbanizaciones que se construían en Caracas y sus alrededores, o los edificios de mayor tamaño, pero en la pequeña escala se recurría a simples dibujantes o personas vinculadas a la construcción con una instrucción más bien básica, familiarizados con las cuestiones técnicas y las normas, que en el caso de las instalaciones sanitarias eran estrictas y seguidas con atención por las Ingenierías Municipales, como organismos de control. Asunto este último que es ilustrativo porque indica que las disciplinas de la ingeniería, al menos en los aspectos de mayor impacto en el ámbito urbano (la viabilidad estructural y sanitaria) ya estaban bien establecidas e incluso normadas. Y era bastante notorio que muchos aspectos de las ordenanzas de construcción incidían en la arquitectura (dimensiones mínimas de dormitorios, de ventanas, de los patios internos, alturas mínimas de ambientes) a partir de nociones venidas de la ingeniería sanitaria.
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Es evidente pues que el contexto en el que había surgido aquí la arquitectura como disciplina autónoma estaba dominado por conceptos, hábitos y modalidades venidas de la ingeniería como profesión tutelar; y en segundo término pero con igual importancia, se ejercía de un modo que no se puede calificar sino de poco profesional, tal como si se tratase de una experticia de segundo nivel.
Sobre ese equívoco, que para ser corregido hubiese necesitado el peso de una experiencia que no existía, se fue formando el escenario donde iríamos a actuar como arquitectos.
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