Oscar Tenreiro
Tengo que interrumpir lo que venía diciendo en las semanas anteriores para hablar de lo que estamos viviendo políticamente los venezolanos. El juicio amañado y manipulado contra Leopoldo López superó todas las vilezas a las que podía uno estar acostumbrado según la tradición dictatorial latinoamericana y venezolana y llegó hasta unos extremos de crueldad e inhumanidad que sentimos como una obligación moral el protestar, levantar la voz y gritar ante el mundo sobre lo que está ocurriendo en Venezuela.
Porque a pesar de que gran parte de la opinión pública internacional al fin pareciera estar dándose cuenta de los extremos a los que han llegado los atropellos del Régimen venezolano contra nuestro pueblo, aún tenemos que observar con estupor cómo callan los gobiernos latinoamericanos. Hasta qué punto siguen siendo rehenes de esa especie de maldición que pesa sobre nuestra dirigencia según la cual basta declararse revolucionario y enemigo del imperialismo del norte, para tener derecho a todas las arbitrariedades y las más perversas expresiones de la crueldad autoritaria.
No voy a detallar toda la historia de como se ha querido aplastar a Leopoldo López por el delito de haber dicho con claridad ya basta y promovido una protesta que muchísimos venezolanos llevamos en el alma. Protesta que el Régimen sabe que anida en millones como nosotros y que se expresará tarde o temprano en un rechazo radical a que siga manipulando todos los niveles del Poder la confabulación cívico-militar que ha destruido nuestro país hasta unos límites que nos clavan en el corazón la más profunda angustia.
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No exagero en absoluto al decir que estos años se han convertido en un verdadero calvario emocional del cual nos resulta imposible escapar. Por todas partes nos acechan las consecuencias de las torpezas que se gestan desde las alturas del poder. Combinadas con disposiciones y actos administrativos ejecutados con la irresponsabilidad más insultante, superando lo hecho, lo repito, por la más cruel de nuestras dictaduras.
Y llamo la atención, es necesario insistir en ello, que lo que estamos padeciendo cuenta entre sus adeptos e incluso entre sus ejecutores con personas que alardearon durante mucho tiempo, de ser defensores de los humildes, de los que sufren, de los débiles, de los abandonados por la sociedad, además de haberse identificado en voz alta en las ocasiones en las que se debatía sobre el destino de nuestro país, como luchadores a favor de una democracia más auténtica, más justa.
¿Dónde quedó toda esa vocinglería?
La respuesta es simple: los encegueció el acceso a un tipo de Poder basado en el atropello de toda disensión. No pudieron ver la transformación de aquello en lo que creían en valores-máscara, insinceros, vacíos. Acaso no creían realmente en ellos y los relegan al olvido ante el éxtasis emocional que les produce sentirse abanderados de una revolución que sólo existe a base de certezas negadoras de toda disensión.
Es, mucho se ha escrito ya sobre ello desde la experiencia de los socialismos reales, la transformación insoslayable que sufre el creyente en la revolución marxista. De ser un sincero partidario de la elevación social, al sentirse receptor de las ventajas del poder y de su discrecionalidad revela su debilidad de creyente en el dualismo que desde los más remotos siglos acecha al hombre: divide a los seres humanos en buenos y malos. Reviven en él las desviaciones sectarias de los credos religiosos más antiguos y los que han suscitado los más crueles fanatismos. Y de la noche a la mañana todos los que no pensamos como él, incluso si en alguna oportunidad nos consideraron compañeros de ruta, se convierten en enemigos, en seres irrelevantes, en esa parte de la sociedad que cierra el paso tercamente a sus sueños de liberación, a su caricaturesca concepción del hombre nuevo, ese mito (¿religioso en el fondo?) cultivado por todos los fanatismos que ha sufrido la humanidad.
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Estos personajes, los que presumían de estar con el pueblo y con ello disfrutaban de un prestigio bobo entre los ingenuos que se alimentan de palabras y de poses, se refugian ahora en el silencio de la complicidad. Ellos no hablan, no se pronuncian (aunque en el pasado hacían alarde de pronunciarse), se mantienen callados. Cuando todo esto pase, que pasará, pretenderán seguir flotando sobre la visión inflada que tienen de sí mismos, querrán salir librados del manto de lodo con que ellos mismos se han cubierto.
Esos, que todos sabemos quienes son, los vemos de cerca o de lejos afectando una especie de neutralidad pero cuidándose, eso sí, de ser identificados con la disidencia Y son los peores porque con su silencio y su neutralidad le dan soporte (moral) a los ejecutores.
A esos, movido por una casi irrefrenable indignación, me refiero hoy. Lo he hecho en el pasado. He apelado a su íntimo repertorio de valores morales porque todo ser humano los tiene. Y ellos, que pueden ser vistos, dada su formación y actividad, como parte de lo que llamamos la intelligentsia, el sector social más cultivado, el que ha tenido acceso a un nivel más alto de educación, tienen toda la capacidad necesaria para hacerlos conscientes. Sé además que lo que les pueda decir ya lo saben porque, precisamente por su educación, conocen bien lo que ha sido la suerte de todos los cómplices de la vileza que ha habido en la historia humana reciente, la de los totalitarismos, la del abuso de poder.
A ellos les digo que el permanecer callados ante lo que ha venido ocurriendo los convierte también en viles, y lo que es peor, en hipócritas. Piensan que pueden ver hacia otro lado porque la ideología los ayuda a lavarse la conciencia: son revolucionarios, ya disfrutarán del paraíso del mismo modo como disfrutan del paraíso los que se hacen explotar entre inocentes en nombre de la religión. Los de aquí no llegan a tanto porque no los deja la cobardía, atributo que siempre amenaza al que quiere pasar desapercibido, pero su actitud es la misma. Son lo mismo pero no son iguales, para repetir la frase (muy usada hoy por lo demás) que le oí en Chile a Alberto Cruz Covarrubias.
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Son tan responsables como los jueces, los carceleros, los activistas que apaleaban hace dos días a gentes indefensas, de los sufrimientos que se le han infligido a Leopoldo López. Son responsables de las lágrimas derramadas por su familia cercana y lejana, por las de todos aquellos que sienten que en Venezuela todo pareciera estar perdido. Son corresponsables de esta especie de caos, de anarquía, de muestras vergonzosas de atraso que da diariamente nuestro país. De que las cosas públicas venezolanas estén en manos de gentes sin las mínimas luces, que blanden la ignorancia como si fuese una virtud especial (la ignorancia es el mal decía San Agustín), que disfrutan con la arrogancia que les garantiza estar del lado del poder armado, porque, como sus cómplices, también usan máscara.
A estos militantes de la hipocresía que seguramente pretenderán salir indemnes cuando todo haya pasado, que querrán seguir disfrutando de la imagen de gente especial que está por encima del bien y del mal y puede darse no sólo el lujo de callar sino hasta de elogiar a los más notorios responsable de esta confiscación del Poder que sufrimos desde hace casi dos décadas; a esos cómplices autosuficientes, repito, les decimos que no volverán a dormir tranquilos si es que queda en ellos algo de ese escenario moral que antes mencioné. Ese será su peor castigo, enfrentarse a sí mismos, a su sonoro silencio. Lo que es igual que decir a su vileza.
Y ahora en Diciembre, con el voto, sin violencia, sabiendo que estamos usando la verdadera arma que nos hará una mejor sociedad, la vigencia de la democracia, los despojaremos de los parapetos detrás de los cuales se ocultan. Con el voto los dejaremos desnudos, vestidos de su hipocresía.
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