En la Plaza Cubierta de la Ciudad Universitaria, recién inaugurada, fue la exposición del Congreso Panamericano de Arquitectos.
Oscar Tenreiro
No podía saber yo como estudiante que comenzaba a sentirse arquitecto que la arquitectura no se enseñaba sino se aprendía, y casi siempre lentamente. Que a quien quería estudiarla sólo se le abría un espacio hacia conocimientos básicos para que pudiera decir en algún momento posterior, a veces lejano, que estaba formado como arquitecto. Tampoco sabía, y eso vine a entenderlo sólo muy recientemente a raíz de la experiencia venezolana, que era el medio social y cultural en el que habría de desempeñarme el que tendría la última y decisiva palabra en esa formación.
No, yo creía que luego de cinco años y aprobar exámenes podía, por decirlo así, lanzarme a la calle. No tenía idea de que se trataba sólo de un prólogo. Pasaba por alto que, sobre todo en esta profesión, formarse era mucho más que seguir estudios o conocer normas. Que al terminar éstos y cumplir los requisitos administrativos del caso, sería en la confrontación con mi medio social y cultural cuando realmente se cerraría mi ciclo de aprendizaje. Una noción que puede aplicarse a cualquier capacitación universitaria pero que en el caso de la arquitectura, dada la naturaleza de nuestra disciplina, se convierte en requisito insustituible.
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Y precisamente al tocar la cuestión de la naturaleza de lo que hacemos me pareció importante hacer algunos comentarios. Me dediqué entonces a escribir algunas cosas que me llevaron más allá de los límites que tienen estos escritos semanales. Y como sin embargo las considero útiles, he resuelto publicarlas en este blog a mitad de la semana para que estén al alcance de quienes puedan encontrar en ellas algo de interés.
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La semana antepasada hablé de las insuficiencias del ejercicio profesional en nuestro medio en esos años, en parte atribuibles a la extrema juventud de nuestra Facultad, nacida como una Escuela dependiente de la Facultad de Ingeniería apenas nueve años antes de yo ingresara en 1955. Ya yo había tomado una cierta conciencia del pequeño lugar que ocupaba la arquitectura en un país que apenas iniciaba su tránsito a la modernidad, porque la profesión de arquitecto era en general desconocida. Ya he dicho que la ingeniería era vista como una disciplina dominante, y como contaba ya con viejo arraigo (en 1960 El Colegio de Ingenieros cumplió un siglo de fundado) a ella se le atribuían todos los aspectos de la construcción, incluyendo por supuesto el Proyecto. El maestro-constructor en la Venezuela de ese tiempo era el Ingeniero. Muchos de los que en esos años y los anteriores habían oficiado como arquitectos venían de la ingeniería y por ello hablarle a la gente de la existencia de un profesional de formación distinta llamado arquitecto y describir lo que hacía, requería superar el seguro escepticismo del interlocutor que invariablemente se preguntaba por qué se le quitaba esa competencia a los ingenieros. La explicación era trabajosa porque contrariaba lo habitual. Entre los inversores se pensaba que entregarle la responsabilidad del proyecto a ese nuevo profesional parecía una exquisitez innecesaria y costosa. La arquitectura no era más que una rama de la ingeniería y hasta recuerdo como en nuestras conversaciones familiares una de mis tías decía que en los Estados Unidos existía una profesión que se llamaba ingeniero-arquitecto que recomendaba a mi madre al enterarse de las intenciones de estudio, primero de mi hermano Jesús y luego las mías.
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Esa ubicación de la profesión en el medio venezolano de entonces no puede ser considerada de otro modo que como muestra de las carencias culturales de un país que, vuelvo a repetirlo, según Mariano Picón-Salas había entrado en el siglo veinte en 1935, a la muerte de Juan Vicente Gómez, el dictador que más permaneció en el Poder (27 años) antes de la irrupción de la Revolución Bolivariana que hasta ahora lleva diecisiete. Ese atasco político, tal como el atasco actual, dicen una palabra importantísima en la percepción que la sociedad venezolana ha tenido y aún tiene de la arquitectura.
Ya hablaremos de las consecuencias del atasco actual, pero por ahora quedémonos en el de Gómez, que comienza a desaparecer con su muerte y los acontecimientos de los años posteriores que conducen a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en el poder para cuando entré a la Facultad de Arquitectura.
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Los tiempos de Pérez Jiménez contrariamente a lo que podría pensarse desde los juicios políticos, por lo demás justificados, fueron de desarrollo muy positivo para la arquitectura venezolana. Pese a que existía una represión política activa y puesta en práctica con las crueles modalidades de la tradición latinoamericana, en el terreno económico el Régimen dictatorial se caracterizó por la puesta en marcha de un ambicioso programa de inversiones públicas en infraestructura financiado por la expansión petrolera que también (y ese es un aspecto clave para entender el impacto en la arquitectura) alimentó un vigoroso desarrollo de la inversión privada en la industria de la construcción, que creció de manera exponencial. Y en lo público se le abrió paso generoso a los arquitectos sin pedirles sujeción política.
Habían comenzado a llegar a Venezuela a fines de los cuarenta o comienzos de los cincuenta arquitectos formados en los Estados Unidos que trajeron con ellos métodos de trabajo que se comprometían con los múltiples aspectos del proyecto aportando las referencias norteamericanas. Se sumaron a los egresados de las primeras promociones formadas aquí, constituyendo un contingente humano, si bien no muy numeroso, sí capaz de empezar a demostrar la idoneidad de esta profesión semi-desconocida para dar respuesta a la febril actividad de construcción que existía.
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Es ese escenario social-cultural el que se desplegaba ante quienes en ese momento comenzábamos a estudiar arquitectura. Los que vivíamos en Caracas, la abrumadora mayoría, habíamos sido testigos de operaciones urbanas de mucho calado que habían ido transformando la escena de una ciudad que llegó al millón de habitantes precisamente en torno a 1955. Y parecía evidente que las inversiones privadas de más importancia, a cargo de grupos económicos dirigidos por gentes que habían hecho suyos los valores de una modernidad que creía decididamente en la importancia de la transformación física de un país que se había quedado atrás, confiaban en los arquitectos y les entregaban a esta juventud que irrumpía en el panorama con brillantez, importantes responsabilidades de construcción. La arquitectura, a pesar de todas las carencias culturales, se convirtió en la protagonista de una transformación si no de las ciudades venezolanas porque el dinamismo del cambio urbano no llegaba aún a ellas, sí de Caracas, donde esos nuevos profesionales produjeron algunas de las obras de arquitectura más importantes de nuestro patrimonio construido.
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Esa efervescencia económica y social que impulsaba un incremento de la conciencia cultural, demostrada entre otras cosas precisamente por el florecimiento de un movimiento arquitectónico que dejó huella permanente, representó para nosotros los que nos iniciábamos, la compensación a las deficiencias evidentes de nuestra formación universitaria. Porque nos abría un panorama rico en opciones que además estaba impregnado de un deseo de estar al día que estimulaba una visión crítica, reflexiva, sobre lo que se hacía. Un estar al día que en el caso de la Facultad, fue alimentado por la calidad de un departamento de Extensión, la cual contrastaba con la modestia de nuestro edificio sede (hasta 1957), prestado por la Facultad de Ingeniería. En él se promovieron actividades que lo convirtieron en centro de interés para discusiones y debates o como lugar de encuentro para la pequeña comunidad de arquitectos.
Porque había mucho interés en la confrontación de puntos de vista. Esa es la impresión que guardo, la de un grupo humano muy orgulloso de lo que hacía, por supuesto con ingenuidad respecto a sus posibilidades reales (¿quién no es ingenuo cuando muy joven?), pero en general dispuesto a promover foros de discusión y a reunirse para intercambiar ideas sobre un modo de ver las cosas que parecía promisor en un medio en el que perduraban los resabios del atraso cultural.
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Fue ese espíritu, ese talante podríamos decir, el que había llevado a un muy pequeño grupo de arquitectos a fundar, el 4 de Julio de 1945, la Sociedad Venezolana de Arquitectos. Una asociación gremial de derecho privado (aún hoy, casi tres cuartos de siglo después, esperamos por una Ley de Ejercicio de la Arquitectura) dedicada a unificar puntos de vista ante la opinión pública y a defender el fuero profesional de una profesión que apenas se iniciaba. Hasta qué punto se debió a ese pequeño grupo inicial de siete arquitectos, uno de ellos español, la creación de la Escuela de Arquitectura el año siguiente es asunto imposible de establecer hoy, pero el hecho cierto es que pese a su reducido tamaño nació con particular vigor y una presencia pública más que digna, que la llevó, apenas diez años después, a lograr la sede del Congreso Panamericano de Arquitectos de 1955, un evento en el que participé como estudiante aspirante y que dejó una huella muy fuerte en mí y en algunos de mis compañeros.
De él hablaré y de otras cosas en las semanas que siguen.
(Hacer los comentarios a través de la dirección otenreiroblog@gmail.com)