Oscar Tenreiro
Hace unos minutos terminé de releer David Copperfield. Me lo había regalado mi madre en mi cumpleaños número once (o doce, no lo recuerdo bien) y allá en Maracay donde vivíamos, con frecuencia sentado en una de las mecedoras que estaban junto al patio, lo leí por primera vez. Y lo termino de releer sentado tal vez en la misma mecedora, porque conservo una (me parece que teníamos dos) que por casualidad quedó en mis manos a la muerte de mi madre y hoy me espera, para leer, todas las mañanas junto a una ventana.
Comenté una vez en uno de estos escritos que cuando pasé las primeras líneas me encontré con una palabra desconocida. ¿Qué es un hijo póstumo? le pregunté a mi madre. Y de toda la larga lectura, curiosamente, su explicación es lo único que he retenido a través del tiempo. El protagonista no pudo conocer a su padre, tal vez como me pasó a mí pero no por muerte sino por distancia afectiva: el mío no era cariñoso, le era difícil superar su tendencia a la rigidez en el seno familiar. Por eso lo conocí poco y lo ví de lejos hasta que ya adulto pude acercarme más y comencé a entenderlo repitiendo la experiencia que la psicología recomienda como paso importante hacia una posible madurez: conocer a los padres, tratar de saber quienes son realmente más allá de la distancia filial y la edad temprana. Cuando ya se ha vivido un poco y acaso nos toca el turno de ser padres.
Copperfield vivió entonces su niñez muy cercano a su madre, apegado a ella tanto como seguramente lo estaba yo a su misma edad, circunstancia que junto a la incomprensión de quienes tenían el papel de educarlo, que se asemejaban a las que yo vivía de niño y alguna tristeza me produjeron, me hicieron sumergir en la lectura.
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No sé cual pudo haber sido la razón para que mi madre escogiera ese regalo. Ella no era una persona leída sino de vida diaria, estaba muy lejos de ser considerada culta, y sin embargo tuvo el tino de darme algo que dejaría huella en mi alma, no porque de la lectura fuesen a quedarme muchas cosas porque ya dije que sólo recordaba lo del nacimiento del narrador, sino porque me abrió al mundo de Charles Dickens y a través de él a otras cosas entre las cuales el valor de la lectura.
En esa ciudad que era Maracay a fines de los años cuarenta apenas había librerías y tampoco abundaban los cultores de la literatura universal, así que lo más probable es que la compra del regalo haya sido una casualidad, si es que uno cree en la casualidad.
Y yo creo poco en la casualidad pese a que todo señale que debe creerse en ella. Por las razones que sea, por mis vivencias o porque se me quedaron grabadas ciertas cosas a las que siempre me he apegado, tengo una especie de convicción providencialista (me acojo al término desde que lo oí en mi adolescencia) que se distancia de lo casual. Desde la profundidad de los tiempos estaba previsto que ese fuese el regalo es algo que suena desagradablemente solemne pero que no tengo más remedio que aceptar desde mi creencia. Y del mismo modo debo aceptar que lo providencial está implícito en lo que ha ocurrido con mis propios hijos, a quienes les he recomendado la misma lectura, les he comprado el libro, los he sermoneado, sin que ninguno de ellos me haya hecho caso. Providencial sería pensar entonces que para ellos la puerta hacia el mundo rico de la ficción novelada será otra, que sus caminos no serán los míos.
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También escribí en algún momento que movido por mi entusiasmo al haber terminado felizmente tan larga lectura, luego de pedir dinero en la casa fui por mis propios medios a la librería, quizá la misma que sirvió a mi madre, y compré Historia en Dos Ciudades que devoré en poco tiempo y me hizo vagar por el mundo difícil y cruel de los tiempos de la Revolución Francesa. De esa novela retuve la narración que Dickens hace de las ejecuciones con guillotina ante las multitudes deseosas de revancha tan típicamente revolucionarias. Que se hacían en plazas sobre una plataforma para permitir mejor visión sentándose abajo, alrededor, mujeres que habían ganado el privilegio de estar en la primera fila. Tocadas con sus cofias, blancas creo y no rojas, tejiendo (haciendo calceta según la traducción) y formando un coro que contaba las cabezas que caían separadas de sus dueños en la cesta colocada al pie del lúgubre artefacto ¡uno, dos, tres…! y así hasta quien sabe cuántas. Me parecía horrible que tal cosa hubiera ocurrido y mi cabeza infantil se sentía conmovida ante tanta crueldad, la misma que he visto revivida ahora en las noticias de los ajusticiamientos de esa especie de reencarnación de la barbarie que es el ISIS que hoy amenaza.
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Mi hermano Jesús, casi cuatro años mayor que yo, quien siempre tuvo, desde adolescente, un cierto empaque de intelectual, me daba a entender que lecturas como las de Copperfield o Historia…así como de mi predilección por leer, por esos mismos tiempos, las Selecciones del Reader’s Digest, eran debilidades. Y no porque pensase, como sería el caso de un buen exponente del izquierdismo intelectual de hoy, que en vez de un novelista inglés me hubiera hecho mejor Doña Bárbara, la cual leí ya adulto joven, sino porque siguiendo una tendencia que siempre da vueltas por ahí, se afiliaba a la idea de que toda lectura culturalmente profunda tenía que ser difícil y Dickens estaba muy lejos de serlo. Así que cuando muchos años después leí en Borges tantas buenas cosas sobre el novelista inglés, parte de un movimiento de revalorización de su obra que se fue generalizando, me sentí bastante menos culpable de mis preferencias de antaño y hasta orgulloso de haberlas sostenido.
Y es que en los primerísimos años cincuenta del pasado siglo, cuando se relanzaba el prestigio de las vanguardias de los años veinte y se tomaban de nuevo sus banderas, Dickens podía parecer demasiado tradicional, edulcorado, y complaciente con los gustos imperantes. Eran tiempos, aún en un pueblito semiolvidado del mundo como Maracay y aún entre gentes de tan aguda juventud por no decir niñez, en los que se consideraba de buen tono retomar rupturas y abrir fronteras.
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En efecto, de la relectura que hago de Copperfield sesenta y tantos años después, me queda claro que se trataba de un escritor a quien no le inquietaba que su obra pudiera ser en cierta medida expresión de una visión del mundo, la de la era victoriana, que tanto se destaca hoy como expresión de una suerte de moral-máscara que pretende ocultar las imperfecciones y las tendencias oscuras del ser humano. Y aún si así fuese, sin embargo hay en ella una aspiración hacia algo así como una rectitud superior asociada a la esperanza del ascenso moral del ser humano que sigue despertando importantes resonancias en cada quien, resonancias que no han perdido validez por más que hayan dejado de ocupar un primer plano. Y en ese sentido, si no dejamos de ser conscientes de que el retrato por ejemplo de la personalidad de David Copperfield, es a ratos demasiado complaciente y asociada a una especie de olor de santidad bastante excesivo (el reverso de Dostoievsky, su contemporáneo) también valoramos con entusiasmo esa intemporalidad de los rasgos del ser humano que apuntan hacia lo más alto. Y lo hace a partir de una radical pertenencia a un lugar del mundo, Inglaterra, que pese a que reconocemos tan distinto al nuestro, gracias a su profundidad en el modo de retratar a los personajes y en la maestría con la que describe lugares y parajes se convierte también en asunto nuestro, nos pertenece, como ocurre con todo arte universal.
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Y entre las cosas que dice Dickens a través de su personaje en las páginas finales me encontré esta mañana una, a propósito de las personas que llenaron su vida, que llamó especialmente mi atención: ¿Qué rostros distingo con más claridad entre esa muchedumbre pasajera? Aquí están, vueltos hacia mí cuando se lo pregunto a mis pensamientos.
Porque estos tiempos navideños son propicios para que cada quien intente hacer ese examen, para ver más claros los rostros que nos han importado, que han estado con nosotros siempre, cercanos o lejanos, a nuestro alcance.
Todos sabemos cuales son. Aparte de los que tomaron forma en las relaciones familiares más cercanas y siempre dejan huella fuerte, están los de quienes nos han ayudado a ser. Y se me ocurre, precisamente, que no es casual, que podría ser providencial, el que haya leído esa frase precisamente en estos días navideños.
Lo tomaré como un llamamiento. Y aquí lo dejo, en estos tiempos de Navidad, para quienes leen estas líneas.
(Hacer los comentarios a través de la dirección otenreiroblog@gmail.com)