Oscar Tenreiro
Ya lo he dicho muchas veces aquí pero siempre dentro de un comentario más general que apuntaba hacia otros temas. Hoy lo digo para comenzar una especie de confesión sobre mi historia personal, término que saco, el de confesión, de las observaciones a propósito de este espacio de escritura, que un amigo me hace en correo reciente. Y lo que digo es que pasé mi niñez en un pueblo (Maracay, que hoy lucha por ser ciudad) de un país, Venezuela, del cual se ocupa poco el resto del mundo, y cuando lo hace no es por razones interesantes sino noticiosas, y nací en Caracas en Noviembre 12 hace 76 años.
Soy hijo de una venezolana nacida aquí como sus padres pero de pura sangre alemana, Cecilia Carolina, y de un venezolano, Jesús Antonio, de sangre con mezclas que no conozco bien, hijo de un cubano (nacido en Santiago de Cuba, hijo de gallegos), y de una señora venezolana apellidada con el nombre de un país, Francia.
De la familia de mi madre sé lo suficiente porque los alemanes, siempre civilizados, dejan huella de sus pasos. De la de mi padre bastante poco porque quien sabía, o mi padre decía que sabía, un primo mucho mayor de nombre Tomás, amante de la historia, raro militar porque era hombre de cultura, falleció hace ya algún tiempo y nunca tuve una conversación larga con él. Aunque, paradójicamente, sí la tuve con su padre, Francisco, cuando yo tenía catorce años y estuve de visita en su casa no sé por qué motivo y se puso a contarme algunas cosas que ya he olvidado de cuando era militar activo en tiempos de la Revolución Restauradora de Cipriano Castro. Su esposa Josefina, la mayor de las hermanas de mi padre (eran tres, y cuatro hermanos), apenas la conocí y la imagen de ella que retengo es la de una señora de edad sentada en una mecedora viendo desde el salón hacia la puerta de entrada de una casita muy modesta de La Campiña, una de las pequeñas urbanizaciones que se sumaban en dirección al Este con la expansión de la ciudad.
**********
Pero no puedo llamar a estas cosas que escribo confesiones, como lo sugirió ese amigo un poco en broma, porque sería ponerlas a un nivel que no es el de ellas y traería reminiscencias incómodas. Son más bien pequeñas incursiones en el recuerdo que se contaminarán con alguna manipulación de las que echamos mano quienes practicamos la escritura, dándoles un carácter de episodios entretejidos en la evocación de lo vivido, es decir arreglando, organizando, confeccionando una historia. Por lo cual las llamaré Confecciones, siendo ésta la primera.
Que continúo diciendo que el ser nacido en la capital me proporcionaba un soplo de orgullo ante mis hermanos (una hembra y tres varones, como decimos en Venezuela) todos nacidos en la provincia. Y vivíamos en Maracay en una casa que, como tantas casas, haciendas y posesiones diversas en todo el país, había sido propiedad de Juan Vicente Gómez el dictador que ejerció el Poder durante el mayor lapso de tiempo de nuestra historia, desde 1908 al 35, y que por alguna razón de no sé qué tipo había terminado en manos de uno de los hermanos de mi madre quien, lo supongo hoy aunque nadie nunca me lo dijo, la regaló a mis padres o se las habrá vendido con muchas facilidades.
Estaba en el centro de la ciudad a una cuadra en dirección oeste de la iglesia principal, hoy Catedral, ésta a su vez frente a la Plaza Girardot, la Plaza de Armas colonial, que no tiene el nombre de Plaza Bolívar como todas las viejas plazas de las ciudades y pueblos de Venezuela porque Gómez decidió homenajear al prócer construyendo cuatro cuadras más hacia el este de la López Aveledo, la calle de nuestra casa, una super-plaza Bolívar que ocupaba tres manzanas completas y se inauguró en 1930, nueve años antes de mi nacimiento, en el centenario de la muerte de nuestro sempiterno héroe.
**********
Esa casa que abrigó toda mi infancia, era una tipica casa republicana como las que pueblan toda Venezuela y el resto del mundo latinoamericano, de raíces andaluzas y aún más remotas. Estaba en el primero de los lotes estrechos y largos que como en todos nuestros pueblos son consecuencia de la progresiva subdivisión de la manzana del damero colonial, entre la Avenida Bolívar y la Francisco de Miranda. Su fachada hacia la calle era también característica: las dos ventanas del salón formal que poco se utilizaba, con sus poyos internos y barrotes de protección antes de unos batientes de madera sólida que generalmente permanecían cerrados, y la pesada puerta externa del zaguán, un pasillo estrecho cuyas paredes laterales tenían rodapiés altos cubiertos de azulejos de reminiscencias sevillanas y desembocaba en un espacio protegido techado por la otra agua de la nave de dos aguas paralela a la calle que cubría salón y zaguán. Cumplía, también como en todas las casas de entonces, las funciones de recibo de visitas y estaba ocupado por unos muebles de mimbre que ya a mis diez años o más hubo que cambiar porque los brazos de las poltronas estaban vencidos a consecuencias de los excesos infantiles.
**********
A mano derecha, viendo desde ese recibo hacia el patio, quedaba el cuarto donde dormía yo junto con mi hermano Edgardo, con camas separadas por un escaparate. Se entraba a él por una doble puerta desde el recibo, justo al lado de la doble puerta del salón formal, que dejábamos abierta buscando ventilación y se cerraba cuando había visitas y nosotros teníamos que dormir. Estaba contiguo y comunicado al cuarto de mi madre que tenía ventana hacia ese primer patio y una cama grande con cubrecama de tejidos dorados que una vez sirvió de túnica romana en una sesión de teatro infantil, al cual se entraba desde un segundo recibo de tipo más íntimo que flanqueba al primer patio y separaba de un segundo patio. Había allí otros muebles, un par de mecedoras y tal vez una mesa (sé que durante un tiempo hubo un acuario fabricado por mi hermano Jesús), y se ubicaba, adosado a la pared medianera, un enorme radio de gabinete y tocadisco en el cual papá en una silla de extensión y mamá a su lado en una de las mecedoras, tal vez la misma que mencioné la semana pasada, cuchicheaban y oían de noche las noticias. Este ambiente, completamente abierto hacia ambos patios, estaba protegido de la lluvia venteada con unas persianas arrollables de lona que también servían para controlar el sol de la tarde y darle cierta intimidad respecto al recibo. Luego seguía, junto al cuarto de mi madre y con ventana al segundo patio, el cuarto de mi hermana Carlota y finalmente el de mi padre, porque los mayores, Jesús y Pedro Pablo, dormían en un segundo piso que seguramente se agregó poco antes de que mis padres hubiesen formado hogar.
**********
Si seguimos internándonos en la casa no a través de los cuartos sino de los patios, como límite interno del segundo patio habìa una romanilla de madera y vidrio que definía una fachada de luz natural para el comedor y dejaba espacio para la ventilación entre el techo y su borde superior. Esta romanilla, muy característica de estas casas, me da la oportunidad de una digresión arquitectónica que se repetirá muchas veces en estos escritos. Porque era un recurso arquitectónico sumamente interesante por la lógica que lo motivaba aparte de que resulta tan típicamente venezolano que la Real Academia la define así: cancel corrido a manera de celosía, que se usa en las casas de Venezuela, principalmente en el comedor. Su armazón era de madera (pintada de blanco como era típico), y definía cuadros cerrados con paneles de madera, que también se subdividían para recibir vidrios traslúcidos o celosías que complementaban la ventilación. Esta romanilla tiene un curioso papel referencial en toda imagen de la casa, tal como si fuese el foco visual principal; y como no he logrado tener una imagen completa de ella me limito a mostrarla de modo fragmentario al final de este texto como fondo de unos grupos familiares.
Detrás de la famosa romanilla estaba pues el comedor que enfrentaba, hacia el lado de los cuartos que se sumaban en rosario desde la entrada a la casa, a un baño que me parecía enorme y cuyas piezas eran antiguas, es decir anteriores a nuestra ocupación, entre las cuales destacaba una bañerita cuadrada en la cual nos bañaban de muy niños y que tengo la impresión de que era propicia para lo que llamaban baño de asiento. Y lo más especial que recuerdo como entre brumas, es que el baño estaba separado del comedor también por una romanilla y no por una pared sólida, quedándome la duda de arquitecto, que nunca podré aclarar, sobre cómo ventilaba.
*********
Decía más arriba que el comedor y lo que había sobre él era de construcción más reciente. Al segundo piso se subía por una escalera de caracol que estaba en una esquina del segundo patio. Se llegaba a un dormitorio grande con un baño más moderno a juzgar por las piezas; y, en un tercer nivel al cual daba acceso la continuación de la escalera de caracol en versión metálica y más estrecha, había una terraza sobre la cual el tanque de agua que garantizaba una presión adecuada, alimentado desde otro tanque en la planta baja por una bomba eléctrica que se averiaba de cuando en cuando y de la cual recuerdo su sonido y el giro de un rotor que seguramente movía la bomba, que goteaba cuando se conectaba el motor mediante uno de esos conectores de palanca que siempre me daba miedo accionar cuando nos mandaban a hacerlo.
Ese tanque daba hacia un patiecito pequeño junto a la cocina que estaba pared de por medio del comedor. A su alrededor además del tanque de agua había un espacio techado que daba acceso al dormitorio y baño de servicio, todo lo cual ocupaba lo que en casi todas las casas era el llamado corral, un espacio de tierra con vegetación donde se ubicaban depósitos de cachivaches, corrales de animales de cría, la batea, los colgaderos de ropa secándose y una serie de cosas que nuestra casa no tenía, seguramente debido a la transformación ocasionada por la expansión del segundo piso y demás. Con lo cual sólo había quedado ese patiecito hacia donde la cocina se orientaba a través de unos marcos de madera bastante rudimentarios cubiertos de tela mosquitera.
La cocina estaba dividida en dos partes, al fondo pegados a la pared medianera el fogón y el horno que funcionaban a kerosene; y como antesala unas mesas altas de mampostería cubiertas de mosaico que rodeaban el espacio desde la entrada por el eje central. En esas mesas destacan en mi memoria las imágenes de unos anaqueles en la pared del lado del comedor, y sobre las mesas un moledor de carne, maíz o lo que fuese, de esos accionados con una palanca de movimiento circular, y en algún momento de nuestra vida familiar el cuerpo sin cabeza de una ardilla domesticada que teníamos y se llamaba Popita, recién mutilada por un gato que mamá botó de la casa a palo limpio como castigo por su fechoría. Más nunca supe de que se pudiese domesticar una ardilla, pero doy fe de ello.
**********
Hago esta descripción con tanto detalle, en primer lugar cediendo a mis impulsos de arquitecto, en segundo lugar porque fijo así las coordenadas físicas del espacio íntimo en el cual transcurrió mi infancia y que aparecerá en la continuación de estos escritos. Y en tercer lugar porque creo servir de vocero a miles de quienes como yo vivieron o siguen viviendo en casas similares cuyas virtudes uno no se cansa en destacar y que están muy lejos del alcance de las tipologías en boga. Uno se hace ilusiones de que en algún momento podrá ser posible tomar de ellas las mejores cosas e intentar una especie de recreación de lo que fueron. Para ello habrá que superar la visión estrictamente cuantitativa en términos económicos y darle el valor que merece a la capacidad excepcional que este modo de organizar la vida familiar tuvo para formar conjuntos urbanos cuyos valores están fuera de duda y que son parte inseparable de nuestra cultura. Eso ocurrirá, de ello estoy seguro, y mientras tanto iremos viendo cuanto de lo vivido asociado a esa figura se hizo imagen fuerte, incisiva, permanente, en nosotros.
(Hacer los comentarios a través de la dirección otenreiroblog@gmail.com)