Oscar Tenreiro
Seguimos nuestra cortísima visita a la ciudad de mi niñez luego de ese mínimo contacto con un recurso natural de enorme importancia para un futuro en el que las autoridades sean capaces de entender lo que la ciudad les exige, más allá de lo básico, de lo inmediato, de lo rutinario. Estamos urgidos, pensaba, de que quienes definen las políticas públicas en ciudades como Maracay, que crecieron, como ha crecido nuestro país, de forma atropellada, a base de superposiciones movidas por impulsos aislados que olvidaron herencias en nombre de un progreso sin rostro claro, sean capaces de convertirse en impulsores de acciones ambiciosas y continuadas, que superen los errores de estos tiempos nuestros tan mediocres, tan limitados, dominados por la pequeñez encubierta con palabras, vicio del cual pareciera imposible librar a nuestro juego político.
Y hablando en familia del tema, mi hijo mayor, quien ejerció la medicina durante varios años en Maracay hace muy poco, me hacía notar que la Autopista Regional del Centro contuvo la presión de crecimiento hacia el Sur, precisamente en dirección al Lago, constituyéndose junto con las invasiones de viviendas, hoy barrios marginales consolidados, y las zonas militares, en una espesa muralla que hace trabajoso y problemático cualquier esfuerzo dirigido al aprovechamiento del borde lacustre. Aparte de eso, quienes hicieron los primeros planes de Urbanismo, los que se llamaron Planos Reguladores, de fines de los años cincuenta del siglo pasado, ubicaron el zoning industrial hacia el Suroeste, precisamente la zona en la cual hay más óportunidades de acercarse al lago, seguramente con la idea de hacerla vecina a la Autopista, idea ya esbozada en tiempos del General Gómez cuando ubicó los Telares de Maracay y el llamado Lactuario (producción de mantequilla), industrias creadas por él, en esa misma dirección para vincularse con el ferrocarril que se construyó igualmente durante su Dictadura. Afortunadamente, la vía férrea que ahora se construye, va sobre grandes (y desproporcionadamente gruesas puede agregarse) pilas de concreto que permiten la permeabilidad en dirección Sur, con lo cual sólo sería necesario resolver el muy difícil problema de superar la Autopista en algunos puntos.
En todo caso, es obvio que ese acercamiento al lago, que se ha propuesto innumerables veces, es una asignatura pendiente que no puede seguir dejándose de lado.
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Estos comentarios más en detalle, que puede ser trabajoso seguir para quienes nada saben de Maracay, sirven sin embargo para decir que los planes básicos derivados de los viejos Planos Reguladores tienen utilidad en la definición de las redes de servicios básicos y en las grandes decisiones sobre vialidad arterial, pero se quedan muy cortos en lo que se refiere a la construcción de la ciudad, tema que supuestamente debe ser parte de los llamados Planes de Desarrollo Urbano Locales (PDUL) que, sin embargo, se centran en lo normativo sin comprometerse con la formulación de Proyectos Urbanos, concepto que muchas veces he mencionado en estos escritos y que son esencialmente propuestas de construcción para sectores específicos de la ciudad que promueven la forma arquitectónica, la configuración de espacio público y la estrategia para la promoción de inversión pública y privada que debe acompañarla.
No sé si nuestros planificadores urbanos han hecho propuestas de este tipo. Todo indica que no las asumen como su responsabilidad y eso no deja de ser preocupante.
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Porque el dejar el esfuerzo de control urbano en lo simplemente normativo es lo que ha convertido a Maracay y a muchos otros de nuestros principales centros urbanos en ciudades sin rostro. Asunto que se nos hizo muy evidente al continuar nuestro rápido recorrido.
La Avenida Bolívar, por ejemplo, sigue como en mis tiempos de infancia, terminando hacia el Oeste en tierra de nadie, hoy en un distribuidor de tránsito que permite el acceso o salida de la Autopista, el de Tapa–Tapa. Ha sido ensanchada como seguramente sugería el Plano Regulador original, pero sus márgenes son totalmente desiguales, con algunas torres de vivienda de cuando en cuando incapaces de formar un muro urbano del tipo que fuese, y entre ellas comercios en decadencia, de fachadas deterioradas. Resultado clarísimo de una normativa que prescinde de los problemas creados para lograr conjunto a partir de la vieja lotificación del casco. Problema que se quiso resolver mediante la llamada integración de parcelas, concepto originado a mediados del siglo veinte con el Plano Regulador de Caracas que siguió modelos portorriqueños, y que más bien promueve la discontinuidad.
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Llegamos finalmente entre fealdad a derecha e izquierda (como la de muchas partes de la vieja Caracas), a una semiabandonada Plaza Girardot que yace como en el olvido rindiendo homenaje a un nada afortunado monumento central (cuya desproporción la aumenta el que la fuente que lo riega no funcione), cuyo autor debería ser condenado, para redimirse, a verlo todos los días, fijamente, durante al menos cinco minutos porque más de cinco sería cruel. Las zonas ajardinadas son un tierrero y construyeron en una de sus esquinas una especie de módulo (nombre que aquí les damos a las casetas de policía con algunos servicios internos) o no sé si baño público, con tejas y todo para hacerlo digerible, que se enfrenta a un espacio donde al pie de un árbol semiseco se pasea una enorme iguana que debe ser la atracción de los niños. Y del lado allá, separada por la calle hoy declarada peatonal pero nada amable , el tristísimo edificio, que ya he mencionado, de lo que fue el Banco Agrícola y Pecuario, hoy Museo Antropológico, que daba la impresión de estar cerrado pese a ser Domingo. Todo un espectáculo urbano de la Venezuela actual.
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Del lado opuesto, es decir, al Norte pasando la Ave. Bolívar, está la manzana pelada donde estaba construído el Liceo Agustín Codazzi, lugar en el cual estudiaron casi toda su secundaria mis hermanos Jesús y Pedro Pablo, entonces dirigido por el pofesor Jorge Semidey, para variar amigo de mi padre, hombre regordete de ojos saltones (peculiaridad que aún hoy recuerdo especialmente) cuello grueso y cabeza muy redonda, personaje extremadamente educado y circunspecto que dirigía muy bien el instituto, porque allí se educaron muchas de las personas que podrían enorgullecer a la ciudad. Pero hoy es una plataforma desolada, de un lado flanqueada por unas pequeñas estructuras que quieren dar alguna sombra sin lograrlo, espacio que suponemos se ha dejado así para instalar alguna cosa en algún momento para alguna festividad, y que es un buen ejemplo de cuan poco cuenta para lo que hay que hacer en nuestras ciudades la mirada arquitectónica seria e imaginativa. Porque no creo que pueda tener sentido junto a una plaza crear otra plaza, cuando, además a tres cuadras de distancia está la gran Plaza Bolívar; pero sí tendría mucho sentido que en todo el espacio pudiera funcionar por ejemplo un mercado público, con servicios subterráneos bajo alguna importante estructura apergolada para proporcionar verdadera sombra. O cualquier otra cosa que revitalice el centro, que atraiga consumidores (porque el comercio desde siempre ha sido la vida de toda ciudad, señores revolucionarios de pacotilla) y le vaya dando al centro de Maracay, rescatado de su extremo abandono, una fisonomía amable, personalidad.
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Y frente a la Plaza, del lado Este, la iglesia de Maracay nos ayudó a restablecer nuestra fe en los recursos arquitectónicos que luchan por expresarse. Sí, ha sido restaurada con muy buen tino y estaba abierta hasta el momento en que una persona que oficiaba como sacristán, (aunque más bien se expresaba como guía turístico), nos hizo salir con gran amabilidad, un corto discurso sobre la restauración y ningún interés en mis intentos de ponerlo al día respecto a mis experiencias religiosas infantiles en ese mismo lugar en tiempos del Padre Cabrera, luego Monseñor.
Recordemos que la iglesia colonial, construida como muchas del país en el siglo 18, quedó sepultada por numerosas intervenciones entre las cuales las de Gómez (¡cuándo no!). Pero luce impecable desde fuera, blanca mayormente, y se le eliminaron los tradicionales intentos decorativos de mal gusto de la cleresía, que en Venezuela llega a grados extremos. Y el restaurador, a quien de paso felicito sin saber su nombre (creo que la responsabilidad principal la tuvo la colega Mildred Egui), tomó una muy buena decisíón al agrupar en las capillas periféricas (que ya el sacristán-guía había advertido que fueron agregadas en los sesenta) a las figuras que presidían los altares laterales y contribuían a la confusión visual.
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Y allí estaba, junto a otras de las advocaciones marianas (una, creo, la de María Auxiliadora) la de la Virgen Milagrosa, tan particularmente ligada a la memoria de mi madre quien, luego de un viaje a Europa llevada por su hermano Oscar (por él me bautizaron así) luego de la muerte de mi abuela, regresó con la firme intención de crear, y así lo hizo, la Sociedad de la Virgen Milagrosa, con la venia del muy manso, y diría que santo, Padre Cabrera. La idea fue avanzando y se multiplicaron los asociados entre los cuales César Girón, el gran torero nuestro cuyo nombre lleva la plaza de Villanueva. Circunstancia que me consta porque mi hermano Edgardo o yo (nos alternábamos), íbamos en bicicleta hasta el Pasaje Catalán (una especie de conventillo parecido al del chavo mejicano que quedaba, creo, hacia el Oeste de la Ave. Miranda, donde el vivía cuando novillero) a cobrarle la mensualidad de dos bolívares que pagaba puntualmente y en persona, así como la pagaban muchos otros a lo largo de nuestro recorrido durante cualquier tarde.
Y así fue poco a poco la Sociedad reuniendo para los gastos de velas, adornos florares y demás cosas del culto, hasta lograr el total para encargar la figura de la Virgen a España. Cuánto de nuestro patrimonio había en el cheque por mil quinientos bolívares que ví hacer a mi madre cuando tocó pagar el encargo, lo desconozco, pero sé que algo hubo a pesar de la escasez, porque no vivíamos ni mucho menos en la abundancia. La Virgen, muy perfilada, muy bonita como siempre las hacen porque de otro modo sería imprudente, llegó un buen día y en el patio de la casa se abrió la caja de madera donde había hecho el cruce atlántico, comprobándose que no venía acompañada de los rayos que le salen de las manos porque, aparentemente, eso no estaba incluido en el precio. Y así mi madre debió ir a un latonero con un dibujo que (no lo sé de seguro) habría hecho mi hermano Jesús, a que le confeccionaran sus rayos en latón para después pintarlos con lo que llamaban sapolín dorado.
Esas historias de La Milagrosa, luego que se hubo entronizado y bendecida la figura, y celebrado siempre solemnemente su fiesta del 27 de Noviembre, se convirtieron desde entonces en parte de la vida familiar; alguna vez lo he escrito. Y no dejó de impresionarme ver ahora de nuevo la figura, muy acompañada en la capilla hasta con su competidora (la Sociedad de María Auxiliadora era la competencia), en aquella iglesia de Maracay que recordaba un poco entre brumas porque no era todavía el arquitecto pendiente de detalles, y de la cual sólo tenía bien clara la imagen de la nave derecha completamente quemada con los tablones del techo ennegrecidos y apilados de cualquier manera luego de un incendio que pudo haber ocurrido por allí por el año 44 o 45.
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Y decía que me impresionó ver allí de nuevo la figura, con rayos un poco deteriorados pero en general bien. Así que no pude contener el impulso de rezarle un avemaría, porque pese a todas mis dudas, todas mis incertidumbres, a no ser practicante hoy sino más bien un díscolo cuestionador, pese al impacto que en mí han tenido otros modos de vivir lo religioso, tengo claro que todo lo que soy, que el germen de lo que ha constituido mi vida y con seguridad la de todos mis hermanos, está profundamente ligada a todas estas vivencias, a todas las certezas de la niñez, a todas las vueltas que hemos dado desde aquellos años tranquilos. Lo hice con mi mujer, siempre dispuesta a escudriñar en lo que he sido, y salimos después acompañados del guía-sacristán que no quería oir ninguno de mis recuerdos.
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