Oscar Tenreiro / 7 Feb 2008
En las páginas de las últimas tres semanas hemos hablado de la influencia de la ciudad en sus habitantes, para bien o para mal.
La arquitectura es una herramienta clave de esa influencia. La arquitectura es ella misma un pedazo de ciudad y los conjuntos arquitectónicos un fragmento mayor, a veces capaz incluso de recrear la ciudad. Decíamos siempre a nuestros alumnos de la Facultad de Arquitectura que es difícil saber en qué medida la Ciudad Universitaria modificó a Caracas. Hasta qué punto condicionó y condiciona los patrones de conducta de quienes estudian y conviven en ella. Si aceptamos que la Ciudad Universitaria es un testimonio cultural clave en el proceso de modernización de la sociedad venezolana, estamos también aceptando que vivir en ella como estudiante o como profesor es convertirse en receptor, consciente o inconsciente de ese testimonio. Siguiendo ese mismo hilo me permito afirmar que las diferencias de actitud entre los alumnos de la Universidad Simón Bolívar y los de la “central”, tiene relación con la arquitectura de ambas instituciones. Los de la “simón” parecen menos expansivos, acaso menos comunicativos, nos decía una vez una compañera de mi hija. Esa diferencia tiene que ver con la arquitectura de esa “ciudad”. Los pasillos cubiertos, que unen todas las Facultades derrotan al aislamiento, pletóricos siempre de transeúntes que se comunican entre sí, aún sólo visualmente, y son preámbulo a los espacios de recepción de las Facultades, abiertos a todos, invitando a un comportamiento de convivencia, a compartir democráticamente espacios que aprovechan el privilegiado clima nuestro.
Los liceos Fermín Toro y Andrés Bello dejaron una profunda huella en la educación caraqueña de los años cincuenta y sesenta, no sólo por la calidad de sus docentes sino porque representaron, desde el punto de vista de la calidad de la construcción, del valor relativo de su arquitectura, de la forma como contribuyeron a dignificar la escena urbana, un salto hace adelante en relación a lo que era usual en los institutos educativos de entonces.
Puedo citar otros ejemplos; lo que sostengo, en la misma línea de pensamiento de la modernidad del siglo veinte, es que la arquitectura conforma la conducta, educa al hombre. Paul Henry Chombart de Lauwe (1913), ilustre sociólogo francés, condujo en los primeros sesenta un importante estudio, Familia y Vivienda, que buscaba descifrar ese proceso. Le oímos en una conferencia hace ya muchos años, expresando la casi imposibilidad de llegar a conclusiones definitivas.
Esa es una tesis opuesta a la que el populismo democrático y el populismo ¨revolucionario” ha sostenido, si no en la intención, sí desde luego en los hechos, en los últimos cincuenta años. La de que las instituciones se fundan independientemente de los edificios que las albergan. Se crean como resultado de acuerdos políticos, de impulsos demagógicos o de la improvisación que responde a las emergencias. Ya se verá si al madurar ellas crean las presiones para que los edificios surjan. Es un modo de pensar que pasa por alto las interferencias provenientes del deterioro del ambiente físico.
¿Hasta cuando se crean tribunales en Venezuela, destinados a funcionar en casas adaptadas, en las que el comedor funge de Sala de Audiencias y los baños de archivos? ¿Hemos olvidado que desde la época de los romanos la justicia debía impartirse en un ambiente capaz de re-crear la solemnidad del acto y por ello aparece esa institución que es la Basílica? ¿ No se ubicaron los primeros templos cristianos precisamente en basílicas, en búsqueda de ese “sentido de lo ritual” estimulado por la arquitectura, que tan esencial es a la conducta humana? A esta Venezuela de la permanente improvisación la historia le dice poco. Y la tradición formada durante el último medio siglo populista pareciera haberse convertido en peso insuperable. Ni ha sido cierto en la historia ni es cierto hoy que las instituciones funcionen con independencia de la arquitectura que las alberga.
Esa dependencia puede atenuarse gracias al equipamiento interno, gracias a lo que hacemos para mejorar las condiciones definidas por la arquitectura. Pero toda institución pública con vocación de permanencia exige una arquitectura digna nacida de la reflexión y el esfuerzo social, no de la improvisación.
Cuando a partir de una decisión perversa se lanzó a la calle a una enorme masa de empleados de nuestra industria petrolera, se decidió usar los edificios de oficinas vacíos para sedes de nuevas universidades. En ese acto de improvisación quedaba demostrado de la manera más dramática que el régimen que hoy sufrimos no reflexiona sobre las consecuencias humanas y educativas de sus actos “políticos”. Se almacenaron estudiantes en oficinas prescindiendo de todos los espacios complementarios y de extensión. Se actuó con criterios de capitalismo salvaje en nombre de una supuesta “revolución”. Se continuó la funesta herencia de la improvisación populista.
Vale la pena recordar de nuevo la frase de Claudius Petit (1907-1989) ex Ministro de la Reconstrucción francés, quien nos acompañó en 1983 aquí en Caracas con ocasión de la fundación del Taller Firminy que dirigimos durante casi veinte años en la Universidad Central. La he citado muchas veces y la incluí en esta página a propósito del drama de las cárceles venezolanas: “Todo programa político se refleja en el dominio de lo construido¨. Nuestros políticos harían bien en comprender la trascendencia de esa frase.
Concluyo estas reflexiones de las últimas cuatro semanas en las que he querido argumentar un punto de vista, remontándome en la historia hasta Giambattista Vico (1668-1744) quien sostenía que el curso de las cosas determina el curso de las ideas. Lo cual nos apoya cuando decimos que las cosas de la ciudad, sus edificios, sus espacios, sus lugares, sus calles, sus contrastes, sus estímulos, sus fracasos, sus carencias, pueden determinar nuestras ideas. Nos pueden educar. Para bien o para mal. Una verdad para Vico que nos alimenta hoy.