Oscar Tenreiro
Si hay un ejemplo que revela cómo la arquitectura de una región del mundo, hija de condiciones culturales y tradiciones técnicas locales, puede adquirir características originales, incluso radicalmente diferentes a la de otras regiones no demasiado distantes geográficamente, hasta vecinas, es la Basílica de San Francisco en Asís. Ya lo mencioné a propósito del Gótico veneciano ejemplificado en el Palacio Ducal, ahora lo reitero en el caso de este hermosísimo monumento del gótico de Umbría, o gótico umbriano, denominación que por cierto recalca la idea de que, particularmente en Italia en tiempos de las Ciudades-Estado, cada región produjo su propia versión del gótico y en cierta manera, como se ha hecho notar, sus propias versiones de las distintas expresiones artísticas.
Pero aparte de las determinantes regionales está el hecho, que influyó a toda la arquitectura franciscana posteriormente, de que esta Basílica fue el primero y el más importante templo de la Orden Franciscana. Está construido sobre la tumba del Santo (en la Basílica Inferior está la cripta con la tumba, la Basílica Superior, sobre la anterior, se destina al culto regular) lo cual hacía imperativo que diese testimonio del espíritu del poverello de Asís. Que él expresó en vida al pedir la máxima sencillez en las moradas de sus seguidores y en el lugar de culto (como la modestísima Porciúncula, la pequeña Ermita que frecuentaba) según consta en las memorias de sus inmediatos seguidores. San Francisco murió en 1226, fue proclamado Santo por Gregorio IX en Julio de 1228, y fue uno de sus inmediatos seguidores, Fray Elías, quien dirigió la construcción de la Basílica. Se siguieron durante las obras, que para ese tiempo fueron muy rápidas, un poco más de 25 años, pautas que apuntaban hacia la sencillez y la austeridad, rasgos que no fueron del todo entendidos por los contemporáneos, obligados a vencer el siempre presente deseo humano, muy cultivado en esos tiempos, de destacar la memoria de un gran hombre – y fue muy grande Francisco– mediante gestos amplificados por la grandilocuencia y el exceso, lo cual prosperó en todas las artes e iba a avasallar la arquitectura hasta extremos abiertamente decadentes en los siglos inmediatos. Eso obligó poco tiempo después a redactar regulaciones sobre arquitectura que debían respetarse, algunas de las cuales (otras quedaron en la tradición oral) fueron enunciadas formalmente en el llamado Capítulo General de Narbona, Francia, de la Orden Franciscana, realizado en 1256, tres años después de la consagración de la Basílica en 1253.
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Ignoro si hay otras normas adicionales, entre ellas aquella sobre la cual alguna vez leí que se aplicó en América, prescribiendo en toda iglesia una sola torre en vez de dos, pero he encontrado lo siguiente estipulado en Narbona: Como lo selecto y lo superfluo se oponen directamente a la pobreza, ordenamos que se evite de forma rígida la delicadeza de los edificios en pinturas, cinceladuras, ventanas, columnas y otras cosas, o el exceso de longitud, anchura y altura según las condiciones del lugar. Pero aquellos que osaran transgredir esta constitución, deberán ser castigados severamente, y los principales expulsados irrevocablemente de sus lugares. Y también: De ningún modo las iglesias deben ser abovedadas, excepto el presbiterio. Por otra parte, el campanario de la iglesia en ningún sitio se construirá a modo de torre; igualmente nunca se harán vidrieras historiadas o pintadas, exceptuando que en la vidriera principal, detrás del Altar Mayor, pueda haber imágenes del Crucifijo, de la Santa Virgen, de San Juan, de San Francisco y de San Antonio; y si se hubieren pintado otros, serán depuestos por los visitadores”
Son disposiciones que se seguían según el caso y que pese a sus muy buenas intenciones tienen algo de artificial, vago (la mención del exceso) y a la vez demasiado limitativo al darle importancia a cosas que no la tienen: hablar por ejemplo de vidrieras cuando en Italia por ejemplo esa técnica era casi inexistente. Lo cual explica que, transgrediendo la norma, la Basílica de Asís, que lógicamente tuvo un carácter fundacional, hito inicial de una tradición, se enriqueció con frescos, primero los de Cimabue, a comienzos del último cuarto del siglo XIII y luego de Giotto a fines del siglo y comienzos del siguiente. Y estableció otras normas no escritas como por ejemplo la muy importante de que el templo tuviese una sola nave (que se justificaba como medio para centrar la atención en la predicación), al igual que la que ya mencioné sobre nunca construir dos torres.
Pero hay una serie de características en la Basílica primera que deben haber tenido influencia en lo construido después, una de ellas la de haber dejado desnudo, sin recubrimiento ornamental de ningún tipo, el material con que fue construida, la piedra. Suponemos que se trata de una piedra propia de la región, de hermoso color amarillo-rojizo que se muestra en volúmenes y superficies, dejando que las técnicas de construcción dicten en general las formas externas e internas incluyendo la fachada principal. Repetimos, libre de toda ornamentación basada en sumatoria de materiales (como se hizo después en Italia hasta la exageración) o en aditamentos superpuestos, siendo la fachada principal la representación externa directa de la sección estructural de la nave, rasgo que algunos de los críticos de hoy llamarían condición tectónica porque es consecuencia inmediata de lo constructivo. Los límites de las superficies los definen exclusivamente las cornisas de protección para el agua o, en el caso de los accesos, los remates de los arcos apuntados sucesivos que abren el muro para formar los atrios de acceso, los cuales siguen la tradición gótica más común, quedando únicamente como ornamentos en torno al rosetón de la fachada principal, en cada esquina del cuadrado en el cual está inscrito (geometría precisa), los símbolos de los cuatro evangelistas, que están allí para recalcar la mayor enseñanza del Santo: la escritura como origen central del mensaje cristiano.
Y a todo lo anterior junto a muchas cosas que podrían decirse guiadas por la misma intención, se puede sumar (evidente al ampliar la foto que hoy de nuevo incluyo), la presencia en todas las superficies que se muestran hacia el exterior, sin disimulo alguno, de los aparejos de piedra irregulares, rústicos, hiladas de distintos tamaños, lo constructivo como se realizó, tal cual nació el edificio. Por cierto, un nivel local del trabajo de la piedra muy distante de la impecable técnica francesa como es posible apreciarlo en las dos fotos que anexo, de la Catedral de Bourges, Francia, consagrada en mayo de 1324, tres cuartos de siglo después de la de Asís.
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Ese conjunto de atributos vinculados a la modestia y a lo que pudiéramos llamar esencial, tan queridos al espíritu franciscano, tiene un contenido como esfuerzo de renovación respecto a lo que se venía gestando en la esfera religiosa en los tiempos inmediatamente anteriores y sin duda en todo el espacio influido por ella incluyendo el Arte, que no tendría que haber pasado desapercibido a un intelectual de la talla de Alberti, uno más entre quienes desde los medios intelectuales iniciaban ese inmenso movimiento de reacomodo de todas las actividades humanas que fue el Renacimiento.
Pero no fue así, Santa María Novella, obra seminal de Alberti en cuanto a su influencia posterior, es precisamente lo contrario a la enseñanza de Asís. Es superposición sobre lo construido, sobre lo tectónico, es básicamente un ejercicio ornamental, que podría justificarse porque se trataba de un edificio ya existente cuya fachada estaba inacabada, pero que establece un precedente que le da valor a lo cosmético, a lo que embellece, la tentación a la cual cedieron buena parte de los arquitectos del Renacimiento y se hizo común en los siglos posteriores. Y Santa María Novella es una operación de alto nivel, llena de sugerencias importantes; pionera, producto de una alta cultura, original (y lo original revela genio) marcada sin embargo por un objetivo escenográfico que puede ser visto, todo el respeto guardado, como cosmético. Se trata de una fabricación de la fachada esencialmente plana para lograr una nueva dignidad mediante recursos geométricos y de proporciones que constituían verdadera novedad de ese momento, instrumentos tomados del ámbito científico, lo cual los reviste del atractivo que comenzaban a adquirir las ciencias naturales en la intelligentsia renacentista y posterior. La geometría euclidiana como regulación y también como desarrollo, los sistemas de proporciones de origen matemático, se ponen al alcance de ese nuevo profesional que es el arquitecto, tal como ocurrió con el descubrimiento de la perspectiva que se convirtió por esos mismos tiempos en recurso de extrema novedad al alcance del pintor.
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Mencioné antes el conjunto monumental de Pisa. Lo que he dicho de Asís en cuanto a un gótico de características muy especiales, inducidas por herencias, experiencias, técnicas, propias de una región, puede decirse igualmente del grupo de edificios sembrados en ese sorprendente Prado de los Milagros (Campo dei Miracoli).
Cuyas imágenes tan conocidas, con la torre inclinada siempre objeto de trucos visuales u ocurrencias de humor llano, se han hecho rutinarias y hasta cierto punto ponen en segundo plano su condición de obra maestra de la arquitectura universal. La singular disposición de los cuatro monumentos en el prado despojado, sólo sembrado de yerba, afortunado rasgo cuyo origen se me escapa, es absolutamente inédita en la arquitectura monumental de Italia. Caracterizada siempre por la secuencia espacial de las piazzas formadas por la ciudad que se retrae para abrir lugar público, en los límites del cual en cierto modo irrumpe o aparece el monumento, un miembro más del tejido urbano pero de otra escala, nunca culminación de una perspectiva larga como fue común en los siglos siguientes con el barroco. Son rasgos, por cierto, que no había mencionado respecto a Asís y que sin embargo se realizan allí en el entorno inmediato a la Basílica de un modo que si fuese producto de una voluntad personal podría llamarse magistral, pero que en realidad es consecuencia del modo natural que en la Edad Media regulaba la formación del tejido construido, doméstico o institucional, respecto a sus edificios principales. Modo natural difícil de definir, asociado a una forma de integrar lo excepcional, generalmente el templo, ocasionalmente las sedes del Poder, como prolongación o complemento de lo doméstico, un vecino más, que desde siempre ha hecho del tejido urbano medieval, preservado de modo único por la multitud de ejemplos en la península italiana pero existente en todo el ámbito europeo, un objeto de estudio para encontrar las claves que respaldan sus virtudes espaciales y su condición de promotor del intercambio humano, virtud que se le ha hecho inalcanzable a los fragmentos de ciudad realizados en nuestros tiempos.
Y decíamos que en Pisa por el contrario, el Prado se extiende casi sin límites, la ciudad se aleja y en cierta medida observa, y ordenados a lo largo según la misma dirección, surgen primeramente el Bautisterio y el Camposanto, luego la Catedral, su eje central coincidiendo con el centro del Bautisterio. Un poco más atrás la torre-campanario, cilindro puro, tangente a la prolongación de uno de los lados de la Catedral, tal como si se hubiese decidido deslizarlo para convertirlo en contrapeso volumétrico del Bautisterio. Una disposición de los elementos que debe responder a un rigor geométrico que habrá sido estudiado y hace de este conjunto algo excepcional, sin precedentes, que estimula diversas hipótesis, que seduce, deja huella, como dejó por ejemplo en Le Corbusier en 1907 cuando venía de haber visitado la Cartuja de Galuzzo, o Cartuja de Ema, monumento que fue el origen de una de sus más importantes invenciones, los Inmuebles-Villas.
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El Camposanto fue el último en ser construido, comenzado en el último cuarto del Siglo XIII y terminado a mediados del siglo XV. El Bautisterio fue comenzado a construir a mediados del Siglo XII poco después de consagrada la Catedral, la cual fue reconstruida a fines del siglo XVI luego de un incendio. Se completó en el siglo XIV y luego la Torre Inclinada y la Catedral. Podemos decir entonces que el conjunto estaba ya parcialmente terminado cuando se erigió la Basílica de Asís.
Así que en tiempos de Alberti estas dos singulares muestras del gótico estaban allí como referencias que deberían haber sido insustituibles; Asís prácticamente como la conocemos hoy, habida cuenta del rechazo franciscano al embellecimiento, y Pisa en todo su esplendor. Y si bien es cierto que Pisa pudo haber sido objeto de modificaciones (sobre las cuales no he tenido acceso a información precisa) podemos partir de que lo fundamental ha permanecido intacto, ya que la reconstrucción luego del incendio de la Catedral entendemos que se concentró sobre todo en su interior. Y es esa condición prístina, no alterada, lo que también hace del conjunto algo especial.
Y en los edificios hay cosas no igualadas por arquitecturas posteriores. Destaco por ejemplo la profundidad que le da a la fachada principal de la Catedral el vacío entre las columnillas y los arcos superpuestos que se suman horizontalmente (esa especie de corredor elevado que antecede a la superficie plana posterior) y se repiten en cuatro niveles hasta el coronamiento, creando un tamiz que produce un juego de luz y sombra (ésta última arrojada sobre el muro posterior, el verdadero límite del edificio) que le da una calidad tridimensional especial a toda la fachada principal. Es una condición que podría llamarse propia de la arquitectura gótica, pero aquí está realizada con un ahorro de medios, una nitidez tan aparentemente deliberada que dudo en utilizar como elogio el calificativo de moderna (de nuestra modernidad) si lo asocio a la búsqueda de efectos en arquitecturas de nuestros días.
Y allí no se detiene lo excepcional, porque en el Bautisterio está presente también el tema luz-sombra realizado de otra manera pero siempre con las columnillas (en este caso coronadas por elementos góticos más convencionales) como tamiz de la luz frente a lo rotundo del volumen cilíndrico, perfectamente legible tras ellas. Y lo mismo en la torre, cuya originalidad precisamente está en que su perímetro lo forma el vacío precedido de esa especie de rosario de columnillas y arcos, caso que según mis limitados conocimientos me atrevo a calificar de único[1]en la historia de las torres de campanario de cualquier templo cristiano del mundo, siempre cerradas hacia el exterior. Sin que mencionemos por supuesto lo que la ha hecho inmensamente famosa: su inclinación.
Podríamos seguir en estos señalamientos, a los cuales deseo agregar que tras el Altar Mayor está una de las figuras de la Historia Sagrada para mí de las más hermosas que uno pueda imaginar que es el retrato de San Juan Evangelista por Cimabue (1240-1302), muestra excepcional de las virtudes esenciales de la pintura cuando es concebida con el propósito de trasmitir un espíritu, un contenido, una vida interior, en este caso una Fe.
Y queda en suspenso para conversarlo en la próxima entrada la pregunta que ya mencioné sobre cómo pudieron Alberti, o los sucesivos tratadistas, dejar de lado ejemplos como éstos, referencias indiscutibles para quien quiera conocer los valores de la arquitectura, vecinos de los lugares donde ellos reflexionaron y escribieron.
Hay razones de peso y valdrá la pena hablar sobre ellas. Porque afectan también a lo que vivimos hoy.
[1]Curiosamente, pasé por alto lo que ya había apreciado y comento más adelante en Digresiones (16): el mismo carácter de torre que se abre hacia afuera que es distintivo en las torres de una de las más hermosas iglesias góticas francesas o de cualquier parte, la Catedral de Laon, monumento en el cual se produce una especie de sinfonía de torres…abiertas hacia afuera.