Oscar Tenreiro / 3 de Julio 2008
Tuve, como muchos de mi generación, mi primera experiencia de Arte y Arquitectura asociados en el sentido “moderno” de integración de las Artes, como se decía en esos años, en la Ciudad Universitaria de Caracas. El conjunto Rectorado-Plaza Cubierta-Aula Magna-Biblioteca, la obra maestra de Carlos Raúl Villanueva, estaba recién construida cuando comenzaba mis estudios de Arquitectura. Como era natural, por edad y por la apertura confiada típica de la adolescencia (tenía 15 años), mi percepción era asombrada, gozosa. Siempre fue esa, y aún lo es, la actitud con la que he vivido esos pedazos de arquitectura recibidos de un hombre y su circunstancia histórica.
Pertenezco como arquitecto a una generación en la que los ecos de aquella fiebre integradora fue sustituida por una cautela y acaso desconfianza. No he tenido en las pocas obras que he construido bajo mi control, ocasiones para transformar esa desconfianza en apertura. En ese edificio semi-frustrado y mal usado que es la Plaza Bicentenario, tuve una mínima ocasión de resultados que me producen muy poco entusiasmo, aparte de haber sufrido toda clase de interferencias de las típicas del poder venezolano, que terminaron en la instalación de un mural de gran tamaño y pobre calidad artística en un sitio privilegiado.
La experiencia de Villanueva, no ha tenido en Venezuela éxitos análogos (en el sentido del goce que produce) en las décadas recientes, pues en general la obra de arte es colocada después de la conformación del lugar arquitectónico, como un agregado, como un “extra” y no como parte del problema planteado, como sí lo fue en la Plaza Cubierta. Pero hay logros sin embargo, como el de los Soto del Cubo Negro (del Arq. Carlos Eduardo Gómez) y el más reciente del edificio del Sistema de Orquestas, de Tomás Lugo. Pero Soto hizo cosas que le salieron bastante peor como su artefacto de la Torre Capriles, su prisma de Chacalto o la esfera de la Autopista, trabajos estos últimos con estructuras de soporte muy desafortunadas. Los trabajos de gran escala de Alejandro Otero fueron mucho más acertados, y siempre he pensado que su molino de la Presa Raúl Leoni es realmente un logro extraordinario ayudado por la inteligente participación en el emplazamiento y la adecuación en el sitio del Arq. Domingo Alvarez.
El Aula Magna fue una simbiosis singular de dos personalidades excepcionales, y Calder demostró siempre una acertadísima visión de la escala urbana. Como la demostró también a su manera Henry Moore, cuyas esculturas colocadas en algunos lugares memorables del mundo siempre parecen pertenecer al lugar. Lo que no ocurre con Marisol en sus ejemplos caraqueños: obras demasiado pequeñas, hasta ignorantes del contexto.
Eduardo Chillida, el gran español, dejó muestras abundantes de esa misma sensibilidad. Su experiencia en “los peines de los vientos”, en la costa cantábrica de España, con el Arq. Peña Ganchegui, es memorable. Y las obras que dejó en Barcelona también, sin que dejemos de nombrar la impresionante pieza instalada en la Cancillería de Berlín. Y por supuesto el arriesgado e interesantísimo proyecto para la montaña de Tindaya en las Islas Canarias, del cual anunciaron recientemente su realización póstuma.
Hay un artista estadounidense que viene elaborando un legado único en obras de gran tamaño, proceso que ha tenido momentos importantes en las experiencias de Christo, sin embargo efímeras, y que en su caso se centran en la producción de objetos elementales de gran tamaño que crean un escenario “arquitectónico” monumental. Se trata de Richard Serra (San Francisco,1939) quien tiene en este momento en París, en el Grand Palais, “una” obra que es una impactante muestra de su comprensión del tema de la escala, de su capacidad para manejar la relación, por semejanza o por contraste, entre la obra y el ámbito, edificado o no, que la acoge o la rodea.
Ya había oído hablar de Serra casi veinte años atrás cuando Esteban Bonell construyó el velódromo de Barcelona y le confió la construcción de una enorme letra del alfabeto en un lugar anexo al edificio. Mucho después me impresionaron en el Guggenheim de Bilbao sus sinuosas envolventes de acero corten, desplegándose a lo largo de las salas-galpón de ese museo.
Y hoy bajo la inmensa cúpula de vidrio del Grand Palais, restaurada hace poco tiempo, Serra colocó 4 enormes planchas del mismo acero corten (material con el que trabaja siempre) de 12 cm. de espesor, macizas, de 17 metros de altura y 4 de ancho, 75 toneladas de peso cada una, fabricadas especialmente cerca de Lyon-St. Etienne, al Sur de Francia, y colocadas verticalmente con una inclinación lateral de 1.69 grados, en posición alterna respecto a un eje longitudinal virtual. Serra bautizó el conjunto con el sugerente título de “Promenade”, casi una invitación a recorrer las piezas en diversos sentidos, alineándolas o no visualmente, apreciando su relación con la inmensa nave de 45 m. de altura y 150 m. de largo.
Mientras uno camina enfrentándose a las enormes planchas, apreciando su desmesura, pasan a un segundo plano ciertas dudas íntimas y la reacción es de admiración: se está en presencia de una experiencia irrepetible que apela a nuestra capacidad de observar, de comparar, de relacionar, de imaginar; y revela la intuición de un artista sobre lo ya dicho: la relación exacta, la proporción, la dimensión necesaria, el alma de un material. Y también es admirable el proceso que llevó a la concreción de la experiencia, desde los recursos económicos dedicados al arte, sostenidos sin duda por la enorme capacidad de atracción de una ciudad universal como París, y por una conciencia que echamos de menos en la gestión cultural de nuestra opereta política en cuanto a la dirección que deben tomar los subsidios. Todo con un apoyo tecnológico envidiable que se ha convertido en habitual en las grandes ciudades europeas.
La conversación con Serra a propósito de esta obra y de sus otros aportes, que los visitantes pueden seguir por televisión en un sitio dispuesto a ese fin, descubre razones, reflexiones, antecedentes en los que se apoya un artista excepcional.