Oscar Tenreiro
Esta semana me pasa como en la canción. Veo que al techo le falta pintura pero no soy capaz de seguir el hilo que anuncié en la digresión anterior. Y algo tiene que ver el que esté fuera de mi lugar habitual y que vaya a estarlo durante un tiempo corto pero a la vez demasiado largo por lo ajeno a mis hábitos, pero esas son las reglas del pasaje aéreo obtenido entresacando lo más accesible de entre la limitadísima oferta para un país ya sin líneas aéreas. En una palabra, estoy fuera de mi ámbito natural, como podría decir de mí un biólogo, y veo mi circunstancia desde lejos porque estar lejos no es aún mi circunstancia.
Y percibo así, en toda su aplastante magnitud un aspecto del drama venezolano, particularmente el de la diáspora aceptada de buen grado para no decir que inducida, estimulada, promovida, por los criminales que manejan el poder venezolano, empeñados en convertir a nuestro país en un apéndice de los propósitos geopolíticos y económicos de esa Cuba moribunda y sin embargo aspirante a neonata, que busca hoy lo que rechazó en los años iniciales del terror revolucionario: el turismo-refugio de los habitantes del Imperio.
A mi lado durante el viaje un joven en emigración forzada, tan joven como para no haber aún terminado la universidad, dispuesto a intentar hacer vida huyendo de la ausencia total de oportunidades, del acoso criminal en las calles de su ciudad, siguiendo a sus amigos, a muchísimos que como él deciden ir a abrirse espacio en el extranjero no siempre conscientes de lo que dejan tras sí y lo que comprometen. Ya son millones, y mi punto de vista de hombre mayor con tantas cosas a cuestas y expectativas truncadas en un país que ha sido un prodigio en cerrar caminos recién iniciados, torcer rumbos, archivar sueños, me lleva siempre hacia una tristeza mezclada con rabia o impotencia. Saldremos de este hueco, le digo, superaremos este momento oscuro, no vencerá la insensatez. Repito así un discurso que no me abandona pese a todo. Lo oye con escepticismo, con distancia…
Y finalmente aquí estoy junto a mi hija y su familia, ellos también en su imposibilidad de hacer proyecto de vida en esa Venezuela secuestrada por quienes, como decía un amigo, nos quieren sacar a patadas. Pero sé que la usurpación cesará. Me lo dice la convicción de que la maldad no triunfa.
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Hoy cumplo setenta y ocho años. Creo recordar que mi madre me dijo que nací en la tarde. De lo que sí estoy seguro, porque también me lo dijo ella muchas veces, es que naciendo le produje algunas dificultades que ella me reclamaba con ese tono especial con el que las madres nos reclaman algo cuando somos niños.
He tenido una buena vida y de ello estoy agradecido. Es un agradecimiento que hoy carece de dirección clara pero he decidido, o mejor, lo siento así, que su destino es el Dios de mis padres. Sí, la Fe que aún permanece en mí es la Fe de mis padres. No quiero rechazar ni serle indiferente a esa herencia porque era grande, ocupaba sus mundos de un modo claro y con frecuencia luminoso, sólo afectado por el temor de mi padre al Infierno que una vez le oí confesar. Y es allí en ese punto preciso donde me separo de él siguiendo un poco la senda de mi hermano mayor, Jesús, o de mi filósofo preferido, quien sostenía que el cielo y el infierno estaban entre nosotros.
Sigue siendo la arquitectura una de mis pasiones fundamentales, pero ya me he resignado a verla desde cierta distancia, enfocándome en lo que tengo más a la mano, que afortunadamente ha sido bueno, como decía la semana pasada, porque las condiciones que me rodean, las de mi país, las de mis circunstancias, conspiran contra cualquier intento de aspirar a la normalidad. Y hasta cierto punto se reproduce en mí como en muchos venezolanos de hoy lo que ya mencionaba Picón-Salas hace casi un siglo en su Comprensión de Venezuela: …Lo que entre nosotros se llama la cultura no es propiamente la identificación y comprensión con la tierra, sino la fuga, la evasión… Y me evado por supuesto ante esa forma de adversidad –la recurrente destrucción de la continuidad– que se ha convertido en el pan-nuestro-de-cada-día venezolano. Y una cosa que tengo a la mano es el deseo de comunicarme por la escritura con líneas como éstas que son un oasis personal. Porque entre todas las cosas que vuelco en ellas puedo también –como hago parcialmente hoy– hablar de mi intimidad y no sólo de lo externo, porque ya he dicho bastante aquí que cedo a la tentación de recorrer el pasado personal y compartirlo con la esperanza de que, a la medida de mis esfuerzos por hilar un relato y recobrar el tiempo, pueda vislumbrar la escurridiza coherencia que nos ayuda a encontrar el sentido de vivir.
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Y fechas como la de hoy me brindan también la oportunidad de repetirme diciéndole ciertas cosas a mis hijos o intentar llegarle a los más jóvenes –los nietos ya numerosos– para decirles por ejemplo que lo mejor de haber vivido durante cierto tiempo es, entre tantas cosas, que ellos estén cerca para que uno pueda cumplir el papel de testigo vivo de vidas que comienzan o que van floreciendo. Y tener la sensación, ya señalada por algunas mentes ilustres, de que aspectos de la forma personal de responder a la vida pudieran prolongarse de algún modo en ellos, así como en mí se prolongaron –sin estar yo consciente de ello– herencias de los que me antecedieron. Borges sugería que la inmortalidad era esa conexión misteriosa entre vidas sucesivas, conexión que también se realiza en sociedades enteras, terreno donde germina para bien o para mal lo sembrado en el pasado. Es lo que la sabiduría humana ha sostenido desde siempre y que la civilización actual a ratos desconoce: sumado a la compleja suma de hechos, emociones y afectos que se hacen presentes en la vida de cada quien, sumados a la cosas materiales que se deslizan inexorablemente hacia el olvido como toda vanidad siguiendo lo señalado por la palabra bíblica; por encima y más allá de todo eso, es en la paternidad o la maternidad (que puede ser espiritual y no sólo física) donde se revela el más profundo sentido de la vida humana. Se los digo directa o indirectamente a mis muchos hijos sin que se convenzan de mi sinceridad: ellos, lo que ha dado frutos a partir de ellos, y lo que pude haber sembrado en aquellos hijos espirituales en quienes en algún momento tuvo alguna repercusión lo que dije o lo que hice, son para mí lo que le ha dado sentido a mi vida. Insisto en repetirlo hoy cuando cumplo setenta y ocho.