ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

La Tumba de Lenin. Plaza Roja, Julio de1959. La foto destacada (más arriba) es de los muelles de Leningrado, allí empezó nuestra visita.

Regreso al punto donde me encontraba antes de dejarme llevar hacia tierras de Italia, el de mi viaje adolescente por Rusia en el ya lejanísimo 1959. Y entre otras cosas que se despiertan de nuevo está una que nunca pude imaginar: el que esté ocurriendo hoy en mi país un fenómeno social y económico comparable al que era tema de conversación entre los franceses que eran parte mayoritaria del Tour en el cual participábamos: la escasez de bienes de consumo en territorio soviético.

Ya en el autobús que nos llevaba desde el barco hasta el hotel comenzaron los comentarios sobre las formas que usaban quienes tenían alguna relación con turistas para hacerse de algunos objetos de procedencia occidental. Era notoria y además fácil de realizar sin exponerse a represalias la demanda de medias de nylon, en ese tiempo un complemento indispensable del vestir femenino. Algunos de los viajeros llevaban una buena provisión de ellas que aspiraban a vender para tener rublos y comprar cosas como caviar, vodka o antigüedades de algún valor, iconos antiguos por ejemplo, que en esos años eran relativamente fáciles de obtener. Y comentaban sus intenciones en voz alta lo cual nos permitía enterarnos despertando nuestro juvenil rechazo ante el deseo de beneficiarse de las necesidades de gente que luchaba por lo mínimo. Rechazo que no impidió que llegara a mí la demanda, personificada en un joven más o menos de mi edad o un poco mayor, quien nos abordó justo antes de entrar al hotel (fue en San Petersburgo-Leningrado) y se introdujo en el ascensor con nosotros para preguntarme en un inglés rudimentario si tenía algo para vender. Y su insistencia, ya en el pasillo que llevaba a los dormitorios, fue tal –no quería por nada del mundo dejar pasar la oportunidad– que vio algo especial en mis zapatos, los cuales había yo comprado el año anterior en mi viaje latinoamericano del Congreso de Estudiantes en Chile, e insistió en probárselos. Le quedaron bien y de seguidas escenifiqué una de las cosas de las que más me arrepiento en mi vida: se los vendí por unos cuantos rublos en vez de regalárselos; rublos que no me sirvieron después para nada de interés. Y sin embargo, me parecía paradójico, el joven quedó muy agradecido; tanto, que al día siguiente se presentó de nuevo en el hotel –me acechaba en la acera junto a la entrada– y me entregó un regalo que atesoré durante mucho tiempo. Era una viejecilla tallada en madera de unos veinte centímetros de largo, artesanía popular rusa supongo, objeto que poco después, al regresar a Venezuela, le regalé a mi hermana Carlota en cuya casa estuvo hasta que pareció evaporarse. Y ya no están, ni ella, que murió casi dos décadas después, ni la talla, que tuvo para su intimidad una especial significación conferida por nuestra muy ingenua idea adolescente (me unían a mi hermana vínculos marcadamente religiosos) de que ese viaje mío al símbolo político del ateísmo, el disfraz de la Rusia oficial, tenía –un poco– el carácter de un apostolado que le daba significado especial a la brevísima relación con el joven. Complementada poco después con la amistad epistolar que me unió con un moscovita –Alejandro Stotic era su nombre– también estimulada por la noción de estar contribuyendo a algo superior. Porque ese era hasta cierto punto, lo he escrito ya varias veces, el sentido oculto de mi viaje, sentido que mi hermana compartía con particular fidelidad hasta convertir en suya la amistad epistolar con este peculiar personaje –de quien conservo una foto que mostraré aquí cuando regrese a Venezuela– quien se me había acercado en el comedor del hotel de Moscú con el pretexto de practicar su recién aprendido español.

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Y haciendo un paréntesis me importa destacar la cuestión de la escasez porque me permite hacer conexiones con otras cosas, entre las cuales la increíble precariedad institucional y cultural en la que vivimos en un país como Venezuela, que puede pasar en brazos del ignaro caudillismo populista de inspiración cubana o de lo que ayer no más Tomás Straka llamaba la actitud estúpida de la clase media http://prodavinci.com/blogs/en-la-muerte-de-guacaran-por-tomas-straka/ –proverbial en una clase social sin raíces firmes– de la máxima abundancia a la máxima escasez en un abrir y cerrar de ojos. De modo que ahora, a poco tiempo de estar nadando en dólares que sirvieron para enriquecer groseramente a muchos y promover una revolución manejada por una asociación de intereses criminales, nos encontramos con una escasez que obliga por ejemplo a un trabajador a mi cargo a solicitarme le traiga a mi regreso a Venezuela dos pares de zapatos, uno para él, otro para su hijo, porque el sueldo que yo trabajosamente le pago no le alcanza para comprarlos. Eso sin contar las enormes dificultades que experimenta para comprar alimentos, proceso humillante que el Régimen sostiene porque es el mejor mecanismo con el cual amarran perversamente los votos.

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¿Que relevancia puede tener ante un contexto así el típico discurso de los arquitectos que ocupan las páginas de la notoriedad? ¿Discurso caracterizado por el deseo de decir cosas nuevas que lo parecen sólo por el disfraz de palabras que las recubre y que en el fondo no dicen nada? Ante esa especie de pantalla que pretende darle profundidad intelectual a lo que está vacío de contenido, uno no puede sino valorar como un mensaje que permanece y constantemente estimula la reflexión el de algunos de los maestros del siglo veinte a los cuales se refiere desdeñosamente –más adelante hablo de eso– un arquitecto tan débil como Jean Nouvel, cuyas obras están pese a su gran tamaño destinadas a convertirse en esfinges mudas sin la nobleza de las de roca verdadera, esfinges fake que nos remitirán a unos tiempos pasados que no serán vistos como mejores.

Si yo digo, como decía hace dos semanas, que en las abundantes y muy apasionadas siempre, reflexiones de Le Corbusier, encuentro un espíritu siempre renovado que las mantienen estimulantes, digo por igual que no he leído nada de los arquitectos exitosos internacionales de generaciones recientes que encuentre sintonizado aunque sea de manera leve con las preocupaciones que caracterizan mi circunstancia. Y no es que piense que esas circunstancias no pueden cambiar, que cambiarán sin lugar a dudas, sino que el hecho de que hayan prosperado, se hayan hecho posibles, revela unas condiciones culturales y sociales en las cuales ese discurso tautológico y supuestamente actualizado de las estrellas (sean las espectaculares o sean laureados del Pritzker revisionista) no tiene ninguna relevancia. Porque no veo la razón por la cual los arquitectos tengamos que contentarnos con algunas frasecillas de ocasión más o menos inteligentes por parte de los premiados cuando más bien nos sentimos impulsados a pedirles que se bajen de la nube de la notoriedad y se den cuenta que frente a ellos prospera un modo de asumir los tiempos donde la regresión está viva y bien; que pese a la última generación de IPhones, de self-driving vehicles y avances espectaculares de la robótica, las desigualdades entre países son abismales, hay movimientos neo-nazis en Alemania y en toda Europa, la derecha religiosa norteamericana se empeña en promover la guerra a muerte, el terrorismo está allí cerca, el Medio Oriente continúa en perpetuo conflicto, sigue reinando la maldad –también, lo sabemos, en Venezuela– los catalanes se enceguecen con una independencia de cartón, se convierte en líder del país más poderoso del mundo un perfecto idiota y se hace del control dictatorial en la nación que más divisas extranjeras recibió en Latinoamérica en la última década una especie de burro con bigotes.

¿Y van a seguir los arquitectos –¡arquitectura, el arte social por excelencia¡– diciendo cosillas para las revistas de fin de semana? ¿O hablar con prudencia para proteger posibles encargos? No. Corresponde aceptar que la condición de intelectual que nuestro Villanueva le asignó al arquitecto exige de él algo más que instalarse en la aceptación general. Lo que pasa en el mundo, intentar comprenderlo o simplemente registrarlo, no sólo sumándolo a todo lo que nos lleva a tomar decisiones sino dándole forma al universo ético que alimenta nuestro discurso, debería ser la preocupación del momento. No evadirnos en una complacencia de privilegiados del periodismo cultural.

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En El País de Madrid leo que Jean Nouvel inaugura su museo-sucursal del Louvre en Abu Dabi https://elpais.com/cultura/2017/11/06/babelia/1509966682_077182.html ante 300 periodistas pagados por el dinero petrolero que allá sirvió para construir enclaves económicos y de recreación artificiales y en nuestro país revolución. Con la diferencia adicional de que en los emiratos la artificialidad sigue viva mientras en Venezuela morimos de mengua y ruina.

Nouvel dice cosas a los periodistas sobre su creación de 500 millones de Euros, caracterizada por una macro-cúpula metálica trenzada construida con tecnología de punta europea o asiática, de 180 metros de diámetro, que arroja sombra fragmentada en formas irregulares sobre lo que el llama un Ágora también definida en su discurso como una Medina (un barrio tradicional árabe), formada por las distintas estancias de administración, extensión y por supuesto las salas de exhibición que serán alimentadas de acuerdo a un contrato por 1000 millones de Euros para cesión parcial o completa de obras durante diez años, con derecho el nombre Louvre durante treinta. Y se lanza el celebradísimo arquitecto a arrojar ligerezas a la atenta audiencia propias de ese narcisismo que usualmente prospera en todo exitoso. Habla de los arquitectos del siglo veinte como si se tratara de una especie de rebaño en tono despreciativo o desapegado, sin hacer distinciones, llamando héroe a Mies, no está claro el por qué; y por supuesto, como todo francés que se respete maltrata a Corbu acusándolo de lanzar la historia a la basura, retornando a los clichés del posmodernismo que todavía circulan entre periodistas de actualidad recién barnizados de cultura arquitectónica.

Y si a uno pudiera parecerle bien, como me parece, que, para construir en un lugar donde el sol reina inclemente se desee crear un espacio de sombra protectora como abrigo fundamental del edificio y punto de partida de su concepción, no puede dejar de decirse que se trata de una idea que está allí, a la mano, que circula abundante en las escuelas de arquitectura o entre preocupados por el respeto al medio natural –una obviedad en fin de los tiempos actuales– siendo su realización, más que una genialidad o inspiración repentina la comprobación de que el cliente del arquitecto es benevolente y que dispone de suficiente dinero, porque como sabemos todos los más creciditos, realizarla exige expandir los límites de cualquier presupuesto. Y precisamente la abundancia de dinero por una parte, la búsqueda de lo llamativo por la otra –marca de fábrica de Abu Dabi– y la ansiedad por la espectacularidad que se niega a morir, termina por darle la carga de la prueba a la solución buscada mucho más que a la idea, y es esa solución –la super-cúpula metálica– precisamente lo más llamativo y al mismo tiempo lo menos interesante del edificio porque se reduce a ser un gesto empalagoso, como empalagosas son muchos de los edificios del arquitecto que en el Quai Branly parisiense logró convertir en parque temático con aire de discoteca al venerable Museo del Hombre francés (uno de los proveedores de Abu Dabi).

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Y así como me sorprende la aridez de ideas del publicitado francés, me sorprende por igual en el mismo sentido –el de la falta de nutrientes– el de uno de los arquitectos del estudio español RCR Arquitectes que recibió el último Pritzker, y declara en el mismo diario, el mismo día a propósito https://elpais.com/cultura/2017/11/06/actualidad/1509973829_544896.html de una muestra de su obra que se inaugura en San Sebastián. Dice Rafael Aranda (1961) uno de los tres que dirigen el estudio (los otros: Ramón Vilalta y Carme Pigem) mientras recorre la muestra con el periodista de El País de Madrid que les interesa la arquitectura que es paisaje agregando de inmediato en tono aclaratorio que nos gusta una arquitectura más próxima a la naturaleza que a un edificio. Frases que nada dicen, tautologías que dejan la impresión de ser emitidas para hacer gala de una inteligencia de lo modesto que tiene buena aceptación en los días que corren. No sólo porque es poco natural el deseo de ser natural sino porque el refinamiento –la característica esencial de la arquitectura de RCR– es, él mismo, poco natural.

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Pero así van las cosas hoy entre arquitectos en los días que corren, se prodigan palabras para no decir las cosas directamente, con sencillez natural. O se decide hablar con palabras inglesas apuntando al mundo de la prosperidad. Me lo enseña un corto comentario de Vicente Verdú –de nuevo El País de Madrid– respecto a la revista Arquitectura Viva, dirigida por Luis Fernández Galiano donde se sostiene –supongo que en el Editorial– https://elpais.com/cultura/2017/11/10/actualidad/1510348371_578573.html que la arquitectura está pasando del bling (destello en inglés) a la bareness (desnudez en inglés), aseveración que con parecido sesgo inteligente a la de Aranda es tan tautológica como la suya: nada dice. Porque el bling no es sólo atributo de lo espectacular ni la bareness una especie de nuevo objetivo para una arquitectura políticamente correcta, es decir, adaptada a las expectativas de una crítica que tiene algo de insumergible. Pero echar mano del embrujo de las palabras es precisamente lo que la crítica hace para encubrir sus simplezas. Tal vez fue por ese culto a las palabras que Fernández Galiano no dijo nunca nada claro sobre el frenesí de lo espectacular; antes más bien fue gestor del exabrupto de Eisenman en Galicia y de su acompañamiento mediático y rudimentariamente intelectual, ante lo cual me hubiera parecido muy justo que se hubiese acogido a la tradición que prescribe a los políticos norteamericanos un retiro discreto cuando no tienen éxito en sus intenciones de alcanzar algún puesto de relevancia. Porque irrita que quienes han ejercido de críticos y de perdonavidas nada pertinente hayan dicho sobre lo que ha venido ocurriendo y ocurre fuera de las zonas de interés en las que ellos se mueven. Y su tardío revisionismo es sospechoso de insinceridad. Uno los oye como si se tratara de actores que acaban de recibir un Oscar, muy complacidos consigo mismos y con quienes les facilitaron el llegar allí.