Oscar Tenreiro
Las entradas tituladas Todo Llega al Mar, numeradas del 1 al 13, son parte del texto del libro con el mismo título que publiqué en abril de 2019, comenzado a redactar un año antes. Mi intención era que el texto del libro estuviese también en este Blog, idea inadecuada que abandoné. Reproducen, con ciertas diferencias, las páginas del libro desde la 33 a la 67.
Nuestro viaje continuó a Buenos Aires, luego Montevideo, de allí a Porto Alegre y Santa María en el Sur del Brasil y finalmente a Rio de Janeiro.
Hasta Buenos Aires llegó la exposición. La presentamos en la Facultad de Arquitectura después de trabajosos trámites aduaneros que nos agotaron y nos quitaron toda intención de llevarla a Uruguay. Así que en Buenos Aires quedó. La habíamos montado en la Facultad gracias a la ayuda de Roberto Segre (1934-2013) quien diseñó el afiche de la exposición el cual luego tomamos para portada del Informe que presentamos al Centro de Estudiantes.
Él era estudiante del último año de arquitectura y lo conocimos a través de Jaime Nisnovich, de la delegación argentina al Congreso. Trabajaba como encargado del diseño gráfico de la Editorial Nueva Visión –hacía un trabajo impecable en la colección de esa editorial sobre arte y arquitectura– y entre él y Gonzalo, en gran medida porque Segre era un asiduo lector, se dio una buena relación. Segre iba a convertirse en los años que siguieron en un crítico de arquitectura de primera línea residenciado en La Habana donde emigró cuatro años después de nuestra visita, en 1963, para vincularse durante tres décadas a la Facultad de Arquitectura hasta que en 1994 emigró a Brasil a integrarse a la Universidad Federal de Río de Janeiro, ya distanciado de la Revolución, ese espejismo que tanto a él como a otros sedujo hasta tornarse decepción. Fue un caso análogo al de Ricardo Porro, cubano (1925-2014) y Vittorio Garatti italiano (1927) ambos residentes en Venezuela un tiempo al servicio del Banco Obrero, Porro además profesor interino, muy comunista-militante, en nuestra escuela entre 1959 y 60. También vivió un tiempo en Venezuela y trabajó en el Banco Obrero Roberto Gottardi (1927-2017), emigrado también a La Habana, quien integró junto con Porro y Garatti el grupo que proyectó las ya bien conocidas Escuelas de Arte de La Habana (Garatti las de Ballet y Música, Porro las de Danza Moderna y Artes Plásticas, Gottardi la Escuela de Arte Dramático). Coincidieron los tres en La Habana en los mismos años de Segre para después establecerse Porro en Francia y Garatti en su Milán natal, mientras Gottardi se quedaba en La Habana fiel a la Revolución, supongo.
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En Buenos Aires nuestro anfitrión –nos alojó en su apartamento– fue Adriano González León, activo en el grupo Sardio y muy amigo de Gonzalo, otro joven escritor incorporado al servicio diplomático venezolano después de la caída de la Dictadura –algo característico del Gobierno Provisional venezolano– como Primer Secretario de la Embajada de Venezuela. Adriano, como lo llamé después, iba a tener relevancia como escritor en los años siguientes sobre todo a raíz de la publicación de su libro País Portátil, que ganó en 1968 el Premio Biblioteca Breve de la Editorial española Seix-Barral recibiendo además en 1978 el Premio Nacional de Literatura. Era en ese entonces muy cercano a la izquierda radical revolucionaria –cambió de posición en sus años maduros– lo cual hacía notar en su conversación y sus continuos desplantes que a veces me resultaban difíciles de manejar. Él y Gonzalo se sentaban a hablar de sus amigos comunes, Adriano leyendo y comentando cartas recibidas o enviadas porque entre ellos, escritores establecidos o en ciernes, se carteaban escribiendo a máquina –y dejando copia de las enviadas– como señalando que no eran cartas cualquiera sino piezas literarias. Yo oía sintiéndome un poco fuera del juego pero intentando captar algo de mi interés y entender un tanto a este personaje tan particular por lo efusivo, nervioso y lengua-larga,como llamaba mi madre a los habladores, poco amante de la democracia lo cual me molestaba y me lo hacía antipático, pero a quien desde ese momento pude considerar amigo, pasando por alto que me dijera en tono algo despreciativo desde sus esquemas izquierdistas que yo tenía cara de copeyano. Así que en los años que vendrían lo frecuenté de tarde en tarde y hasta fui instrumental para que lo liberaran de la cárcel preventiva por sus actividades subversivas en los primeros sesenta durante el gobierno de Rómulo Betancourt.
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Pudimos descubrir en los quince días que duró nuestra visita algo de los grandes atractivos de Buenos Aires. La calle Florida, peatonal, muy frecuentada por hermosas mujeres a toda hora, la calle Corrientes que no duerme, con buenas y numerosas librerías con libros nuevos o usados a precios más que accesibles, o instituciones famosas en el mundo como el Teatro Colón, donde asistimos una noche Gonzalo y yo a una estupenda representación de Wozzeck, la ópera de Alban Berg, producción de un nivel comparable al de cualquier gran teatro europeo; obra que sería absolutamente impensable incluir de modo estable en Caracas aún sesenta años después, tanta es la diferencia de niveles culturales que nos separa de las mejores instituciones argentinas.
Pero si eso es cierto –lo de los niveles– si se habla de música, de literatura, de teatro, y de muchas otras cosas del ámbito artístico, en el plano político la Argentina de entonces, como la de ahora, sorprende por lo elemental que a veces parecía y parece hoy. Ya en aquel lejano año resultaba sorprendente el esquematismo que se percibía en los comentarios –el Presidente era Arturo Frondizi– y resultaba difícil aceptar que en la controversia política, aparte de un atrincheramiento que me parecía excesivo y hasta gratuito estuviese presente de modo activo un peronismo anclado en el pasado, simplista, polarizador y sobre todo atrasado, cuya estela todavía permanece, sesenta años después, como una suerte de maldición.
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Por esos mismos días de nuestra visita estuvo en la Facultad de Arquitectura como conferencista Carlos Raúl Villanueva a quien saludamos la tarde de su intervención, que no pudimos oír por alguna razón que no recuerdo y que tal vez tenía que ver con nuestra ida a la Universidad de la Plata donde teníamos programada una conversación con un grupo de estudiantes a quienes les presentamos –Gonzalo como coautor era el portavoz– el proyecto de Los Roques que llevábamos en diapositivas.
Y en La Plata había que visitar a la Casa Curutchet de Le Corbusier. Allí fuimos para tener la decepción de no poder entrar. Sólo logro evocar mi impresión con la forma como está organizada en el difícil lote y la rica sucesión de planos reales y virtuales que se perciben desde el acceso todo lo cual me revelaba, diría que por primera vez en mi vida, el sentido de lo singular, de lo que es único, en una obra de arquitectura.
El resto del tiempo en Buenos Aires fue de disfrute simple. Adriano, como comencé desde entonces a llamar a nuestro anfitrión, vivía rodeado por gente que quería fumar cigarrillos americanos y tomar whisky porque en la Argentina de entonces ambas cosas, muy accesibles para un diplomático, eran un lujo para la mayor parte de la gente, así que desarrollé un cierto rechazo a su entorno de aprovechadores, sin que se me escapara que en otros aspectos el alto nivel cultural que se manifestaba por toda la ciudad tenía que ser estimulante para él. No recuerdo en lo personal haber hecho amistad con nadie pero Gonzalo tuvo mejor suerte particularmente en el plano femenino al hacer muy buenas migas con una chica que aparte de atractiva, poco antes de que siguiéramos nuestro viaje le regaló un folleto que por distintas razones terminó quedando en mi maleta y luego en mi biblioteca y nunca lo leí, cuyo título tenía que ver nada más y nada menos que con el Uso en psicoterapia de la dietilamida del ácido lisérgico (LSD). Detalle que muestra no sólo lo que a veces se dice en son de chiste de que entre argentinos el psicoanálisis es tan popular como el fútbol, sino que además estaban muy adelantados en psicodelia, porque en Venezuela se comenzó a hablar del tema sólo diez años después.
Aparte de todo lo más anecdótico me quedó una gran admiración por el nivel cultural de Argentina y a la vez la sensación de que sea cual sea la situación de su país, los argentinos estarán inconformes con ella, tal como si la queja y la idea de que Argentina tiene que ser siempre una rebelde sin o con causa –en lo cual se parecen a los franceses en relación con Francia– fuese parte constitutiva del ser argentino.
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El viaje continuó a Montevideo, Porto Alegre, Santa María (250 Km al Oeste de Porto Alegre) y Rio de Janeiro, antes de regresar a Caracas.
Los cuatro días en Montevideo fueron fugaces sin que haya mucho que decir aparte de lo grata que es la ciudad. Que fuimos al teatro –creo que era el Teatro Nacional de Uruguay– a ver Becket o el Honor de Dios de Jean Anouilh y todavía tengo la imagen de un soberbio montaje y particularmente del excelente vestuario. También estuvimos en la Facultad de Arquitectura, donde dimos la consiguiente charla como huéspedes de Carlos Filgueira (delegado al Congreso de Chile) y un día antes de partir, una vuelta por Punta del Este en bicicletas alquiladas.
Sobre la visita a Santa María vale la pena decir algunas cosas y muy especialmente del tiempo en Río de Janeiro.
Fuimos a Santa María por una razón asociada a mis búsquedas religiosas que se habían intensificado en Santiago y muy poco tenían que ver con los intereses de Gonzalo, lo cual no impidió que aceptara acompañarme y, no sólo eso, sino que lo hiciese de muy buen grado aunque guardando siempre su distancia. Así que la parada en Porto Alegre se justificaba solamente porque desde allí debíamos volar –en un DC3, dos motores y vuelo saltarín– a Santa María donde estudiaban en el Seminario que los Padres Palotinos tenían allí, dos amigos desde tiempos de mi infancia, los hermanos Anselmo y Angel Vicente Cerró quienes estaban casi al final de sus estudios para ordenarse sacerdotes. Creo, no lo recuerdo bien, que estuvimos solo un par de noches, tal vez sólo una. Asistí a los ritos regulares de los seminaristas y mantuve largas conversaciones con mis amigos vinculadas con mis preocupaciones de entonces, interesado como estaba en ser parte de lo que en el lenguaje católico se conoce como movimiento apostólico (originado en Alemania en un lugar llamado Schoenstatt[1], cerca de Koblenza en Alemania), al cual pertenecían los dos hermanos desde que vivieron en Chile y decidieron ser sacerdotes. Todavía hoy me asombra el respeto y la paciencia de Gonzalo Castellanos ante estas efusiones de las cuales él no participaba. Y nunca expresó desagrado o alguna crítica u observación negativa, conducta que estuvo en el origen de la gran estima que siempre le tuve y que duró hasta su prematura muerte.
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Y llegamos por fin a la última parada de nuestro viaje, Río de Janeiro. Donde nos recibió y nos alojó en su apartamento otro amigo de Gonzalo, escritor de primera, parte activa del movimiento cultural del país, Osvaldo Trejo, quien era Primer Secretario de la Embajada de Venezuela siendo el Embajador Mariano Picón-Salas quien al día siguiente de nuestra llegada nos invitó a almorzar en su casa en Laranjeiras, un sector de Río, donde nos recibió junto a su esposa Beatriz y su hija Delia quien estaba de visita (vivía en Chile con su madre Isabel Cento primera esposa de Don Mariano) y esa mañana entró en mi vida para quedarse.
Río, ciudad de la cual todos sabemos algo, me dejó una huella muy fuerte. Todavía recuerdo la sensación de alegría que tuve al ir en taxi al día siguiente de nuestra llegada, en la mañana, hasta la sede de la Embajada en Praia Botafogo pasando junto al hermoso Museo de Arte Moderno a medio construir de Alfonso Eduardo Reidy (1909-1964), extraordinario arquitecto fallecido demasiado joven. Y todo lo que experimentamos en los días siguientes vino a ser imposible de olvidar en los años que siguieron. Y nos habituamos tanto a la ciudad en esos pocos días que hasta aprendimos a ser pasajeros informales del tranvía –el bonde lo llamaban los cariocas– que corre, o corría, por la Avenida interna paralela a la llamada Atlántica frente a la playa de Copacabana. Y la vida de playa permanentemente presente más el profuso verde de los contornos internos de la bahía, además de la desbordante informalidad por doquier. Mucho mensaje de vida. América… Latina.
Estuvimos en Río algo más de quince días y desde que partimos de regreso a Venezuela comenzó a insinuarse en mi conciencia un nuevo proyecto de vida. Lo más intenso era la necesidad de abrirle paso a mis intenciones de vivir por mí mismo. La mujer que había conocido iba conmigo –en mi sentir, en mi reflexión, en mi nostalgia– de un modo especial. No le daba ningún peso a lo escaso del tiempo en el que habíamos estado juntos, pero lo fugaz que había sido todo sembraba alguna desconfianza. Y sin embargo esa fugacidad, lo mínimo de las vivencias comunes, no ocultaban la realidad de su presencia en mi espíritu. Ser demasiado joven –cumplí durante el viaje los diecinueve años, ella tenía veinte– nunca había sido para mí, ni era en ese momento, algo que hubiera que considerar, todo estaba en mis manos y sólo debía actuar en consecuencia. La arquitectura era parte de ese proyecto como una condición, como algo ya constitutivo de mi persona, aunque tan poco supiera de ella, aunque apenas intuyera cómo iba a establecerse en mí, cuáles de sus raíces sería yo capaz de nutrir. Y mi circunstancia venezolana me ponía además enfrente del compromiso político, con lo cual el cuadro que se desplegaba frente a mí parecía complejo, difícil de manejar sin que yo me diese cuenta de ello: mi actitud tendría que seguir siendo impulsiva, sin pensar demasiado en los riegos y dificultades. Asumiría los retos, trataría de responder a lo que se esperaba de mí. Y en ese cuadro que se abría tenía un espacio esencial, casi definitivo, la motivación religiosa. Estaba presente en mi sensibilidad la idea de testimonio, la confianza en lo Providencial, la sensación de estar cobijado, aquello de ser la sal, como razones que alimentaban todo lo que esperaba del tiempo que habría de vivir. Hoy me doy cuenta, o pienso que me doy cuenta, de lo ingenua que era esa confianza. Pero era fuerte. Por eso lo digo aquí.
[1]Se caracteriza por ser un movimiento de espiritualidad esencialmente mariana. Fue fundado por el Padre José Kentenich en 1914 y se desarrolló muy intensamente en Chile, Argentina y el Sur del Brasil. Lo conocí a través de Gustavo Munizaga hoy arquitecto y profesor de la Católica de Chile y me causó una fuerte impresión que habría de llevarme a cultivar una relación con sus miembros e incluso abrigar el proyecto de fundarlo en Venezuela en los años inmediatos hasta que mi entusiasmo fue declinando y más tarde mis inquietudes religiosas siguieron otra dirección y se hicieron menos militantes, más íntimas.