ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 24 de Noviembre de 2008

Las elecciones de ayer deben haber dejado claro que los venezolanos empiezan a despertar del encantamiento producido por la demagogia populista más exacerbada que ha conocido nuestra historia.

La perversidad de esa demagogia ha dejado una huella clara en el abandono de las ciudades venezolanas y muy particularmente de la capital. Ella pretende sustituir la acción que toda ciudad moderna exige, por un activismo que aspira a “organizar al pueblo” para que sirva de apoyo político para una supuesta reversión del camino económico e institucional que el país ha venido siguiendo, reversión de la cual no hay señales dignas de ser mencionadas. Es un activismo subvencionado, pagado con salarios, con dádivas, con formas de cohecho (como la de regalar artefactos de línea blanca a cambio del voto), ofertas a futuro, con asignaciones presupuestarias sin control; un activismo que combina algunas cosas positivas que se muestran a los invitados internacionales con el más escandaloso despilfarro de fondos públicos del que tenga memoria la sociedad venezolana. Esa es la realidad y de ella se dan cuenta todos los sectores, incluyendo los que aún tienen fe en el Gran Conductor al tiempo que organizan protestas dirigidas a los funcionarios menores para no ganarse el calificativo de traidores a la “revolución”.

El saldo final de todo este inmenso engaño es, hablemos de Caracas, una ciudad en agudísima crisis. Que alcanza cimas insólitas en lo que ocurrió el pasado Jueves con las torrenciales lluvias que nos agobiaron. Que Caracas se paralice de manera tan desproporcionada demuestra que en más de diez años de supuesta liberación de anteriores cegueras seguimos viviendo en una ciudad con gravísimas carencias, aquejada por problemas que no sólo no han sido considerados en toda su dimensión, sino que no han sido siquiera discutidos con amplitud, con deseo real de superarlos, empeñada como ha estado la Nomenklatura del régimen en prescindir de los que no sean incondicionales para sostener vacías apariencias revolucionarias que calman su mala conciencia.

He dicho muchas veces que el bienestar de Caracas, la calidad de su vida urbana, es un problema de Estado. Venezuela clama por un Jefe de Estado que sea capaz de entender lo que esto significa y que podríamos resumir en su decisión de crear mecanismos excepcionales que desde el Poder Central puedan garantizar continuidad a una acción que debe durar décadas para hacer de esta ciudad algo más que un amasijo de contradicciones ¿Puede el actual Caudillo asumir este papel? Se lo pregunto, no a quienes como yo estamos convencidos de su incapacidad, sino a los que aún lo admiran, aún esperan de él lo mejor. ¿Creen ustedes, arquitectos o personas preocupadas por la ciudad sustentadoras del régimen, que este Caudillo entenderá alguna vez lo que Caracas le exige? ¿Creen que asumirá el papel de todo Jefe de Estado ante un problema, que no es otro que hacerlo suyo, velar por el cumplimiento de una estrategia, pedirle cuentas a los encargados de llevarla adelante, coordinar, dirigir? No creo que la respuesta, por más buena voluntad hacia el Jefe que se le ponga, pueda ser positiva. Está claro que este personaje sólo cree en perseguir el sueño revolucionario, que para él se resume, no en nombrar a los más capaces de lograr metas, sino en rodearse de incondicionales y discursear, discursear, discursear hasta el hartazgo para justificarse. Eso es un hecho demostrable a lo largo de la reciente historia.

Y tengo la convicción de que este pasado Domingo el pueblo venezolano dio un paso más hacia la lucidez. Hacia la lucidez que consiste, simplemente, en pedir que los problemas se resuelvan independientemente del discurso ideológico de quien haya sido llamado a resolverlos. Y eso nos lleva a los niveles locales de Poder como focos de exigencia al Poder Central y como vigilantes del orden urbano de su jurisdicción. Hacia los Alcaldes que acaban de ser elegidos. Porque los Alcaldes no pueden ser, no deben ser nunca, simples portadores de una línea “ideológica” recibida por un Jefe, por un Caudillo, por un Führer; los alcaldes deben tener personalidad propia, deben poder decidir, en conocimiento de las situaciones, cual es el camino a seguir.

En nuestra profesión se hizo famosa una frase del arquitecto italiano Aldo Rossi (1931-1997) quien fue comunista en su juventud y escribió,en los años setenta: “no hay justificación ideológica posible para un puente que se cae” . Fue una frase contundente con destinatarios precisos, todos aquellos críticos de arquitectura que convirtieron sus esquemas ideológicos en una especie de filtro que los llevaba a tomar partido, a establecer juicios de valor que hicieron un daño tremendo al debate sobre la ciudad y su arquitectura. Y Rossi tuvo toda la razón. Rossi fue de los pioneros en deslastrar el debate sobre la arquitectura y la ciudad del peso muerto de las preferencias dictadas por exclusiones arbitrarias. Y se descubrió así, en toda su desnudez, la pobreza de las políticas urbanas de los países del bloque soviético.

Tengo fe en que los comicios de este Domingo habrán constituido un escalón más en el ascenso hacia una mayor lucidez en cuanto a lo que debe ser nuestro proceso democrático. Porque de su perfeccionamiento, estoy convencido de ello, dependerá que tengamos mejores ciudades.

Y habrá otros escalones en el futuro.

La demagogia ha dejado huella en el abandono de la ciudad.