Por Oscar Tenreiro
Termino hoy de comentar el texto de Carlos Raul Villanueva sobre el arquitecto yendo a los últimos párrafos y particularmente a la primera de las “consecuencias” que él deduce de sus comentarios introductorios: “El arquitecto vive en un desequilibrio a veces realmente dramático, causado por la inestabilidad y por las contradicciones de la sociedad que lo circunda y condiciona”
Cualquiera podría pensar, a la vista del modo glamoroso como transcurren actualmente las vidas de los famosos, que ese concepto de Villanueva pertenece al pasado o es el producto de alguna frustración. Pero no podría ser más verdadero hoy, no sólo porque en esta parte del mundo las contradicciones han llegado a niveles impensables, sino porque, como se hace notar con insistencia, en los países centrales el avance material ha promovido la ignorancia ante las realidades planetarias. Máximo desequilibrio, subproducto ideológico del talante indiferente de quien no ve más allá de su bienestar, paradójicamente imitado por sectores sociales deseosos de estar al día que desde las periferias observan atentamente al centro.
Y como el arquitecto se forma a partir del deseo de entender el escenario de su actuación, lo afecta de modo especial esa “marcha general de las cosas”.
Podría decirse sin embargo que ese desequilibrio dramático desaparecería si el deseo de universalidad y de profundización intelectual, reclamado también por Villanueva para el arquitecto, se moderase y se regresara de ese “olor de heroicidad” que le imprimieron a la profesión las aspiraciones modernas. El arquitecto se vería más bien como un simple artesano haciendo su tarea, siguiendo instrucciones, dedicándose pacientemente a su oficio. Una actitud a favor de la cual se hizo mucha propaganda en tiempos del posmodernismo, y fue presentada como vuelta hacia la razonabilidad y el buen sentido, contrapeso necesario y deseable de los excesos de la modernidad.
Aceptar la realidad
Pero la aceptación resignada de realidades duras, de jerarquías cuestionables, adaptarse a una realidad y vivir en conformidad con ella, si nos hiciera “felices” por menos fantasiosos o soberbios, también, como dice el filósofo, le quitaría sentido a un estar en el mundo cuyo motor esencial es la lucha, sea cual sea la dirección que tenga. Y la mirada que nos corresponde como gentes formadas en una disciplina que nos dota de una perspectiva, de un “punto de vista”, nutre esa lucha y le da un sesgo particular. La justifica. La promueve. Sigue vigente sin duda el “desequilibrio a veces dramático” al que alude Villanueva.
Y uno se sorprende a veces de que en ciertos sectores jóvenes (la edad se lleva dentro decía Frank Lloyd Wright, podemos querer ser jóvenes siendo viejos o viceversa) se alimente una desconfianza hacia lo “moderno” que pretende estar basada en un estar al día que no es más que la repercusión de la estela de desencantos que nunca hemos vivido. Que han germinado en un modo de ver la arquitectura bien apreciado en círculos comerciales, que no indaga sobre las razones y orígenes de las realidades que nos rodean y nos quiere llevar a aquello de zapatero a tus zapatos para mandar a la mierda los “cuestionamientos y la actitud crítica” como asunto del pasado.
Pero nuestros desencantos diarios no nos prescriben esos abandonos. En la situación venezolana por ejemplo nos dejan claro que no nos hemos ganado aún la imprescindible democracia, que se conspira contra ella, que se la quiere confiscar, que, y es lo más grave, quienes hasta hace poco la predicaban, con una migaja de poder y mucho revanchismo ideológico, justifican cualquier atropello. El arquitecto de aquí vive en un “desequilibrio dramático” de modo especialmente agudo
El desequilibrio nos rodea
Muestras de ese desequilibrio las tenemos los arquitectos venezolanos por todas partes.
En contextos así, no nos puede servir una visión del arquitecto como artesano sumiso y disciplinado. Es necesario que manifieste, como dice Villanueva más adelante, ese “nivel de conciencia…que… le impide aceptar un papel pasivo en el ciclo de la construcción del espacio para el hombre” . Y agrega “…el arquitecto debe ser crítico y acusador”.
Si Villanueva cumplió ese papel durante su vida es asunto que está y estará abierto al debate. No fue desde luego una personalidad que comunicó hacia afuera una ética y un modo de proceder. En ese terreno fue más bien inexplicablemente silencioso, tal vez dándose por satisfecho de que el Dictador de entonces (el de hoy hubiera acordado su despido) hubiera respetado escrupulosamente su presencia como arquitecto de la Ciudad Universitaria, responsabilidad que le había sido asignada por los gobiernos democráticos anteriores. Y allí se quedó, en años de gran empuje económico, dedicado a la gran obra de su vida en un ámbito más bien modesto como lo era su pequeña oficina del Instituto de la Ciudad Universitaria.
Pero sea cual haya sido su trayectoria vital, en su madurez, mientras veía como se pasaba por alto la importancia de su legado en un momento de nuestra historia que parecía anunciar el reino actual de la mezquindad, Villanueva nos regaló esa reflexión sobre el arquitecto tan rica en sugerencias.
Reflexión que, por mi parte, podría exponer sin quitarle nada, a quien me preguntase sobre mis razones para ser arquitecto.
Y termino con los tres párrafos que la resumen:
“El arquitecto es un intelectual, por formación y función.
Debe ser un técnico, para poder realizar sus sueños de intelectual.
Si tales sueños resultan particularmente ricos, vivos y poéticos, quiere decir que, a veces, puede ser también un artista.”
Villanueva a veces lo fue. Y enriqueció nuestro patrimonio.