Oscar Tenreiro / 6 de Abril 2009
1. Es posible pensar en una decadencia cuando se observa el panorama actual de la arquitectura. No sólo son habituales hoy muchos de los recursos de “lenguaje” que con muy buenas razones se rechazaron hace sólo cinco décadas, sino que también están de regreso principios disciplinares que fue muy difícil establecer venciendo la resistencia del mundo de apariencias del siglo diecinueve. Ya en tiempos del postmodernismo el ornamento dejó de ser “delito” como postulaba Adolf Loos. Se impusieron las teorías acomodaticias de Venturi y algunos más y se hizo presente el tema de las “citas” venidas de la historia (fragmentos de arquitectura del pasado incorporados a la nueva) como muestras de ingenio y desenvoltura como en la Galería de Stuttgart de James Stirling. Luego el efímero “deconstructivismo” empezó a alejarse de la lógica estructural y del dominio del ángulo recto (elevado por Corbusier casi a mito), gracias a lo cual un puñado de talentosos y ya olvidados arquitectos expuso en el MOMA de Nueva York; hasta llegar hoy a esa manía de torceduras, diagonales y superficies alabeadas o quebradas que hace de los edificios analogías de Alicia en el País de las Maravillas armadas con recursos tecnológicos actuales. En algunos casos esas arquitecturas exaltan pretenciosamente con su sabor dulzón empalagoso un “estilo” personal como en el caso de la Ciudad de las Artes de Valencia, España, máximo exponente de una arquitectura sin grano fino, basada en el puro efecto, sobada y resobada por la ilustre firma de Santiago Calatrava y financiamiento oficial. O se han arriesgado enormes inversiones para seguir los caprichos formales de Peter Eisenmann, otro sobrevalorado exponente del “star system”, en Santiago de Compostela, extraordinaria ciudad y símbolo milenario que no merecía ser tratada de modo tan nouveau riche. Son, todos, muestras de ansiedad por decir la última palabra. Y resulta entonces aplicable la definición de “décadence” de Musil-Nietzsche: “cuando la palabra se vuelve soberana y salta de la frase”. Definición también enteramente aplicable a lo que ocurre politicamente aquí cuando la palabra, el palabrerío, se separa de todo sentido. Se hace un sinsentido permanente.
2. Pese a todo, uno puede rescatar del panorama actual el valor de la diversidad, acaso el aporte más importante del mundo “postmoderno”, que permite la coexistencia de las super-estrellas con arquitectos de realizaciones más modestas que sin embargo tienen su lugar porque el mundo no es dominio exclusivo de los más poderosos o relumbrantes.
En todo caso, así como vemos que la crisis financiera internacional está derribando muchos de los mitos del mundo financiero (no hablo de crisis del capitalismo sino de crisis dentro de un proceso evolutivo), ella debe tener consecuencias en la evolución del mundo arquitectónico. En visita reciente al edificio de la Corporación Hearst en Nueva York, por ejemplo, no dejaba de pensar en que la larga explicación del guía que nos mostraba el lobby (la única parte del enorme edificio con una leve integración a los espacios de la ciudad) ponderando los recursos técnicos puestos al servicio de la “sustentabilidad” podía verse refutada con un simple apagón de alguna duración. O me imaginaba al soberbio edificio sometido a las dificultades de una grave situación de escasez como las que ha vivido Europa reiteradas veces. Esa arquitectura habilidosa de Sir Norman Foster está íntimamente unida al exceso de dinero y a una carísima “tecnología de punta” accesible a muy pocos. Tal vez por eso su empresa ha tenido que despedir en el último mes a 1500 empleados. Cabe la ironía porque aquí suele ser difícil para un arquitecto tener siquiera un par de empleados.
3. Creo que puede pensarse con optimismo y algo de moralismo, que la presente crisis tendrá un impacto en esa concepción de vitrina de la excentricidad, del efectismo y de la muestra del poder económico, que caracteriza a la arquitectura de éxito que se ha impuesto en las dos ultimas décadas. Si no podemos esperar que caigan las estrellas en una especie de súbito olvido, tal vez ocurra que se desplace un poco el centro de gravedad del interés de quienes toman las decisiones que permiten construir.
En cuanto a nosotros atañe, quizás las generaciones más jóvenes frenarán un poco el entusiasmo frente a la iconografía arquitectónica de ese mundo que ahora se revisa y se hace autocrítica. Y acaso dirijan una mirada más reflexiva sobre lo que debe hacerse aquí. Podría esperarse también que sean capaces de entender que mientras nuestro desarrollo político sea un irresistible deseo de regresar al pasado y a la antidemocracia, en esa misma medida el sector público estará incapacitado de asumir el papel esencial que le corresponde en cuanto a abrir nichos para una arquitectura de contenido cultural. El simple hecho de que en más de diez años de obscena expansión de un gasto público alimentado de petróleo hay muy poca arquitectura que mostrar en relación a los grandes temas de construcción de un país en formación como el nuestro, lo dice todo. En salud, educación, cárceles, o vivienda, las realizaciones dignas de atención son un puñado casi irrelevante que si por una parte señala el fracaso de un régimen político, nos alerta sobre la gravedad de nuestro estancamiento. La nuestra, pues, no es una decadencia del exceso sino de la cortedad de miras, de la ceguera, de la irresponsabilidad.