Oscar Tenreiro / 19 Octubre 2009
Durante la visita a la casa que ocupó en Helsinki, hoy conservada con el mobiliario y objetos originales y mensajera de una juventud y frescura que asombran, la joven que hace de guía nos comenta que Alvar Aalto no había sido profeta en su tierra, que se criticaron sus edificios, que hubo quejas sobre la pertinencia urbana de algunas de sus obras, que el Finlandia Hall había sido acremente combatido, que sus colegas resentían su excesiva presencia y que él mismo se quejaba de que por ejemplo sus propuestas para el puerto de Helsinki no hubiesen sido aceptadas. Juhani Pallasmaa arquitecto y pensador finlandés de prestigio nos llegó a decir que la figura de Aalto se les había hecho tan incómoda a ellos, estudiantes a fines de los años cincuenta (Pallasmaa tiene 73 años), que cuando alguno de sus compañeros entraba a trabajar en la oficina del gran arquitecto, lo consideraban “un caso perdido”. Todo eso parece refutar lo que afirmaba en mi página anterior en cuanto a que la sociedad finlandesa había hecho de Aalto su héroe civil, porque un héroe es un personaje aceptado por todos, una figura de consenso absoluto.
Pero la refutación es sólo aparente. En primer lugar porque los finlandeses no están exentos de las debilidades humanas y entre ellas la envidia, que hace siempre de las suyas. También porque lo que importa no es que en una sociedad cualquiera haya incomodidades o celos respecto a alguien que destaca como una referencia superior, sino que éstas flaquezas no se hagan rígidas hasta llegar a marcar el modo de actuar de los sectores de la sociedad que toman las decisiones. Y en último término porque lo que sí queda claro es que sean cuales hayan sido los resquemores que Aalto produjo a causa de su capacidad para copar el espacio de la cultura arquitectónica de su país, el liderazgo social y político los superó haciendo valer los méritos y desechando las pequeñeces.
Edad y Concursos.
Leyendo el prefacio del arquitecto finlandés Mikko Heikkinen (1950) a un libro dedicado a un grupo de nueve arquitectos menores de cuarenta años, me interesaron sus comentarios sobre el tema de la edad en la profesión. Heikkinen, miembro de la oficina Heikkinen-Komonen, autores de trabajos recientes de gran calidad, uno de los cuales (Oficinas del Senado Finlandés) pude visitar, atribuye al sistema de concursos de arquitectura finlandés a comienzos del siglo 20 el mérito de haber permitido el surgimiento de figuras importantes de la arquitectura en etapas de juventud. Menciona el caso de Aalto y también el de Eliel Saarinen, el padre de Eero, con el Museo Nacional de Finlandia y las fachadas de la Estación de Ferrocarril de Helsinki en 1904 y años siguientes, J.S. Sirén con el Parlamento Finlandés en 1924, Reima Pietilä con el Pabellón de Finlandia en la Feria de Bruselas en 1958, y muchos otros. Lo cual señala las virtudes del Concurso como modo de búsqueda y estímulo. A lo que hay que hacer salvedades, y no pocas. Y entre ellas destaco la necesidad de jurados conocedores o participantes de la dinámica cultural de una sociedad, experimentados en la docencia (un aspecto esencial) y muchas otras cosas. Porque del Concurso, como lo recordó siempre Frank Lloyd Wright, pueden surgir errores lamentables. Como en el caso de Helsinki, el del Museo de Arte Contemporáneo de Steven Holl (Washington 1947), a pocos metros de la Estación de Ferrocarril y cerca del Finlandia Hall, que si podría salvarse parcialmente por el efectismo de algunos de sus espacios internos (por lo demás correctos y controlados como lo supone un museo moderno) se destaca en la ciudad como un artefacto arbitrario y torpe que semeja una enorme «Home Depot» con vocación de suburbio. Y es que en ese Concurso, tal como me lo relató Pallasmaa, el jurado estaba particularmente sesgado. Algo que aquí en Venezuela es tan común que se ha hecho rutina,
Una Ética del Poder.
En fin de cuentas lo que vale la pena señalar es el papel que en la historia cultural finlandesa ha tenido la permanente búsqueda de una ética en el ejercicio del Poder. Y me hace evocar las enseñanzas del pensador austríaco-mejicano, que otras veces he mencionado aquí, Ivan Illich (1926-2002) quien hace más de treinta años en una conferencia en la Sociedad Venezolana de Arquitectos promovida por Julián Ferris, hablaba de la importancia educativa que en las sociedades en desarrollo tiene el liderazgo político. Porque con demasiada frecuencia nuestros líderes, en lugar de proyectar un mensaje de elevación moral en el sentido de la superación de lo pequeño, precisamente de lo mezquino, han convertido este defecto en norma de actuación.
Una persona que ha ocupado muy altas posiciones en el actual régimen militar venezolano me decía cuando era un ciudadano común, que el peor daño que le habían hecho los partidos políticos de entonces a Venezuela había sido la de envilecer a nuestro pueblo. Estuve de acuerdo entonces y lo estoy ahora, pero agrego que ese envilecimiento ha sido superado hoy no sólo por la avasallante corrupción y la práctica de la exclusión, sino por la presencia permanente del Caudillo como impulsor y promotor de antivalores y entre ellos muy señaladamente el de la mezquindad.
Es cierto que eso puede suceder en cualquier sociedad. Sabemos que en el caso de los Estados Unidos por ejemplo, el liderazgo político ha estado muy distanciado, en sentido negativo, de lo mejor que ese país tiene que ofrecer, y ha ofrecido, al mundo. Y está en las noticias el drama actual italiano. Pero en sociedades muy estructuradas, de fuertes instituciones públicas y privadas, los pecados éticos del liderazgo pueden ser superados o incluso obviados.
En una sociedad como la nuestra nadie sabe cuanto tiempo tomará rescatar lo envilecido.