Oscar Tenreiro/19 Septiembre 2010
Hace cuatro décadas Alfredo Tarre Murzi (1919-2002) recién nombrado Presidente del Inciba, habló a la prensa de una «reunión histórica» refiriéndose a una primeriza reunión de gabinete. Repetía un ritual que nos ha atiborrado de falsas ocasiones trascendentes. Porque el populismo de las cuatro últimas décadas y la herencia republicana caudillista ha generalizado aquí la idea de que cada período de gobierno puede torcer el rumbo de nuestra historia. Puede abrir una «nueva etapa», «iniciar», «rescatar» o usando una palabra común desde hace once años, «refundar».
El boom del petróleo intensificó esa debilidad. Le da a los dirigentes del petroestado una chequera gorda que los disfraza de iniciadores de historia a base de favores siempre acompañados de algún grado de corrupción. Esa simbiosis entre ínfulas «fundacionales», favores y corrupción tuvo un momento pionero en los tiempos del primer boom petrolero de los setenta. Etapa con visos de insania colectiva que adormeció conciencias y sentó las bases para una decadencia que culmina en la locura actual, perfectamente análoga de aquella. Para mí aquel inicio funesto se resume en la anécdota de mi amigo de la infancia diciendo en un cafetín «yo quiero ser corrupto» ante las risas de todos. O el recuerdo de tantos proyectos insensatos que culminaron en ruinas y frustración. El programa de becas con nombre de prócer abriría a Venezuela hacia el mundo desarrollado. Financiaba lo «prioritario» (como arquitectura naval, la frustración de uno de mis mejores estudiantes) además de absurdas migraciones «de estudio» como la de un pariente, médico asimilado al ejército, que viajó en avión fletado con gastos pagados por varios meses a España como jefe de un grupo de reclutas que debían estudiar no sé que asunto agrícola. Pensaba y lo pienso hoy, lo que hubiera pasado si una parte de ese dinero se hubiese orientado hacia las universidades nuestras, a su planta física, a un respaldo financiero sostenible en el tiempo.
Opinión Adormecida.
Pero no era posible una reflexión así. La opinión imperante estaba hipnotizada «iniciando historia» y buscando dinero. No había manera de despertar el espíritu crítico para la mitad del país que sostenía ese escenario.
Lo de ahora es fruto de esa inercia. El hombre que caminaba y el que hoy habla sin parar, son dos caras del mismo mal. Mucho más peligrosa la de hoy porque usurpó el Poder. Y su ropaje «histórico» tiene aspiraciones totalitarias.
No sé si los que llegarán al Congreso con el voto de la oposición democrática estén conscientes de la importancia de abandonar el hábito de convertir a las palabras en fines, de sustituir la acción por las intenciones de actuar. De que el objetivo debe ser la modernización de nuestra sociedad usando los medios que la evolución de las democracias ha entregado al siglo que corre. Que reforzar con leyes apropiadas el tejido institucional democrático de la sociedad está unido al fin último de modificar el ámbito físico en el que nos movemos. Recalco este último concepto porque no estoy hablando como arquitecto sino haciendo notar un hecho crucial en el desarrollo de las sociedades contemporáneas: desarrollo político implica desarrollo del espacio construido de una sociedad cualquiera. Esa es una realidad histórica, no un asunto conceptual. Si China pudiera citarse como excepción, ya veremos de qué manera la radical transformación física de China revelará un profundo cambio político.
Hacer
Cito una vez más lo que oí decir hace tiempo a Rafael López Pedraza, maestro de la Facultad de Humanidades. Decía López que el «hacer» era un instinto. Que los seres humanos (hablo a partir de mi recuerdo y con inexactitud) estamos marcados por ese instinto, que lucha por abrirse paso en cada uno de nosotros.
El totalitarismo obstaculiza la expresión de ese instinto usando para ello un muro de palabras, el corpus «ideológico» que debe sustituir (o sublimar según los más moralistas) el impulso por «hacer». Un populismo con vocación totalitaria como el nuestro lo hace de modo muy simple: la fe en la revolución y su líder es lo que importa, la ineficacia y la torpeza se justifican en esa fe. El despilfarro de los inmensos recursos que el petróleo ha puesto en sus manos es secundario. Están «iniciando historia» y «refundando». Por eso se pudren miles de millones de dólares en alimentos y no hay responsables en las alturas revolucionarias.
Esa desviación criminal puede derrotarse el próximo 26 con el voto.
Y en la nueva Asamblea habrá más gente que vea la legislación como un medio para que nuestra gente pueda «hacer». Que cada quien pueda hacer lo que sabe hacer en un ámbito favorable debe ser el objetivo central de toda democracia. Ese es el medio esencial del proceso de transformación de nuestro medio físico, objetivo prioritario, repito, en una realidad como la nuestra. Ello implica dedicarse a identificar cuales son los obstáculos legales y jurídicos para esa transformación. Dejar atrás la tradición de leyes-castigo del populismo e ir hacia las leyes-promotoras. Convocar al conocimiento en las discusiones internas. Estar en la Asamblea no es hacer carrera política, es ayudar a crecer a la sociedad.
No espero que eso lo entiendan algunos personajes del pasado que van en las listas de oposición y son prueba de lo difícil que es aprender de los procesos políticos. Pero sí que puedan reconocer la necesidad de dejar paso a nuevos modos de proceder.
Y si el pueblo el 26 lleva a la Asamblea una representación real de sus aspiraciones usando el voto a pesar de las insólitas manipulaciones del proceso electoral y de once años de violaciones a sus derechos constitucionales, estará, esta vez sí, «haciendo» historia.